29-03-2007
En el derecho consuetudinario -esa asignatura siempre pendiente de un estudio profundo y sereno-, la noción del bien común se hereda del derecho romano y se extiende al uso común cuando se trata de propiedades o elementos como el agua o la tierra que se pueden utilizar y se deben cuidar comunalmente. Por desgracia en nuestros día se ha ido perdiendo la costumbre de los trabajos colectivos, importantes no sólo por la intención solidaria que presuponían sino porque creaban un sentido de responsabilidad compartida cuando los problemas eran de todos.
Para la sociedad de hoy, sin embargo, son otros los bienes comunes, pudiendo destacarse por su trascendencia e interés, la información y el patrimonio. En especial este último obliga a una atención permanente y extrema para evitar la paradoja de que, en unos tiempos en los que existen tantas normativas que regulan la protección de los bienes patrimoniales, se valore tan poco su defensa desde determinados ámbitos de la misma sociedad. Miguel Delibes describía magistralmente este contraste en su obra Un mundo que agoniza: lo verdaderamente progresista en nuestra época es ser conservador. Y además él extendía el concepto de patrimonio al medio natural, ese que sufre a diario agresiones sin que se susciten más reacciones que el mero comentario personal o la estéril visión pesimista de la situación. El paisaje puede ser, en los próximos años, -tanto como la arquitectura popular o el patrimonio industrial que queda, que son cada vez más residuales- un patrimonio fundamental a proteger y a valorar por todos, implicándonos personal y colectivamente en la defensa de un bien cuyas principales cualidades, la belleza y el disfrute en común, necesitan todavía de una cierta tradición para ser comprendidas y estimadas en toda su magnitud. Conviene advertir que el turismo de nuestros días, con apariencia de panacea de todas las cosas pero caótico y depredador, no deja de ser como una carrocería sin motor. El turismo por sí solo no tiene sentido ni futuro si se olvida que únicamente se moverá con la fuerza que generen el patrimonio cultural y el patrimonio natural. Ese es nuestro reto en la actualidad y esa es la responsabilidad en la que todos deberíamos estar empeñados.
Pero es una verdad incontestable que el ser humano aprecia poco lo que tiene y, frecuentemente, lo valora más cuando lo ve en manos de otra persona. Podemos extasiarnos ante un mobiliario de la época de los Reyes Católicos, pero nos deja indiferentes un romance que ha sobrevivido cinco siglos de boca en boca. De vez en cuando aparece, sin embargo, un Menéndez Pidal entusiasmado que, afortunadamente para todos, extrae la piedra preciosa depositándola con exquisito cuidado en un expositor donde, bajo una luz adecuada, muestra toda su belleza; así podemos sentir un legítimo y natural orgullo por ser los únicos poseedores de un género que entusiasmó a los hermanos Grimm, a Goethe, a Hegel, a Lord Byron, a Chateaubriand, a Washington Irving y a tantos otros literatos y artistas que quedaron deslumbrados ante tal maravilla. ¿Ha cambiado algo desde la época en que ellos se embelesaron ante esas obras de arte? Las obras de las que se enamoraron, apenas; se ha enfriado, eso sí, el entusiasmo por nuestro propio patrimonio y se ha venido a debilitar el uso de la palabra -esencial para el romance- y el aprecio por lo verbal en un mundo de imágenes fijas o estereotipadas que, paradójicamente, es cada vez menos imaginativo. El conocido dicho de que una imagen vale más que mil palabras se contradice con la reflexión de que nada supera la fuerza del lenguaje, capaz de evocar, es decir de hacernos imaginar lo que no está ante nosotros. La imagen, a veces, sin embargo, puede constituir un guiño, un signo de complicidad entre autor (sea éste fotógrafo, realizador, director de cine, etc.) y espectador, por el cual se ofrecen lenguajes profundos o contenidos polisémicos cuyas claves se comparten.
En cualquier caso, un bien cultural -cualquiera que sea- no se mantiene si no se valora y no se valora si no se entiende; al no entenderse no se practica y llegamos así a la conclusión de que la vergüenza sentida por muchos habitantes del medio rural hacia su patrimonio espiritual y material, motivó el que se huyera de las raíces y no se participara en ningún aspecto de la vida que le emparentara a uno con lo rural y menos aún con cualquier tipo de tradición.
Nuestros tiempos no son precisamente fáciles para la cultura popular. Italo Calvino decía que el gesto más instintivo del individuo contemporáneo es el de arrojar cosas a la basura. Se lleva la cultura de usar y tirar, de lo violento, de lo desmedido. En los rincones de la vieja casa, sin embargo, aún se pueden encontrar, si arrimamos la luz adecuadamente, restos del espíritu que animó durante siglos el conocimiento, antes de que la industria o la tecnología ensoberbecieran al ser humano hasta extremos ridículos. Es probable que la artesanía, la poesía o el canto popular, en sus formas más sencillas, no estén de moda. Se lleva lo étnico, lo extranjero, lo ruidoso...Pero recurrir a los sentimientos, a lo esencial, a la vida, siempre tendrá sentido y nos situará frente a los demás con el bagaje de la tradición, que es el equipaje de la veneración por el patrimonio, por la belleza y por la ternura. Que no es poco.
Se hace cada día más necesaria, sin embargo, una reflexión seria y profunda sobre la cultura tradicional, sus agentes -que son nuestros antepasados- y sus beneficiarios, que somos nosotros mismos. Creo que uno de los peligros inherentes a un mundo tan variable y veloz como el nuestro es la imposibilidad de ejercitar esa introspección. Reflexionar significa plegarse, doblarse sobre uno mismo, y contemplarse a la luz de lo que nos rodea. Los medios de que la sociedad dispone para el intercambio de ideas y para la comunicación de conocimientos, nos invitan a lo contrario: a contemplar y no pensar, a ser espectadores pasivos de casi todo.
