Joaquín Díaz

LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN EL ROMANCERO Y EL CANCIONERO


LA RELIGIOSIDAD POPULAR EN EL ROMANCERO Y EL CANCIONERO

Protagonistas del romancero religioso

01-11-2007



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Muchas personas se preguntan si la tendencia en el individuo a preservar los conocimientos del pasado es un mecanismo de defensa, una inclinación genética o un sentimiento de responsabilidad. El primer supuesto nos situaría ante un sistema según el cual, el abandono de las experiencias previas sería un grave error para el ser humano y el colectivo en el que vive. El segundo concepto tendría que ver con la impresión de aquel sistema en los genes, para proteger a la especie de desviaciones cuyo resultado se conoce y se teme. La tercera posibilidad tiene más que ver con el voluntarismo del individuo y le facultaría para actuar en la medida de sus deseos sobre un legado secular cuyo uso y manipulación le competen. En cualquiera de los casos, los conocimientos que la memoria y la tradición nos han aportado constituyen un bagaje cuya utilización está más justificada por la lógica que por cualquier sentimiento de respeto o de nostalgia hacia el pasado.
Desde los albores de la humanidad el individuo necesitó creer en algo superior a él que diera sentido a su existencia y le ayudara a prolongarla más allá de la muerte física. Las distintas culturas y civilizaciones que han ido dejando su huella en la historia confirman la idea de que un ser o una fuerza más elevados controlaban y juzgaban al ser humano y sus hechos. De esas fuerzas se ha hablado y escrito todo lo que uno pueda imaginarse, porque muchas veces el hombre las personalizó, las convirtió en compañía cotidiana y las confirió un rostro. Mitos de todas las épocas reflejan las obsesiones y necesidades de nuestros antepasados que se plasmaban en leyendas acerca del origen de nuestra especie, relataban sus presuntos pecados, narraban el castigo inflingido por ellos y creían posible la regeneración a través de un sacrificio o por medio de la venida a la tierra de un dios. El diluvio, el fin del mundo, el más allá, son ideas que perpetúan todavía hoy antiguas creencias de cuyo origen y desarrollo es responsable el ser humano con toda su carga de sueños, de esfuerzos y de preocupaciones. Muchas de esas creencias han llegado al pensamiento actual desprovistas del significado y simbolismo que tuvieron, por eso no es de extrañar que su identificación sea dificultosa hasta para los expertos. Sin embargo en antiguas oraciones, en conjuros, en costumbres aún vigentes puede vislumbrarse la importancia que en otras épocas tuvieron determinadas convicciones y su traducción puntual a términos de expresión popular. Muy pocas personas de las que hoy leen un horóscopo, por ejemplo, se figuran la afición que en tiempos no tan lejanos despertó la adivinación del futuro por medio de los astros, de las cartas o de otros signos. Los almanaques y pronósticos perpetuos trajeron hasta nuestros días la idea de que la libertad del individuo estaba condicionada por un hado inexorable o por un determinismo fatal. Pero la afición hacia esas previsiones o vaticinios no se ha perdido. Cada uno cree en unas fórmulas o en otras –o finge no creer en ninguna- pero el resultado es que la curiosidad por el destino que pueda aguardarnos o por la suerte que nos depare el futuro sigue siendo muy grande, hasta en los más escépticos.
En cuanto la sociedad se organizó para fiscalizar y regular la vida del individuo en colectividad surgieron las primeras formas de religiosidad que dictaban normas de comportamiento de acuerdo con un concepto ético o un principio moral. Todas las religiones han perseguido como objetivo prioritario la regulación comunal de un razonamiento individual, cual es el de responder interiormente a la necesidad de una referencia superior en la vida y en la muerte. Ese complejo entramado de reglas, normas, relaciones y referencias ha permitido al ser humano situarse en el plano terrenal con unas aspiraciones razonables de elevarse a otros planos más dignos y duraderos. Me gustaría destacar, de entre todas esas referencias que se nos presentan a veces en forma confusa o hasta caótica dentro de nuestra existencia, cuatro aspectos que servirían tanto para ordenar todo el material del que podríamos hablar, como para clasificarlo de forma ordenada. Sobre esa clasificación iré recurriendo a algunos ejemplos para ilustrar cada uno de los apartados porque es obvio que no me puedo detener en todos los aspectos de la religiosidad sin grave riesgo para su paciencia.

1.La religión:
Es obvio que al hablar de religión hablamos de la cristiana pero dentro de ella hay aspectos que, por diversas razones, han tenido un mayor arraigo popular. De nada vale que los exégetas se envolvieran en sesudas argumentaciones sobre la Santísima Trinidad si la gente no alcanzaba a comprender el elevado misterio o lo consideraba aburrido. Recordemos el chiste del cura que, para explicar el arcano, se servía del melón: tres en uno, pulpa, cáscara y pepitas en una sola fruta. Otra cuestión sería el tema de la Virgen, por ejemplo, mucho más cercano y susceptible de crear en el ser humano sentimientos diversos. Numerosas alegorías forman parte del simbolismo que, a lo largo de la historia, acompaña a la Madre de Dios desde que se menciona su papel en el Apocalipsis: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza...”. Así, y desde épocas remotas, el sol y la luna, con rostros de persona, vienen a representar las dos naturalezas de Cristo que nació Dios y hombre. La Iglesia se preocupó siempre por combatir las herejías que trataban de negar la virginidad de María después del nacimiento de Jesús. Una de las formas de erradicar esas ideas era ir creando una corriente de amor y devoción hacia una imagen que representara el misterio de la maternidad de María. Esa imagen se llamó, respondiendo a lo que simbolizaba, Theotokos, es decir, Madre de Dios, y la Iglesia se encargó de que reflejara alguno de los siguientes aspectos:
1. Que Madre e Hijo estuviesen juntos en la talla.
2. Que se pareciesen físicamente.
3. Que la Virgen y el Niño llevasen una serie de atributos cuya significación hiciese reflexionar a los devotos. Para la Virgen esos atributos eran:
a) Una manzana en su mano derecha que recordaba su intervención en la redención del género humano. Eva hizo caer a Adán con esta fruta y la nueva Eva, la Madre de Dios vino a remediar esa falta con su amor y su entrega.
b) El trono o silla sobre la que estaba María tenía que representar a todos los conocimientos humanos, respondiendo así a una de las invocaciones de las letanías en la que se denomina a la Virgen "sedes sapientiae" (asiento de la sabiduría). Algunos escultores sentaron a la Madre de Dios sobre cuatro libros, que unos decían representaban los Cuatro Evangelios y otros las disciplinas del Cuatrivium (aritmética, geometría, música y astronomía).
c) A partir del siglo XII y por influencia francesa la Virgen siempre llevaba corona como correspondía a su condición de Regina o reina.
d) El resto de la indumentaria coincidía con la moda medieval y solía ser una túnica o brial con el escote ajustado al cuello y un manto.
