01-09-2011
El Cancionero popular turolense de Severiano Doporto se publicó por primera vez en 1900 aunque su estudio y reimpresión tardarían más de cien años en producirse. La época en que aparece la primitiva edición sugiere un momento difícil, por no decir crítico, en el que el regeneracionismo echaba mano de “lo popular” para justificar algunos de sus planteamientos. No podemos olvidar que la cosa musical de ámbito público se había desarrollado durante todo el siglo XIX en ciudades y pueblos de España, en cuatro frentes principales: los salones de baile, los teatros, las plazas y jardines (donde interpretaban música las bandas militares) y en los bailes de candil de los barrios o en el interior de ventas y posadas rurales donde las coplas populares tenían su mejor acomodo. El auge del piano como instrumento de acompañamiento para la música vocal señala la diferencia entre los salones de sociedad y los de candil, donde la guitarra y otros instrumentos populares todavía seguían lanzando al aire las notas de seguidillas, boleras y fandangos. Desde luego, habría que explicar que los vericuetos que hoy sigue la popularización de un tema y que pasan obligatoriamente por las grandes superficies comerciales y por la insistencia machacona de los medios de comunicación, tenían en aquel tiempo un sentido y una orientación diferentes: la música en los salones, es decir aquella que permitía transmitir un repertorio conocido pero además introducir nuevas creaciones, dependía de las partituras y éstas todavía se seguían copiando a mano pues su impresión masiva no estaba popularizada. Hay que tener en cuenta que la impresión de una melodía suponía grabar la partitura en una plancha de metal, pues el método de Aloys Senefelder, la impresión sobre piedra, aún no estaba suficientemente perfeccionado en nuestro país para estos usos. Puede darnos idea de la dificultad de publicación o al menos de las complicaciones que llevaba aparejada, el hecho de que en una larga época de varias décadas sólo grabaran determinados personajes muy especializados -maestros calcográficos con formación musical- cuyos nombres se repiten una y otra vez en los pies de página de los pentagramas, acreditando su excelente trabajo, su profesionalidad, pero también hay que decirlo, su rareza. Me refiero a artistas calcográficos como Lodre o Carrafa, sucesores del alemán Bartolomé Wirmbs, cuya actividad grabadora comienza en España hacia 1817 de la mano del músico Federico Moretti, quien le colocó en la cátedra de grabado de la Sociedad Económica Matritense y le utilizó para difundir su propio repertorio. No olvidemos que Moretti, músico militar, fue uno de los principales y más populares creadores de música española -por paradójico que nos pueda resultar- y a él se debe una de las primeras colecciones de canciones para interpretar con acompañamiento en los salones y reuniones sociales, la titulada Doce canciones españolas con acompañamiento de guitarra, Op. 24, compuestas y dedicadas a su amigo el Conde de Fife por el brigadier don Federico Moretti, coronel de la Legión de Voluntarios extranjeros, Académico filarmónico de Bolonia, Socio de los reales conservatorios de música de Nápoles.Arreglados para el pianoforte por don Manuel Rückert.
Independientemente de los cantos de salón, podemos observar ya un tipo de repertorio con una temática preferentemente romántica y costumbrista, sobre la que va a girar el gusto musical de los primeros cuarenta años del siglo. Entre los años treinta y los cincuenta se va, eso sí, inclinando públicamente la balanza hacia lo nacional en detrimento de lo operístico italiano, cuyas arias y duetos habían llenado los salones de toda España hasta ese momento. A partir del instante en que esos salones aumentan en número y se socializan, creándose asociaciones especialmente preocupadas por las sesiones artísticas y culturales que se convertían en auténticos acontecimientos sociales, lo "español", por así denominarlo, va tomando seguras posiciones frente a lo foráneo. No sería exagerado decir que a todo ello había contribuído de forma decisiva el trabajo, solitario pero convencido, de gente como Juan Antonio Iza Zamácola, "Don Preciso" -autor de dos libritos defensores de lo nacional a través del conocimiento y uso de seguidillas, tiranas y polos-, Federico Moretti y otros músicos y poetas que irían preparando el camino para esa otra revolución nacionalista que va a tener lugar en la Península en la segunda mitad del siglo XIX.