La reflexión sobre lo propio, el hallazgo de lo patrimonial en nuestra forma de ser y en nuestra educación, representa el reto más glorioso al que puede enfrentarse el individuo de hoy: descubrir lo esencial del pasado e incorporarlo sin traumas al futuro. Redescubrir el sentido verdadero y cardinal de los objetos cotidianos o del lenguaje comunicador pueden servirnos para colocar al ser humano en el lugar que le corresponde, que es el de inventor y usufructuario de la realidad.
De un tiempo a esta parte parece que algunos conocimientos que han llegado a nuestros días gracias a la transmisión verbal, comienzan a ser considerados por archivos y museos como material inventariable. Esto supone, afortunadamente, una oportunidad espléndida para revisar conceptos o teorías acerca de dichos conocimientos y su forma de comunicarlos, ya que las circunstancias en que se había producido hasta ahora la entrega y valoración de toda esa sabiduría complementaria e intangible, han variado considerablemente durante el último siglo. Hoy podríamos llamar cultura a la forma de cultivar la propia identidad; calificaríamos de patrimonial a la cualidad y procedencia de lo que se trasmite, denominaríamos tradicional al modo en que se entrega y recibe ese conocimiento y, por último, serían escrito, oral, visual o gestual los sistemas seguidos para transmitirlo. Pues bien, precisamente esos sistemas constituyen el armazón intelectivo sobre el que se basa el patrimonio que ahora se ha comenzado a denominar inmaterial.
El proceso de creación y repetición de algo tan sencillo como una canción, por ejemplo, pasaría de la inicial observación y percepción de algo, a la interiorización y conversión de ese algo en imagen intelectiva sobre la que se crearían (haciendo uso de estructuras poéticas, musicales o gestuales) unas fórmulas cuya memorización permitiría después usar cada vez que fuesen necesarias. La aceptación posterior de esas fórmulas por parte del colectivo social cercano al individuo que las crea, convertiría dichas fórmulas en un recurso normalizado cuya transmisión avalaría la funcionalidad de su uso. Aunque todos los pasos son necesarios en ese proceso, es evidente que el individuo y su capacidad para imaginar y crear constituyen el elemento más determinante. La necesidad de transmitir lo experimentado constituiría el segundo paso, al que sucedería finalmente la aplicación y repetición de esa experiencia. Es esa repetición y aplicación la que convertiría lo subjetivo en objetivo sin llegar a ser tangible. La materialización de lo subjetivo, es decir su puesta en escena, vendría a significar el último paso de un largo y complicado proceso que se quiere reducir injustamente a un solo acto por ser precisamente lo más inventariable y por tanto sujeto a jurisprudencia. Creo que la UNESCO, que últimamente anda muy interesada en definir lo inmaterial, no debería caer en la tentación de querer sacrificar la complejidad en aras de la normalización o de querer dar más importancia a la repetición frente a la capacidad creativa que es el motor del individuo.
Hoy día, eso sí, parece que hay una tendencia a hacer uso de la cultura patrimonial verbalizada y tradicionalizada para complementar el estudio de la historia, para ayudarse en los trabajos de sociología o antropología o para sustentar teorías lingüísticas o filológicas. Se ha encontrado, al hacer uso de las versiones facsimilares grabadas directamente de la boca de los especialistas y almacenadas en diferentes soportes más o menos duraderos, la posibilidad de convertir ese material, aparentemente inerte, en fuente de estudio y comparación, de ahí la importancia que se da actualmente a la recuperación de grabaciones históricas tanto de audio como de imagen.
Todos estos aspectos están siendo estudiados por la UNESCO para proponer programas de acción a los gobiernos que estén decididos a proteger y preocuparse por el patrimonio inmaterial. Me preocupa, sin embargo, que la propia definición de ese patrimonio intangible no incluya la palabra “mentalidad”, que sería la que mejor definiría las estructuras del intelecto sobre las que el individuo basa la creación de las expresiones de estilo tradicional. Esa mentalidad sería el soporte imprescindible y primario para la creación y a ella se incorporarían posteriormente las formas de expresión y, finalmente, la puesta en escena o materialización de esas formas. Y esa mentalidad, precisamente, es la que se está perdiendo de forma irremediable. Nos preocupa que se derribe un edificio histórico o un monumento, nos enerva que se atente contra un paisaje o un contorno protegido pero asistimos impasibles a los ataques desmesurados contra nuestra propia mentalidad, inerme ante las máquinas de guerra cuyas entrañas, como el caballo de Troya, nos llegan constante y eficazmente, llenas de enemigos.
No quisiera dejar con estas palabras una sensación pesimista, sin embargo: me gustaría pensar que la apuesta que hoy puede hacer esa pequeña parte de la sociedad preocupada por su pasado y por su futuro, es una apuesta plural: es decir, se apuesta por los textos pero también por los contextos; por el pensamiento pero también por los signos que lo representan; por la difusión del conocimiento pero también por el análisis; por el desarrollo de la sociedad, pero también por el individuo que la origina y la alienta; por la economía, pero también, y principalmente, por ese tipo de cultura que tiene que ver con el cultivo de uno mismo; por el progreso, pero también por el respeto al entorno y al paisaje como elementos imprescindibles para comprender mejor las cosas pretéritas y las que todavía quedan por llegar.