Para el Niño, el principal atributo era una bola (o un libro) que le presentaba como Pantocrator, es decir creador y dueño del universo al que sostenía en su mano. Respecto a la indumentaria solía imitar la de la Virgen con la única diferencia que a veces se le mostraba sin corona y con un peinado también de época.
Todas estas características y muchas otras añadidas por la tradición, por las lecturas de los evangelios canónicos y apócrifos y por otras fuentes, dan una imagen de la Virgen que se traduce en los innumerables textos que sobre ella se cantan, particularmente en los ciclos de Pascua y Navidad. Recordemos, por ejemplo, el romance del Nacimiento, en el que San José y la Virgen buscan posada en Belén para dar cobijo al niño que ha de nacer. Tras búsqueda infructuosa, deben alojarse en un portal donde una mula y un buey les sirven de compañía. Es tanta la pobreza, que no tienen ni pañales donde envolver al recién nacido: En algunas versiones bajan ángeles del cielo para traerlos; en otras, San José corta el forro de su sombrero y con él hace siete pañales.
Tan alta iba la luna como el sol del mediodía
a eso de la medianoche parió la Virgen María.
Parió con tanta pobreza que ni aun pañales tenía;
bajaba un ángel del cielo rezando el avemaría.
Cada palabra que dice rico pañal se volvía
los pañales eran de oro mantillas de plata fina…
Conocidos son también los milagros del trigo y del ciego que dan origen a tros dos romances bien populares, los que comienzan:
Camina la Virgen pura camina para Belén
Y en el medio del camino el niño tenía sed
y De Egipto partió la Virgen/de Egipto para Belén.
En las pastoradas se solía cantar asimismo, como villancico, la canción Para Belén camina: José y María buscan posada, pero el posadero pregunta antes si tienen dinero; al responder que sólo un real de plata, aquél les niega alojamiento. Buscan un pesebre y allí da a luz María; al rato llegan todos los pastores de la comarca a adorar al niño y llevarle regalos. El tema es muy similar al conocido como A Belén llegar, que también se interpreta en algunas pastoradas: En el camino a Belén, José y María se encuentran unos viajeros al anochecer; éstos preguntan a José si lleva hurtada a la joven. Responde que es su esposa. La Virgen acepta que vayan con ellos para no perder el camino. Al llegar a un portal viejo, la Virgen da a luz y llegan los pastores y Reyes a adorar al niño.
A Belén camina la Virgen María
Y a su esposo lleva en su compañía
Qué amante tan fino digno de alabar
Antes de las doce a Belén llegar
Algunos temas de Cuaresma y Pasión como la Soledad de la Virgen o textos de Lope de Vega como Los dos más dulces esposos, sintetizarían el significado de este apartado, que fue siempre ofrecer detalles curiosos y humanos de la vida de la Virgen en la tierra: En el primero, San José o San Juan preguntan a la Virgen por qué está tan triste y no canta. Ella responde que no puede hacerlo sabiendo que a su hijo le están crucificando. Van al Calvario y ayudan a bajar el cuerpo de Cristo; allí ven unas escaleras cubiertas de sangre que hacen exclamar a todo el que pasa por allí: «Aquí murió el Redentor de los cielos y la tierra». En el segundo, el de Lope, la Virgen se lamenta de la partida de Jesús hacia el Calvario, pues sabe que va a morir por los pecados del hombre. En el breve encuentro la Virgen recuerda a su hijo los tiernos cuidados que le dispensó de niño, y le reprocha que la abandone. El autor invita al alma a que contemple la soledad de María y la acompañe.
También han sido muy cantados en León, según recoge el Romancero General de León, los temas de la Virgen Romera y de la joven devota. En el primero, el rey queda prendado de una bella romera y la invita a comer, a lo que ésta se niega. Al volver a palacio no puede probar bocado, y ordena a sus pajes que vayan a buscarla y no vuelvan sin ella. Cuando los pajes la encuentran, la romera les descubre quién es, y aquéllos regresan a contarlo al rey, quien se lamenta de haber requerido de amores a la Virgen, aunque se conforma con que, al menos, haya pasado por su puerta. En el segundo, una pastorcilla ve venir a la Virgen entre una nube. Esta le pregunta si desea ir al cielo con ella, y la zagala le contesta que no puede, pues debe guardar las cabras. Al anochecer, el padre de la pastora se pregunta, inquieto, dónde puede estar su hija, y una voz del cielo le indica que no se aflija, pues la niña está en la gloria, y las cabras, encerradas en el corral. Como se ve, temas cotidianos y sugerentes para un medio rural con una secular cultura pecuaria.
Finalizaré este tema con el conocido texto de la flor del agua: la hija del rey se levanta temprano la mañana de San Juan para recoger en la fuente «la flor del agua». El jarro se le rompe antes de llegar a la fuente, donde encuentra a la Virgen; ésta le ofrece un jarro de plata antes de marcharse, y la joven le pregunta acerca de lo que le reserva el porvenir. La Virgen se lo predice. Hay versiones abundantes de la Cabrera, del Torío, de Sahagún y de Sajambre en el Romancero de León.
Este particular tema, muy conocido todavía en el medio rural leonés, de la recogida de hierbas o el uso benéfico del rocío en la mañana de san Juan, me da pie para el segundo apartado en que he dividido los temas de la religiosidad, que sería el de las supersticiones.

