Joaquín Díaz

LOS BELENES DE JOSÉ LUIS CHACEL


LOS BELENES DE JOSÉ LUIS CHACEL

Sobre la colección de Chacel

27-11-2013



-.-

Trataré de ser breve aunque no exiguo, y después aclararé por qué lo digo. Espero en cualquier caso no olvidarme de ninguna de las múltiples consideraciones que me sugiere el trabajo de José Luis Chacel que nos reúne aquí esta mañana.
No insistiré demasiado, por constituir la faceta más íntima y personal, en el hecho de que el Belén representa una parte muy importante de nuestras propias creencias, lo que significa o quiere decir, de nuestras propias vidas. Esta no es una afirmación gratuita: por un lado se recuerda un Misterio de nuestra religión –la religión en que hemos sido educados-, que se nos ha transmitido a través de relatos escritos y orales, y por otro se escenifica ese mismo Misterio. Y se hace, permitiendo que esa representación contenga algo de nosotros mismos. Nadie ignora, porque ahora mismo se puede saber online qué clima hace en Palestina, que como mucho puede caer alguna helada la noche del 24 de diciembre. Los relatos evangélicos –tanto los canónicos como los apócrifos- hablan de pastores que duermen al raso (es decir al aire libre) y probablemente sería un error histórico cubrir de nieve los campos de Belén tan lejanos del monte Hermón donde según la tradición se transfiguraría Jesús y donde sí había nieve todo el año. Quiero apuntar con este simple dato que el aspecto que queremos dar a esa representación del Misterio de que hablaba hace un momento viene más condicionado por la tradición cristiana, que ha ido acumulando situaciones y circunstancias recogidas aquí y allá, que por la historia misma, tan rigurosa en sus principios y con todo tan inexacta. El nacimiento surge, por tanto, del deseo espontáneo de representar una escena tierna, familiar y conmovedora (a la que le viene muy bien el desamparo y pobreza de un portal rodeado de nieve), y ese deseo se va desarrollando desde el siglo IV de nuestra era en que las doctrinas de Arrio obligan a buscar la certeza en los relatos legendarios sobre el nacimiento de Jesús que estaban dispersos y provocaban cierta confusión. Justiniano instaura oficialmente la fiesta en el año 529 y luego viene todo el lío –porque no cabe calificarlo de otra manera- que organiza Dionisio el Exiguo. El papa Hormisdas encargó a este monje alemán, erudito y gran matemático, que elaborara unas tablas o cómputos que pudiesen sustituir a los calendarios de César y de Diocleciano. En aquella época Alejandría y Roma se disputaban el honor de calcular cuándo caería la Pascua cristiana. Dionisio se inclinó por los cálculos de Alejandría. A pesar de sus errores (aparentemente no existía el año 0 y además calculó mal la fecha del reinado de Herodes en cuatro años) se adoptó el nuevo cálculo y a partir de Beda el venerable se hizo oficial, aunque en España, como siempre por distinguirnos, seguiríamos aplicando lo que se conoció como Era Hispanica, que fijaba el año primero en el 38 antes de Cristo según se había acordado en la época de los godos. El Concilio de Tarragona vino a poner algo de orden en el siglo XII pero en Castilla no se aceptó e impuso el nuevo calendario hasta el siglo XIV.
Todos los historiadores coinciden en señalar, sin embargo, que hay un hecho determinante en la costumbre concreta de la representación del nacimiento que se produce en 1233 y que hace evolucionar el simple impulso de representar iconográficamente las escenas de la Epifanía. Me refiero a la celebración de la nochebuena por San Francisco de Asís en el bosque de Greccio, donde el santo había hecho preparar un pesebre y unos animales para dar más veracidad a la conmemoración y diferenciarla de la hasta entonces celebrada en la iglesia y ante un retablo casi siempre. Durante esa circunstancia uno de los presentes tuvo una visión en la cual aparecía el propio Francisco despertando al niño Jesús en su cuna. A partir de ese momento se comenzó a difundir en Italia la leyenda y la costumbre, aunque nacimientos propiamente dichos no aparecen separados de los retablos de las iglesias hasta un inventario del XVI, concretamente del castillo de Piccolomini, en el que se destaca que la duquesa de Amalfi tenía guardadas 116 figuras para la representación de la Navidad, lo cual quiere decir que ya existía una tradición aunque, por lo general, sólo pudiesen disfrutar de ella los nobles o los monarcas. En el siglo XVIII se da el mayor auge en este tipo de figuración, y ya en el XIX y en el siglo pasado se van creando las pautas definitivas que hoy conocemos y aceptamos.

A esas pautas, a su coleccionismo y a su difusión ha dedicado José Luis Chacel tanto tiempo y esfuerzo que merece que quienes hemos disfrutado con su afición y sus explicaciones le rindamos hoy un homenaje público. Sobre todo porque de su inclinación al coleccionismo se derivan beneficios sociales tan importantes como el necesario conocimiento de las tradiciones, la educación del gusto estético, la mejora y el fomento de las costumbres que se practican en familia y en suma la aceptación de que en esta época del año todos podemos ser mejores y llevarnos mejor, que falta nos hace.