18-07-2006
La pasividad que se generó en la sociedad durante el siglo XX ante los hechos del pasado y sus indudables repercusiones sobre el entramado colectivo pero también sobre el propio individuo, va remitiendo, afortunadamente. Un siglo preocupado fundamentalmente por los avances tecnológicos y por la comunicación, tuvo que soportar carencias sociales excesivas en el interés por la tradición o en el respeto hacia los hechos de los antepasados. De la escasa valoración de su esfuerzo como parte integrante de una escala cuyos últimos peldaños parecían ocultar al resto, derivó una incuria hacia lo patrimonial y un desinterés por lo propio altamente preocupantes. Libros como el de Carlos Díaz, que contienen un importante trabajo especializado son también un vector de equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo como fuentes de conocimiento cultural, además de un síntoma inequívoco del interés que en las nuevas generaciones despierta la historia y sus personajes.
Una de las constantes en la civilización judeocristiana ha sido la preocupación por la procedencia. El árbol es utilizado una y otra vez como símbolo del crecimiento de las comunidades humanas partiendo de las raíces y diversificándose hacia las ramas. La genealogía, es decir el estudio del origen y evolución de las familias, y la heráldica, o sea la plasmación de sus méritos personales y sociales, han pasado de ser un motivo de investigación elitista a constituir una preocupación casi general. Esa preocupación general, sin embargo, no desmerece un ápice la dificultad del estudio ni lo arduo del trabajo de documentación que hay que llevar a cabo en archivos y bibliotecas durante horas, meses, días o años. Ese acopio de datos del pasado está modificando constantemente el marco de la historia y ampliando sus límites con aportaciones humanas, tan necesarias para comprender comportamientos y tan imprescindibles para conferir a los estudios históricos su verdadera dimensión.
Hay autores que perciben una cierta diferencia entre memoria y recuerdo. En el sufijo “memor” habría un uso voluntario de la inteligencia, mientras que en la recordación intervendría el corazón. Pero en ambos casos, memoria o recuerdo, estaríamos hablando del chispazo que haría encenderse en nuestro ser las luces de una cultura colectiva. La memoria sería el método para hacer presente el motivo. Y motivos, personales o colectivos, ha habido y hay muchos: recuerda el individuo los cantos de su niñez y a su conjuro se despierta todo un mundo emocionado y poético. Los sefardíes recordaban para sobrevivir. Los serbios para mantener la identidad. Los navajos para seguir creyendo en el sol, la luna y el viento. La memoria, entendida como la facultad de rescatar del pasado elementos fecundadores de la personalidad y de la vida, oscila así entre un recuerdo genético y la historia común. Su uso va más allá del simple recurso para inventariar datos y se reconoce como un principio eficaz sobre el cual articular ideas y relacionar conceptos y creencias.
Este libro de Carlos Díaz participa de ambas tendencias ya que el autor investiga sobre apellidos y solares de los que él mismo procede, dando al magnífico trabajo el rigor imprescindible y la emoción de lo cercano.