2.La superstición:

La Iglesia estableció, desde los tiempos más antiguos, que la fiesta del nacimiento de San Juan había de ser una de las cinco más importantes del año litúrgico, junto con las de Pascua, Navidad, Ascensión y Pentecostés. De este modo, la Iglesia se aseguraba de que las celebraciones cristianas por el nacimiento del precursor no serían menores que las que festejaban los pueblos con otras religiones, acostumbrados a recordar el paso de la mitad del año con pólvora y luminarias. Ya en un libro del siglo XV, el Flos Sanctorum o flor de los santos, se relacionan nueve razones por las que San Juan fue siempre tenido en tanta consideración: la primera porque Santa Isabel (su madre) y María (la madre de Jesús) tuvieron el mismo mensajero, que fue San Gabriel. La segunda porque la propia Virgen hizo de ama del niño recién nacido levantándole del suelo nada más nacer. La tercera porque Dios permitió que el padre del niño, Zacarías, que había quedado mudo por incrédulo, recuperara el habla. Cuarta porque San Juan tuvo la honra de señalar a Jesús con el dedo pronunciando las palabras “He aquí el cordero de Dios”. La quinta porque descendió a advertir a los ocupantes del limbo que Jesucristo había venido. Sexta porque antes de ser concebido ya tenía nombre. Séptima porque nació venciendo a la naturaleza que había sentenciado definitivamente a su madre a no tener hijos. Octava porque ya sabía su nombre nada más nacer. Novena porque alabó a la Santísima Trinidad hasta el extremo de hacer exclamar a una de sus personas, el Hijo, que nunca nació de mujer persona tan grande como San Juan Bautista.
Por todo esto y por haber sido santo antes que nacido, viniendo al mundo como el lucero antes que el sol, la Iglesia quiso festejar su nacimiento, el único junto con el de Jesús que celebran los cristianos. Éstos, por su vida y muerte ejemplares y por la predilección en que Dios le tuvo, le hicieron patrono de múltiples oficios siendo invocado por sastres, tejedores, peleteros, curtidores, pellejeros, talabarteros, cardadores de lana, toneleros, arquitectos, albañiles, músicos y chantres, cuchilleros, pajareros, fondistas, deshollinadores, restauradores y viticultores, entre otros. Al conjuro de su nombre desaparecían meteoros como el granizo, enfermedades como la epilepsia o el delirio del baile y sensaciones negativas como el temor. Era asimismo protector de la vida y la muerte, en las embarazadas y en los condenados a la última pena. Probablemente por haber vivido siempre en contacto con la naturaleza se le relaciona con el fuego, el agua, el aire y la tierra, es decir con los cuatro elementos del universo.
Con el fuego, se le relacionaba por dos motivos principales. Por una parte, porque la noche de San Juan, que era en el calendario solar la del solsticio, se aprovechaba para encender hogueras en las que se quemaba todo lo malo o sobrante, es decir aquello de lo que uno podía o debía prescindir para iniciar un nuevo período con la casa renovada. De hecho, muchos muebles, enseres y objetos viejos tenían la fogata como fin porque su presencia en el hogar o en las tenadas se hacía superflua. Con las cenizas de ese fuego solsticial que había sido saltado un número impar de veces hacia un lado y hacia el otro y alrededor del cual se habían cantado canciones, se solucionaban multitud de problemas referentes a la salud y en particular a afeciones cutáneas como erupciones, sarna o grietas. Por otro lado, algunas de esas hogueras eran pisadas en vez de saltadas para proteger y sanar los pies y sus enfermedades. Tanto en el caso de la hoguera como en el de sus rescoldos parece que el efecto buscado era una lustración o purificación cíclica relacionada con el momento del año (en el que el día iba a comenzar a ser más corto), con los productos que se habían de cosechar poco después o con la salud, elementos todos primarios y fundamentales para la vida humana. Pero también cabe atribuir la relación de San Juan con las luminarias y con sus cenizas a dos hechos claros: san Mateo habla de que el propio Cristo denominó al precursor “lámpara encendida y luciente” y por otro lado sabemos que, según la tradición, los restos del santo fueron quemados hacia el año 362, cuando se descubrió su sepulcro en Sebaste en tiempos de Juliano el Apóstata.
La relación de San Juan con el agua viene también de tiempos muy antiguos. Muchos topónimos nos recuerdan que las ninfas ocupaban, en épocas primitivas y según las creencias prerromanas, las fuentes y lugares en que un manantial o un pozo de agua corriente tuviesen, por una u otra razón, cualidades terapéuticas. Eran especialmente veneradas aquellas fuentes locas o santas en que el caudal se interrumpía repentinamente para volver a manar con misterio. Muchas de estas aguas tenían asociado, en particular en el oeste de la península, a un dios llamado Bande o Bandue que fue sustituido, ya en tiempos cristianos, por santos diversos pero especialmente por San Juan. Lugares como San Juan de Bande, en Orense, por ejemplo, son topónimos redundantes pues repiten el nombre de dos divinidades, del mismo modo que términos como hontalbilla duplican el concepto agua (fonte albilla o fuente de agua). Pues bien, San Juan, cuya iconografía nos recuerda abundantemente el episodio del bautismo de Cristo en el Jordán, quedó ligado para siempre con el agua y sus virtudes. Y no sólo con el agua de las fuentes y manantiales, como hemos visto, sino con la superficie de cualquier río o mar, que adquiría virtudes excepcionales en la noche y la madrugada citadas, o con el mismo rocío de la mañana cuyo contacto sanaba lepra, sarna y cualquier otro tipo de dolencia cutánea, además del reumatismo,. La cualidad que adquirían las aguas al amanecer se conocía popularmente como “la flor del agua” y se atribuían a San Juan las propiedades que tenía la superficie cristalina, entre las que no era la menor la de dar la felicidad -muchas veces en forma de matrimonio dichoso- a quien era capaz de reconocer y coger dicha flor. Algunas muchachas creían que mirando en una jofaina el agua recogida de una fuente la noche de San Juan recibirían respuesta a cualquier pregunta relacionada con su futuro matrimonio:
Ahora que estoy aquí / antes que de aquí me vaya
Le quería preguntar / si tengo de ser casada…
Dice una versión del romance de Cascantes de Alba.
También con el aire y su purificación tenía relación nuestro santo: algunos textos muy viejos narran que en el día de San Juan ciertas gentes quemaban “los huesos de todas las bestias que podían juntar, y esto porque así lo solían hacer los antiguos, pues había unos dragones que volaban por el aire y nadaban por el agua y andaban por las tierras, y así emponzoñaban el aire y el agua y la tierra, de lo que muchos morían. Y contra este veneno hacían fuegos de los huesos de las bestias por las tierras, por consejo de los sabios. Y este humo aéreo los hacía huir, y porque esta pestilencia se producía mayormente en este tiempo en que son los días grandes y las calenturas muy afincadas, por eso lo hacían en la fiesta de San Juan y todavía lo hacen en algunos lugares hoy en día”, nos dice un texto medieval.