Ya hemos mencionado alguna publicación previa en este sentido como la titulada Doce canciones... de Moretti o las partituras que León Lodre grabó sobre melodías de Sobejano y otros músicos tituladas genéricamente Corona musical de canciones populares españolas (editada en 1852 con 12 melodías). Sin embargo, la primera colección en la forma en que hoy día concebimos un cancionero, es la titulada La Música del Pueblo. Colección de Cantos Españoles, recogidos, ordenados y arreglados para piano por Don Lázaro Núñez Robres, publicada en 1867 al precio de 12 reales por Nicolás Toledo (Fuencarral 11), quien destacaba en portada el hecho de que la obra había sido premiada por la Sociedad "El fomento de las Artes". Robres era además el primer recopilador que hacía un reconocimiento expreso del tipo de música representativa de un “país”. Frente a los "aires nacionales" anteriores que recogían principalmente "ambientes" -imaginarios o no-, Robres recopilaba un ramillete de melodías específicas en las cuales descubría una serie de factores que permitirían identificar el carácter o la idiosincrasia de un grupo cultural. Ese grupo era, en este caso, el pueblo español, entendiendo por tal a todos los habitantes de las provincias o departamentos que componían en ese momento el Reino de España. Esa intención era la misma que había guiado a Fernán Caballero o a Emilio Lafuente Alcántara años antes a recopilar solamente textos de coplas populares y, en el caso del segundo, a ponerles un prólogo del que extraigo el siguiente párrafo: "Todas las provincias de nuestro país tienen sus cantares favoritos; pero solo me refiero al presente a los moradores de aquellas regiones en que más abundan y se producen en idioma castellano. Galicia, Cataluña y Valencia tiene sus peculiares dialectos: las provincias vascongadas poseen diferente idioma. Mas el pueblo español ofrece en las varias comarcas muy diversos caracteres y costumbres, y asimismo una marcada diferencia de aficiones, instintos y aptitudes".
“El pueblo español -escribiría poco después Robres- admirablemente apto para el cultivo de las artes, ha producido desde antiguo preciosas melodías, expresión genial de la índole del país. Esas encantadoras inspiraciones, nacidas en tal o cual escondido rincón, se pierden, sin embargo, a menudo, o cuando menos quedan oscurecidas o relegadas a estrecho círculo, muriendo de este modo, para la vida y la historia del arte, no pocos tesoros musicales".
Es decir, que existía una fuerte tendencia, que se inicia ya a mediados del XIX, a reconocer no sólo el valor artístico o patrimonial de ese bagaje, sino la carencia que suponía que tales producciones del espíritu alimentaran sólo y como mucho a unos escasos privilegiados en unos pocos salones capitalinos. ¿Cabría sospechar que se está hablando de lo popular más con el sentido de aquello que se usa mucho, que con el sentido de lo que se origina en el pueblo? Yo me inclinaría a afirmarlo. Popular podía ser, siguiendo el credo romántico, aquello que el denominado “pueblo" -es decir, la colectividad anónima- había producido con su espíritu sencillo, pero también (y esta es la visión novedosa) aquello que una divulgación precisa y adecuada podía hacer llegar a un número considerable de personas que acabarían por reconocerlo, mantenerlo y utilizarlo como propio. Hay, por tanto, una aceptación expresa de que en lo diferente, en la variante local, está el perfil que distingue y enriquece las múltiples facetas de lo esencial y que todo eso se puede apreciar mejor si lo comparamos con lo que nuestros vecinos han producido en las mismas circunstancias.
En ese sentido, y ya en 1882, se publicaría en la imprenta de Alvarez, en Sevilla, la obra de Francisco Rodríguez Marín Cantos Populares Españoles de cuya influencia no puede desprenderse el trabajo de Doporto, tanto en la forma de presentar las coplas reunidas como en su interés por agruparlas, siguiendo una tipología en la que se mezclan los criterios científicos con las emociones humanas. Probablemente tampoco sería ajeno Severiano Doporto, en su interés por recopilar y publicar este Cancionero, a las reflexiones de Rafael Altamira (de hecho es casi seguro que Altamira leyera el trabajo antes de publicarse) sobre la cultura popular y su sentido pedagógico.
La reflexión sobre lo propio, el hallazgo de lo patrimonial en nuestra forma de ser y en nuestra educación, representa el reto más glorioso al que puede enfrentarse el individuo de hoy, y que consiste en descubrir lo esencial del pasado e incorporarlo sin traumas al futuro. Redescubrir el sentido verdadero y cardinal de los objetos cotidianos o del lenguaje comunicador pueden servirnos para colocar al ser humano en el lugar que le corresponde, que es el de inventor y usufructuario de la realidad. Lejos de las teorías, casi olvidadas hoy día, de quienes sólo veían en la tradición el dogmatismo riguroso del pasado, la cultura popular nos muestra la capacidad de evolución y la libertad de pensamiento sin necesidad de renunciar a lo propio, a lo patrimonial. En una época en que parece más sensato aniquilar el patrimonio que defenderlo o en que parece más progresista patinar por las superficies heladas de una cultura de ocasión que detenerse a conocer de qué aguas están compuestos esos hielos, la cultura tradicional es una bendición y una fuente de sabiduría permanente.
Como lo era, sin duda, para Antonio Machado y Alvarez, de cuya prudencia y exquisita intuición se puede aprender que las recopilaciones siempre debían complementarse con los estudios y que éstos debían a su vez contemplar la pluralidad de enfoques. Creía Machado en la creación individual y en la difusión, a través de dicha creación, de una mentalidad, de un carácter, de un patrimonio inmaterial que, cada día más, reclaman nuestra atención ante el deterioro de sus cualidades y la desidia de nuestra sociedad, pasiva e inerme ante tal problema. En ese sentido, la recuperación de este Cancionero por Mercedes Souto y Alberto Turón, nos devuelve la posibilidad de volver a estudiar un documento histórico a la luz de nuevas y enriquecedoras perspectivas.