02-10-2014
Presidente, diputados, alcaldes y alcaldesas, autoridades, señoras y señores:
El poeta Rilke escribió que la verdadera patria del hombre es su infancia y probablemente quiso expresar con esas palabras que si fuese posible una patria sin límites ni fronteras, esa sería la creada en la imaginación de los niños y en la ingenuidad de sus primeros años. Mi infancia estuvo llena de romances, de canciones y de cuentos, o sea de imágenes y relatos antiguos que me llegaban envueltos en sonidos. Gracias a la voz y al gesto de mi madre aprendí los primeros textos y melodías que años más tarde se convertirían en motivo de estudio y de interés y que hoy constituyen un repertorio íntimo y personal, ése que está siempre ahí y que regresa en forma de recuerdo cuando nos falla todo lo demás. De mi madre también recibí el cariño por esta provincia en la que, al cabo del tiempo, se me reconoce un mérito que, a decir verdad, corresponde más bien a una herencia genética. De ambas cosas, del reconocimiento de hoy y de la herencia, quedo deudor para siempre.
En unas anotaciones de mi bisabuelo, molinero sucesivamente en Valladolid, Palazuelo, Viloria, Mojados, Iscar y Olmedo, encontré, ya desde mi primera juventud, la pasión por los datos y el interés por la documentación. Mi bisabuelo Venancio había ido escribiendo en un cuaderno rayado los molinos en los que había trabajado, los hijos que había tenido, dónde los había bautizado, las enfermedades que habían padecido y hasta los cementerios en los que les había dado tierra cuando alguna dolencia grave se los había arrebatado, que -por desgracia para él- fue muy frecuentemente. Esa minuciosidad y ese interés por dejar a la posteridad conjuntamente emociones y datos me sirvieron muy a menudo de guía y de ejemplo.
También aprendí mucho del trabajo de mi padre, relacionado de forma tan cercana con la naturaleza y con la ecología, que alentó mis primeros viajes por la provincia. Aún conservo su mapa del Distrito Forestal de Valladolid, territorio administrativo en el que le correspondió trabajar y que, desde la distribución de 1865, coincidía precisamente con los límites provinciales.
Años más tarde, al abordar las tempranas recopilaciones en el medio rural con José Delfín Val por encargo de la Diputación de Valladolid, el trabajo de campo me descubriría, además de paisajes y paisanajes, formas personales de expresión y una estética peculiar que me entusiasmaron durante mucho tiempo. Recuerdo a este respecto (y esta es una anécdota que he usado muchas veces pero viene como anillo al dedo hoy), una conversación tenida hace casi cuarenta años con un agricultor, recopilando datos en la Ribera del Duero. De entre las canciones, romances, cuentos y dichos que aún conservaba su memoria y que me estaba comunicando, salió, de forma natural una poesía inventada por él cuando tuvo que abandonar su pueblo, en Cuenca, porque iba a ser anegado por un pantano. Al llegar al pueblo de colonización que el Estado le había asignado en Valladolid, en concreto en San Bernardo, la noche y los recuerdos le hicieron componer unos versos. En ellos se reflejaba la incertidumbre ante el nuevo destino pero también la tristeza por abandonar a sus antepasados en un cementerio que quedaría bajo el agua e incluso las dudas razonables sobre las cualidades de la nueva tierra. Su mentalidad le llevaba a dar importancia a tres binomios con los que, como individuo, tenía relación: los antepasados y el tiempo (es decir lo vernáculo), la familia y el entorno nuevo (o sea lo social), y, por último su oficio y sus propios sentimientos (es decir, lo personal). Ahí estaban las claves de su vida y de tantas otras vidas: creencias, tiempo y espacio como motores de la expresión artística y vital.
A mí, todo lo aprendido de esas personas, a las que entrevisté durante años, me formó artística y humanamente. Aprendí de ellos a interpretar esos textos y melodías con una sencillez y una hondura que me sirvieron siempre de inspiración y de norma. Mis primeras actuaciones, allá por los años 60, ya me habían permitido descubrir que esos temas gustaban, y mucho, a los públicos que me escuchaban. La tradición seguía tan viva como cada uno quisiera que estuviese y debo confesar que, al menos en lo que de mí dependió, hice todo lo posible porque lo siguiese estando: a lo largo de sucesivos años grabé en disco casi setecientas canciones y romances, compuse melodías para muchos temas, difundí donde me dejaron el valor esencial del patrimonio, escribí acerca de los guardianes de la memoria y alabé su arte y su sabiduría, ante públicos de medio mundo...Fue solo una década de mi vida pero todavía hoy, después de casi cuarenta años de haber dejado los escenarios, sigo recibiendo a diario invitaciones para actuar. Las insinuaciones me llegan de todas partes, pero particularmente de los países de habla hispana: Argentina, Chile, Méjico, Venezuela, Colombia, Perú…Las demás tentaciones proceden de lugares en los que la música que he interpretado puede significar algo: Israel, los Estados Unidos, Japón, Polonia, el Reino Unido, Portugal…Me siento halagado por semejante interés, aunque jamás suficientemente estimulado.
Debo confesar que, por no actuar en público, durante muchos años viví como el náufrago que, aislado y distante de la civilización, va enviando de cuando en cuando algún mensaje (en mi caso en forma de disco) metido en una botella vacía para que el mar lo lleve hasta una playa lejana y presuntamente habitada, donde alguien podrá recogerlo. Esa sensación, íntima pero equivocada, me duró demasiados años. Desconocía hasta qué punto y con cuánta frecuencia las grabaciones que fui haciendo calaron en un público fiel y fueron utilizadas en cualquier parte del planeta para distraer morriñas, para aliviar nostalgias, para aprender español, para revivir infancias, para hacer más cortas y llevaderas las excursiones, para curar melancolías, para sentirse más persona, para recordar a los abuelos…Éstas y muchas más razones me han ido exponiendo quienes, por miles y miles, me han visitado en Urueña y me han hablado en los últimos treinta años de su relación con los temas que recogí, compuse y arreglé. ¿Se puede pedir más?
Yo, sinceramente, no lo pedía, pero la institución que ha estado a mi lado desde hace tanto tiempo, la Diputación de Valladolid, ha decidido entregarme además esta medalla de oro que me llena de alegría y que me honra. La vinculación con la institución provincial, hace un momento lo recordaba, viene de muy lejos, concretamente del año 1972, y aunque he tenido la oportunidad y la satisfacción de colaborar sucesivamente con 10 Presidentes voy a dirigirme al actual, en representación de todos los anteriores y de todos los grupos políticos y diputados que tan generosamente me han premiado.
Presidente. Gracias por tu confianza y por tu apoyo. Gracias por tu amistad y tu cercanía. Gracias por estar tan pendiente de todo lo que suponga una mejora para la provincia de Valladolid. En suma, gracias por ser un Presidente aglutinador de sinergias positivas (como diría Buckminster) en un momento en que el calentamiento global de las personas supera al del planeta en grados y en efectos. Muchas gracias por todo. Y gracias a todos también por este día tan especial.