La tierra, finalmente, era otro de los elementos tradicionales con que se relacionaba a San Juan y su fiesta. De hecho, la vida eremítica desarrollada por el precursor, le hizo vivir en el desierto alimentándose de productos como miel silvestre y bayas. Tampoco es extraño, por tanto, que quienes han intentado explicar las conexiones entre nuestro santo y la recogida de plantas y semillas durante la noche del 23 al 24 de junio, recurran al tópico de que todas las hierbas, incluso las malas, las venenosas, pierden su poder maléfico y son purificadas por el rocío de esa noche. El doctor Laguna, célebre científico segoviano que estudió la materia medicinal de muchas hierbas y plantas y que comentó el tratado de Dioscórides, aseguraba que la verbena, también llamada peristereon o incluso hierba sagrada, se denominaba así por ser útil para purgar la casa de adversidades si se colgaba en algún lugar visible. Además de ésto, hervida en aceite y aplicada como emplasto servía para resolver los dolores de cabeza antiguos y pertinaces, así como para fortificar los miembros inferiores, soldar las venas rotas y despedir por sudor los cuajarones de sangre recogidos en alguna parte del cuerpo. Otras plantas, como el corazoncillo o el helecho, de las que se aseguraba que sólo florecían la noche de San Juan, tenían aplicaciones diversas, bien recién cortadas, bien desecadas. Respecto al helecho, el Doctor Laguna tiene un parrafo que es un testimonio personal inexcusable en este apartado, pues escribe: “No puedo disimular la vana superstición, abuso y grande maldad (no quiero decir herejía), de algunas vejezuelas endemoniadas, las cuales tienen ya persuadida a la gente de que la víspera de San Juan, a la media noche en punto, florece y grana el helecho. Y que si el hombre no se halla allí en ese momento, se cae su simiente y se pierde, la cual simiente alaban para infinitas hechicerías. Yo digo a Dios mi culpa, que para verla coger, una vez acompañé a cierta vieja lapidaria y barbuda tras la cual iban otros muchos mancebos y cinco o seis doncelluelas mal avisadas, de las cuales algunas volvieron dueñas a casa. Del resto no puedo testificar otra cosa sino que aquella madre reverenda y honrada, pasando por el helecho las manos -lo cual no nos era a nosotros lícito- nos daba descaradamente a entender que cogía cierta simiente, la cual, a mi parecer, se había llevado ella misma en la bolsa, aunque también pudiera ser que realmente se desgranase el helecho entonces, pues por todo el mes de junio están aquellos flecos en su fuerza y vigor...”
Pasemos a otro tema en el que la Iglesia siempre puso mucho cuidado para evitar abusos supersticiosos:
Desde los primeros tiempos del cristianismo se atribuyó gran importancia al hecho de venerar los restos de los cuerpos de aquellas personas que vivieron con Cristo o que le imitaron. La creencia se basaba en un principio de simpatía ya que lo que hubiera tocado o estado en contacto con un cuerpo santo guardaba sus cualidades. Al producirse los primeros martirios entre los cristianos se añadió a la costumbre anterior la de conservar y respetar los restos de aquellos cuerpos que habían sido testigos de una fe y habían recibido la muerte por defender sus ideas. Sus ropas, los objetos que habían tocado y, por supuesto, sus reliquias se convertían así en fuente de inspiración para la exégesis y en ejemplo para el pueblo. Para contener esos restos se erigieron capillas, ermitas o iglesias y se colocaron los restos debajo del altar mayor. Sin embargo, debido al interés que suscitaban en nuevas comunidades, se comenzó a dividir en partes esas reliquias y a fragmentarse los vestigios, de modo que se crearon relicarios para contener cada parte de los restos. La costumbre generó esos abusos a los que antes me refería y que fueron advertidos y enmendados por el Concilio de Trento al dejar en manos de los obispos o del Papa el uso de los sagrados restos, confiando en su criterio para desterrar la superstición o las “ganancias sórdidas”. En cualquier caso, fueron muy frecuentes los pequeños colgantes para contener reliquias, conocidos con el nombre de relicarios, que se añadían a veces a los collares o collaradas como si fueran una joya más. El uso de símbolos colgados del cuello tiene un origen común a las religiones mahometana y cristiana, pues en ambas se usaban desde épocas remotas, por ejemplo, los escapularios o talismanes para liberar a los recién nacidos de su condición de seres sin conciencia. Esos escapularios tenían en muchos casos oraciones o signos escritos o dibujados y su uso era tan frecuente que muchos predicadores y numerosos concilios proponen su eliminación basándose en el carácter ambiguo de su significado así como en lo dudoso de su origen. Una de las oraciones más frecuentes, además de fragmentos de los cuatro textos Sinópticos –lo cual da muy a menudo a esos escapularios el nombre genérico de “evangelios”-, es la del Justo Juez, que precisamente comienza con las palabras “Justo Juez y Redentor…”. Para hablar de la popularidad de la oración, me basta un ejemplo: Quevedo, en el Buscón, nos narra la aventura que éste tuvo con un compañero de viaje, prolífico autor, quien escribía sobre cualquier tema que se le viniese a la mente: "-Oiga vuesa merced un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil vírgenes, en donde a cada una he compuesto cincuenta octavas, cosa rica... -Yo, por excusarme de oir tanto millón de octavas le supliqué que no me dijese cosa a lo divino, y así me comenzó a recitar una comedia que tenía más jornadas que el camino de Jerusalén". Ambos viajeros se detienen en una posada -seguimos escuchando a Don Pablos- "y hallamos a la puerta más de doce ciegos; unos le conocieron por el olor y otros por la voz; diéronle una barbanca de bienvenido. Abrazólos a todos y luego comenzaron unos a pedirle oración para el Justo Juez en verso grave y sentencioso, tal que provocase a gestos; otros pidieron de las Animas... recibiendo ocho reales de señal de cada uno". El Buscón ve el negocio tan provechoso y elemental que, al poco tiempo y dándose una ocasión propicia, se hace poeta de lance para los copleros, pudiendo de este modo decir con toda razón: "Ciegos me sustentaban a pura oración -ocho reales de cada una-; y me acuerdo que... fui el primero que introdujo acabar las coplas, como los sermones, con aquí gracia y después gloria".
Parece evidente, pues, que el uso de nóminas o papeles colgados del cuello es antiquísimo y entre cristianos y musulmanes se adopta con tanto fervor como recelo despertaba en los ministros de ambas religiones, pues en ocasiones podía comportar un abuso que lo acercara a la superstición. La leyenda de que los moros habían introducido en España la costumbre de llevar colgadas palabras para defensa de males del espíritu hizo sospechar a muchos exégetas acerca de su origen y de su efecto en las almas. Sin embargo es evidente que se han seguido usando hasta hoy y que han sido muy frecuentemente los conventos y monasterios de diferentes órdenes religiosas femeninas los que han contribuido a la difusión masiva de esos escapularios en los que se metían cuidadosamente fragmentos de los textos de Lucas, Marcos, Juan y Mateo, en ediciones diminutas salidas en los cuerpos más pequeños de diferentes imprentas de España (Santarén, Díaz de Rada, etc.) y se bordaban primorosamente para prenderse sobre las ropas o la cuna de los recién nacidos.
A veces esos pequeños relicarios venían en forma de tarjetas en las que se había impreso una oración al santo correspondiente. Muy populares fueron las dedicadas a San Antonio con el texto latino “Si quaeris miracula…”, es decir el “Si buscas milagros mira”, que sabían prácticamente todas nuestras abuelas y aplicaban para encontrar los objetos o animales perdidos. En los pliegos vendidos por los ciegos solía ir unida esta oración al Romance de San Antonio y los pajaritos, otro de los grandes éxitos de siempre del repertorio popular.

3.Los mitos:
No es León tierra muy dada a historias de hadas y duendes pero abundan todavía las historias sobre brujas y curanderos. Las primeras se aparecen al caminante en forma de remolino en cualquier sendero y los segundos siguen teniendo numerosísima clientela que, aun perteneciendo a la Seguridad Social, continúa siendo fiel a la Cruz de San Benito o a los Evangelios bordados por las monjitas de éste o aquel convento, como he dicho hace un momento. Los seres fantásticos, como fantasmas, sirenas, moros y ánimas han sido muy frecuentemente alimentados por la literatura popular. En la tradición, San Miguel era determinante pues tenía a su cargo la tarea de pesar las almas para decidir si sus buenas obras en la tierra habían superado en abundancia y densidad a las malas. San Miguel fue, desde siempre, el patrono de los caldereros, romaneros y campaneros (por eso había tantas campanas que recibían su nombre); es bien sabido que a cada campana se le bautizaba y que los libros de cuentas de fábrica de las Parroquias de muchas villas y pueblos leoneses están salpicados de referencias a campaneros que visitaban la localidad, llamados por una u otra parroquia para sustituir una campana rota por una nueva, fundida en horno preparado a propósito por tales artesanos que casi siempre eran nómadas. Los feligreses corrían con los gastos de leña, acarreo de la misma y honorarios del campanero, así como con lo que costase dotarla del yugo de madera (que solía hacer un carretero) y las sogas correspondientes. Es curioso que además de su oficio de pesador de almas algunos autores consideren a san Miguel como protector de los toros. Tal costumbre procede, posiblemente, de su primera aparición en la tierra, que la hagiografía sitúa en la localidad de Gárgano hacia el año 390 de nuestra era. En esa ocasión, San Miguel protege a un toro que, descarriado del resto de la manada, está a punto de ser sacrificado por su dueño, muy enojado por haberse ido a situar el animal en un lugar inaccesible. Al lanzar una flecha envenenada con la intención de matar a la pobre bestia el viento modifica su dirección y la flecha regresa para clavarse en el arquero que la había disparado.
Pero volviendo al tema de las almas, la Iglesia siempre veló por mantener la devoción a las ánimas del Purgatorio, de las que se hicieron múltiples novenas con sus correspondientes gozos – que se cantaban- en los que se subrayaba la importancia de sacar de los tormentos a familiares o amigos fallecidos. Recordemos las palabras del “Rompe rompe mis cadenas”, tan cantado en León:
Una chispa que saliera
De este fuego tenebroso
Montes y mares furiosos
En un punto consumiera
Ya que podéis, estas llamas
Compasivos apagad:
Cuán terribles son mis penas
Piedad, cristianos, piedad…
Otra de las tradiciones arraigadas sobre el tema del más allá, en este caso durante la Cuaresma, era la interpretación, en el templo o en el ámbito familiar, del Rosario de la buena muerte, haciéndose entre el solista y el resto de los fieles que se constituía en coro
Por la jornada que hiciste
del cielo al mundo a salvarnos

Dadnos, Señor, buena muerte,
por tu santísima muerte.
La muerte era algo natural en el medio rural y, ya desde la infancia, el ser humano estaba preparado para aceptarla con una resignación filosófica; en un pequeño pueblo, por ejemplo, nadie estaba ajeno al hecho de que se llevara el viático a un enfermo antes de expirar: por ello, todos los niños de la escuela salían para acompañar al sacerdote cantando: "Ya sale Dios de su casa/vestido de carne humana"... Si el caso era grave, las campanas doblaban de vez en cuando para que los vecinos -estuviesen trabajando en su casa o en algún pago cercano- tuviesen presente en sus oraciones al moribundo. Determinados augurios eran tomados como mal presagio o anuncio de próximo fallecimiento, Así, si un perro aullaba de noche cerca de una persona enferma, se decía que venteaba a la muerte; si una mariposa blanca yendo en tu misma dirección te alcanzaba, te llegaban noticias de la muerte de un familiar; si un moribundo escuchaba en el lecho de muerte "los tres golpes de San Nicolás", era aviso de fallecimiento inminente... Si una persona moría y era hermano de una cofradía, los cofrades se encargaban de amortajarle, velarle y llevarle al composanto; en otro caso, era la familia la que se ocupaba de todos estos trámites, organizando en la propia casa el velatorio. Durante siglos pervivió la costumbre de las obsequias, también conocida como "dar caridad", consistente en que los deudos del finado ofrecían una comida (generalmente vino, pan y queso) a los sacerdotes que celebraban las exequias y a los acompañantes del entierro; tal circunstancia dio origen a determinados abusos que provocaron prohibiciones por parte de la Iglesia, partidaria más bien de que esas manifestaciones de dolor se redujeran a una limosna que después se pudiera repartir entre los pobres. Si el muerto era indigente, el traslado al cementerio se efectuaba en unas andas, cubierto el cadáver con una sábana, para darle tierra allí cristianamente.
Naturalmente las manifestaciones de dolor eran diversas según el grado de afecto que se tuviera a la persona fallecida, pero por lo general se guardaba en su memoria un luto prolongado: en algunas localidades había mujeres que desde la infancia hasta la ancianidad vestían de negro, pues enlazaban unos lutos con otros. La Iglesia quiso prohibir desde hace muchos siglos las manifestaciones exageradas o extemporáneas de dolor, penando con la excomunión incluso a quienes pagaran a mujeres para que lloraran y plañeran en el entierro de un familiar; cuidó también de que sólo los parientes más cercanos al finado se tomaran la libertad de mantenerse cubiertos o embozados en el templo pues, con la excusa del dolor, parece que todo el mundo se llamaba andana a la hora de descubrirse durante la consagración.


4.Los ritos:
Durante siglos el individuo fue creando una liturgia y se preocupó de repetirla cíclicamente para que las relaciones de su realidad con otros planos diferentes encontrasen una vía vinculante y una conexión satisfactoria con el mundo superior. También precisaba hacerlo bien (rite, rectamente) para lo cual organizaba determinados actos, oficiados con unas formas de culto que ejercitaba y reiteraba cuidadosamente, sirviéndole esa repetición al mismo tiempo para mensurar su propia existencia y darle un sentido. Todo eso en el ámbito público y en el orden social. En el personal, el individuo trataba de combinar sus creencias con la veneración a determinadas imágenes que, situadas en iglesias, ermitas o santuarios, le obligaban a viajar o a desplazarse para acceder a esos lugares sagrados. El viaje es, desde los tiempos más antiguos, una traslación del propio cuerpo provocada por ese impulso que servía para aliviar la inquietud del ser humano; era una aventura personal en la que una abierta predisposición valertaba los sentidos para el descubrimiento. En tal dirección se entiende el concepto de viaje como actitud, que movía al individuo a abandonar su hogar y su familia, lo conocido, para andar, sólo por un ideal, un camino incierto y dificultoso, con muchas posibilidades de sufrimiento.
Para el individuo de cualquier época siempre tuvieron los padecimientos un significado, fuera éste el de un castigo por alguna posible falta cometida o fuese tal vez la simple aceptación histórica o cultural de la existencia del mal o del dolor, pero a partir del cristianismo se les empieza a dar un valor específico. El dolor purifica, el sufrimiento es una catarsis por medio de la cual el espíritu se libera de culpas y así el viaje y sus penalidades son un excelente símbolo de la propia vida del cristiano que tiende hacia otra existencia mejor, plena de sentido y absolutamente deseable. Y si es cierto que todos los rituales imitan un arquetipo divino nada mejor para simbolizar este rito de egresión que presentar una figura sagrada en traje de peregrino desarrollando su camino en un tiempo místico e invitando al hombre o a la mujer a realizar el viaje reparatorio. De hecho, dentro del material poético y musical creado sobre la figura del peregrino, su oficio y su andadura, destacan aquellas tonadas y romances en los que un personaje sagrado pasa por algún lugar vestido de romero y repartiendo bienes. Si la figura de un dios peregrino por la Tierra es herencia exclusivamente indogermánica según afirma Jacobo Grimm no lo sabemos, pero la historia de Ceres deambulando en busca de su hija Proserpina o la narración de Júpiter y Mercurio recorriendo la región de Frigia y acogidos generosamente por los ancianos Baucis y Filemón remontan la costumbre de favorecer al peregrino a diferentes mitologías y a etnias diversas.
Sin duda esa visión deificante fue alentada, cuando no creada, por los propios caminantes, que observaron la ventaja que podría reportar al viajero la simple sospecha despertada en sus anfitriones de que pudiesen albergar en su casa a Cristo o a un santo.
Fuese ésa la razón o no, lo cierto es que la canción siempre tuvo utilidad para el caminante que, andando a veces de sol a sol, con su propia sombra como único testigo del paso del tiempo, entonaba algún tema relacionado con su situación o bien alguna evocación sobre su tierra y sobre su gente para aliviar el paso con la nostalgia: hay, por tanto, canciones y romances que santifican el oficio o la figura del peregrino y destacan el valor de su acción. Es conocido el interés que siempre tuvieron los vendedores ambulantes, ciegos y viajeros -muchos de ellos portadores de literatura volandera- por desarrollar una corriente de simpatía hacia sus personas y su actividad. Los romances sobre la aparición de pobres, mendigos o caminantes que ponen a prueba la generosidad de personas o pueblos y que finalmente desvelan su personalidad divina, son abundantes y no precisamente gratuitos en las tierras leonesas, tan surcadas de caminos jacobinos. En algunos romances se insiste en la aureola que rodea al peregrino o peregrina y que parece proceder de una belleza interior. Es esa belleza o la seguridad de hallarse ante un personaje sobrenatural y favorable lo que tranquiliza a quienes tienen la suerte de observarlo. Tal sucede en el romance de "La devota de la Virgen en el yermo" al padre de ésta, quien acepta que su hija se vaya en compañía de la Virgen:
-Despierte, señor mi padre,/ despierte su señoría
que en el su palacio andaba/ la Santa Virgen María
que me viene a mí a buscar/ para dir en romería.
-Yo bien siento que te vayas/ porque otra hija no tenía
pero si vas con la Virgen/ ve con la bendición mia...
En la canción de "La divina peregrina", el resplandor persistente de la Virgen parece provocar en el narrador, peregrino también, unos inesperados sentimientos amorosos y absolutamente humanos hacia la sagrada aparición:
Camino de Santiago/ con grande halago
mi peregrina/ la encontré yo
y al mirar su belleza/ con gran presteza
mi peregrina/ me enamoró...
Desde el punto de vista de la funcionalidad del relato, tampoco parece improcedente esa exaltación del sentimiento, pues al final se cumple uno de los objetivos primordiales de toda peregrinación, que es, en suma, el arrepentimiento de algún pecado y la petición de su perdón. Eso al menos espera conseguir el viajero y para ello afronta las penalidades e inquietudes del camino, como en el caso del romance dieciochesco de "La romera perdonada", que narra el viaje de una joven, hija del gaditano Pedro Acil de la Fuente, hasta la ciudad santa para poder demandar al Papa su absolución a un exceso juvenil. La decisión del Papa y su dispensa utilizan los mismos términos y tienen el mismo significado que la indulgencia concedida a los primos que viajan a Roma y se postran ante el Padre Santo en el famoso romancillo de los primos que van a Roma:
Caminito de Roma/ van dos romanos
porque han pecado siendo
primos hermanos.
Y el Papa les pregunta/ que qué querían
Confesar un pecado/ que ellos tenían.
Y el Papa les ha echado/ de penitencia
que no se den la mano/ hasta Valencia .
El interés por santificar, por canonizar la figura del peregrino queda patente, por fin, al repasar la hagiografía cristiana donde aparecen nada menos que trece mártires y varones virtuosos que alcanzaron los altares con el nombre de San Peregrino y tres vírgenes y mártires llamadas Santa Peregrina.
Existe también un tipo de literatura o poesía que alerta acerca de las dificultades que los caminantes van a encontrar durante su periplo y hasta el regreso a su lugar de origen. Uno de los textos más explícitos en ese sentido es el de las "Hermanas reina y cautiva" o "Las hijas del Conde Flores", que relata el reencuentro de dos hermanas en tierra de moros. El texto parece derivar de antiguos relatos legendarios difundidos por la Península Ibérica que contaban el caso, frecuente durante toda la Edad Media, de que unos peregrinos fuesen asaltados por ladrones, bandidos o piratas. Otro romance en el que se denuncia otro de los peligros más habituales del camino es el conocido en León como "El Conde preso", cuya primera versión es recogida en la Flor de enamorados e incluida después en la Primavera y flor de romances. Donde, sin embargo, se relatan mejor los detalles del hecho y se comprenden perfectamente sus pormenores es en algunas versiones portuguesas como ésta que voy a transcribir al castellano en la que se apela a la justicia de Dios que llega de mano del apóstol Santiago.
Preso va el Conde, preso,/ preso va y a buen recaudo
no va preso por ladrón/ ni por hombre haber matado,
por violar una doncella/ que venía de Santiago.
No bastó dormir con ella/ sino dióla a su criado.
Acometióla en la sierra/ lejos de lugar poblado
dejándola allí por muerta/ sin darle el menor cuidado.
Lloró tres días, tres noches/ y más habría llorado
si no es que Dios siempre acude/ a amparar al desdichado.
Por allí pasara un viejo/ un pobre viejo soldado
sus barbas blancas de nieve/ y su bordón en la mano,
conchas trae en la esclavina/ sombrero de ellas cercado.
Acercóse a la romera/ con amor y con agrado:
-No llores más, hija mia,/ que ya has por demás llorado
que ese villano de Conde/ preso irá y a buen recaudo.
Llevó con él la doncella/ el buen viejo del soldado,
van a presencia del Rey/ donde el Conde era llevado:
-Yo te requiero, buen Rey,/ por el apóstol sagrado,
que en ésta la su romera/ el fuero sea guardado.
De ley divina es casarse/ de humana, ser degollado,
que no valen hidalguías/ donde Dios es agraviado.
Dijo el Rey a su consejo/ con el rostro demudado:
-Sin más demora este hecho/ quiero yo desembargado.
-Visto está el hecho, visto/ juzgado está y bien juzgado
o ha de casarse con ella/ o si no, ser degollado.
-Pues me place, dijo el Rey,/ el verdugo sea llamado
o casa con la romera/ o aquí será degollado.
-Vengan cuchillo y verdugo,/-respondió el acusado-
antes muriera mil veces/ que vivir avergonzado.
Allí oiríais al viejo/ al buen viejo del soldado:
-Mala justicia hacéis, Rey,/ mal hecho tenéis juzgado;
primero casar con ella/ y después ser degollado.
La honra se lava con sangre/ mas no se lava el pecado.
No había dicho estas palabras/ y la espada había arrojado,
quita insignias de romero/ tira armas de soldado
y en traje de santo obispo/ aparece transformado,
su mitra de piedras finas/ de oro puro su cayado.
La mano de la romera/ con la del Conde ha juntado,
con palabras de presente/ allí los ha desposado.
Lloraban los que lo veían/ lloraba más el culpado,
llorando pedía la muerte/ por no quedar deshonrado.
Lo absolvía el santo obispo/ contrito de su pecado.
De allí lo llevan por muerto/ ni el verdugo fue llamado,
justicia de Dios fue aquella:/ antes de una hora es finado,
pero acogió aquella alma/ el apóstol consagrado
que no era otro que el romero/ el obispo y el soldado.

Como vemos, en el repertorio tradicional abundan los ejemplos en los que todos los peligros son conjurados y resueltos por la mediación sobrenatural. Podríamos retroceder para explicarnos esa tendencia al caso paradigmático de las Cantigas y comprobar cómo numerosos poemas resumen las creencias pretéritas. En concreto los números 26, 33, 49, 157 y 159 recogen algún milagro de Santa María en relación a unos romeros. El primero cuenta la historia del peregrino que, antes de emprender el camino de Santiago de Compostela, comete el pecado de acostarse con una mujer; el demonio se le aparece en figura del apóstol, le convence de que debe cortarse el miembro con el que pecó y después suicidarse pues su falta no tiene otra solución. El romero le hace caso, se mutila y muere; de inmediato aparecen los diablos que se llevan su cuerpo, pero al pasar por una ermita sale Santiago protestando de que hayan utilizado su figura para engañar al incauto y propone que la Virgen decida el caso en juicio. Santa María resucita al peregrino aunque sin devolverle aquello "con que fora pecar". Como dice Gonzalo de Berceo al glosar el caso en el Milagro VIII:
Estaba de lo otro sano y aun mejorado
fuera de un hilillo que tenia atravesado
pero de la natura, cuanto que fue cortado
no le creció un punto, quedó en mal estado.
Entre los santos, la Iglesia siempre contó con algunos -el propio Santiago, Santa Brígida, San Amaro, San Geroldo- a quienes el peregrino se podía encomendar con la certeza de que su demanda de ayuda sería elevada de la mejor forma posible hasta Dios o la Virgen. De San Geroldo, a quien la iconografía presenta atravesado por una lanza y vestido de peregrino (a veces también con una palma), hay abundantes leyendas -casi todas centroeuropeas- acerca de sus innumerables viajes y de la autobiografía que se encontró junto a su cadáver. De Santa Brígida o Birgit, que nació con medio siglo de diferencia con respecto al anterior, también hay abundantes relatos de los desplazamientos a Santiago (con su esposo) y, ya siendo viuda, a Roma -acompañada por su hija Catalina- y a Jerusalén y los Santos Lugares. De San Amaro, francés y nacido en el siglo XIII como San Geroldo, tenemos unos gozos que todavía se cantan en aquellas parroquias que conservan su novena y que dicen:
Más de una vez te encontraron/ esperando en los caminos
a los pobres peregrinos/ que a ti cansados llegaron
y cargártelos miraron/ con un esfuerzo inaudito,
intercede por nosotros/ Amaro, santo bendito.
La iconografía de muchos de estos santos, aparte de otros detalles importantes, nos revela la indumentaria del peregrino: el bordón o bastón (con el que el viajero avezado podía calcular la distancia que le separaba de un punto en el horizonte), el sombrero de ala ancha, la calabaza y el zurrón de piel de ciervo. El rosario y una caja o tubo de hojalata para guardar los documentos completaban el atuendo externo.
A veces, se habla también de la esclavina, como en este texto en el que es el mismo Dios quien, por intermedio de una peregrina, se asegura de que se cumpla su justicia en la Tierra:
En la ciudad de León/ Dios me asista y no me falte,
vive una fermosa niña/ fermosa de lindo talle.
El Rey namoróse della/ y de su belleza grande,
aún no tiene quince años/ casarla quieren sus padres.
El Rey le prende al marido/ que quiere della vengarse,
ella por furtarse al Rey/ métese monja del Carmen.
Allí estuvo siete años/ a su placer y donaire,
de los siete pa los ocho/ a Dios le plugo llevarle.
Por los palacios del Rey/ peregrina va una tarde
con su esclavina ahujerada/ sus blancos hombros al aire.
Lleva su pelo tendido/ parece el sol cuando sale.
-¿Dónde vienes peregrina/ por mis palacios reales?.
-Vengo de Santiago, Rey,/ de Santiago que vos guarde
y muchas más romerías,/ plantas de mis pies lo saben.
Licencia traigo de Dios: /mi marido luego dadme.
-Pues si la traes de Dios/ excuso más preguntarte.
-Sube, sube, carcelero/ apriesa trae esas llaves
y las hachas encendidas/ para alumbrar a este ángel.
Dios os guarde, condesillo/ harto de prisiones tales.
-Dios os guarde, la condesa,/ porque siempre me guardasteis.
-No pienses que vengo viva,/ que muerta vengo a soltarte,
tres horas tienes de vida,/ una ya la escomenzastes,
tres sillas tengo en el cielo/ una es para tú sentarte,
otra para el señor Rey/ por esta merced que hace
y otra será para mí/ pues mi alma de penas sale.
Estando en estas razones/ oyera al gallo cantare.
Adiós, adiós que me voy/ ya no puedo más hablarte
que las horas de este mundo/son como soplo de aire.

En los cuatro apartados mencionados hasta aquí se mantienen las vías por las que llegaron a hombres y mujeres del medio rural esos conocimientos religiosos y creencias: las que hundían su venero en las épocas paganas, las paganas que se cristianizaron y las exclusivamente cristianas. Si pagano viene de pagus (que en latín significaba tierra: por eso los primeros cristianos llamaban paganos a los rústicos que seguían aferrados a antiguas costumbres y a los dioses del campo), entonces no es extraño que todo lo pagano esté entroncado con celebraciones en honor de elementos naturales como el agua, el fuego o la misma tierra que permitían o condicionaban el crecimiento de las cosechas –por tanto el alimento y la futura siembra-.
Algunas épocas del año en las que también se detecta todavía hoy cierto paganismo sólo son explicables si se las contextualiza dentro del calendario cristiano, como el Carnaval. A pesar de la innegable influencia de prácticas y formas foráneas en la celebración de dicho período, se van recuperando costumbres y rituales cercanos en el tiempo y en el espacio que devuelven el sentido original –menos espectáculo y más participación personal- a una fiesta que podría resumirse en el lema “el mundo al revés”. Rituales de inversión como el Carnaval pero más cristianizados, son también las fiestas de Santa Agueda y del Obispillo que aún se mantienen en algunos pueblos. Alrededor de la primera se han reforzado las cofradías femeninas acrecentando el número de hermanas y el interés por la celebración que suele extenderse a lo largo de varios días. Ya sabemos que Agata o Agueda, hija de un noble de Catania según nos cuenta Santiago de la Vorágine, sufrió tortura y todo tipo de humillaciones por parte del cónsul de Sicilia Quintiliano, quien no dudó en someter a la joven a innumerables malos tratos hasta llegar al hecho que define a la santa como protectora de los males en el pecho de la mujer. Escribe Vorágine: “Quintiliano mandó a sus esbirros que laceraran a la joven en uno de sus pechos y que luego, para aumentar y prolongar su sufrimiento se lo arrancaran lentamente. Mientras estaban cumpliendo esta orden, Agueda dijo al cónsul: -Impío, cruel y horrible tirano, ¿no te da vergüenza privar a una mujer de un órgano semejante al que tú, de niño, succionaste reclinado en el regazo de tu madre? Arráncame no uno, sino los dos, si así lo deseas: pero has de saber que aunque me prives de éstos, no podrás arrancarme los que llevo en el alma consagrados a Dios desde mi infancia y con cuya sustancia alimento mis sentidos”. Tras la extirpación Quintiliano ordena que la encierren sin alimento y sin cura, prohibiendo terminantemente que ningún médico accediera a la cárcel. Agueda recibe la visita nocturna de un anciano quien, bajo la excusa de que conocía la forma de curar los pechos le pide a la joven que se los enseñe. Ésta se resiste y alega que tiene a su disposición el poder de Jesucristo que con una sola palabra restaurará lo dañado. En ese momento el anciano se descubre como un apóstol enviado por Cristo, en concreto San Pedro, y le sana, retirándose después en medio de un gran resplandor. Quintiliano insiste en su maligno propósito pocos días después al ver que Agueda está curada y pretende quemarla viva, aunque al intentarlo se produce un terrible terremoto y posteriormente un levantamiento popular a favor de la joven que disuade de nuevo al tirano y Agueda es devuelta a la prisión donde ruega a Dios que la lleve de la tierra al cielo. Al morir es acompañada por un cortejo de jóvenes bellísimos que aportan una lápida para poner sobre su tumba. En la lápida se leía la inscripción “Mentem sanctam, spontaneam, honorem Deo et patriae liberationem”, lo cual quiere decir “tuvo un alma santa; se consagró al Señor decididamente; dio honor a Dios y alcanzó el premio de la vida eterna”. Este último epitafio aparece desde hace siglos en numerosas campanas que están dedicadas a ella y su consagración a Dios como esposa se recuerda en los ramos que se le interpretan todavía en algunos pueblos leoneses como Vegacerneja:
Virgen y mártir gloriosa / remediad nuestra aflicción
Escuchad nuestra oración / por ser de Dios digna esposa.
Todos estos tema y muchos otros que requerirían un curso entero, se han cantado y se siguen cantando, a pesar de todo. Como reflexión final diría que tal vez el hecho que más ha influido en la consideración de la tradición como fenómeno cultural, es el cambio producido en la comunicación y aprendizaje de los conocimientos antiguos, que pasan de ser ”cultura vivida” –es decir, incorporada e integrada en la propia existencia- a ser “cultura aprendida” -esto es, vinculada a un tipo de aprendizaje o instrucción menos natural, aunque, como es evidente, mejor eso que nada.