01-08-1984
Es curioso observar, aun en las personas aficionadas al folklore, una especie de fatalismo ante el deterioro aparente de formas tradicionales o el desinterés general (sobre todo ciudadano) por la sabiduría popular.
Se califica todo de anticuado y, cuando no, al menos se recurre al tan traído y llevado "progreso" para justificar nuestro lamentable abandono cultural. Y, sin embargo, no debemos subestimar cualquier esfuerzo por conservar o adecuar esos conocimientos a los tiempos presentes; no podemos olvidar que una civilización, por muy sofisticada que sea, puede ir unida a un empobrecimiento total de las formas espirituales, llegándose a negar la importancia de la creación individual. Un pueblo aparentemente incivilizado, por contra, puede tener perfectamente resuelto su esquema social o de relaciones y pueden ser sus individuos admirables creadores artísticos.
Por supuesto que una defensa a ultranza de la cultura tradicional consituiría una postura errónea; nuestro siglo es el siglo de los "ismos", y cientos de escuelas y tendencias pretenden disputarse el privilegio de entrar en la Historia sin conseguirlo. Este constante cambio va a terminar algún día; de eso estamos seguros. Y en ese momento, convendrá que hayamos almacenado el máximo número de elementos tradicionales para que nuestros descendientes puedan seleccionar aquello que necesiten o sea funcional para su propia subsistencia.
La Etnomusicología y los trabajos de campo han tenido en este sentido un resultado concreto y así vemos como en la actualidad Instituciones y Organismos se ocupan; a nivel local sobre todo, de la publicación de Cancioneros y Romanceros; el trabajo de campo se organiza creando grupos en los que diferentes individualidades cubre, con sus conocimientos específicos, las carencias de otras épocas; se realizan estudios interdisciplina-rios con las consiguientes experiencias que cada ciencia puede aportar a un trabajo en común; se considera al habitante del medio rural no como una especia rara, digna de observación, sino como un individuo cuya cultura ancestral, que extiende su área de expansión a través de los siglos y las personas, le va formando poco a poco, añadiendo un conocimiento aquí y una costumbre allá hasta crear una sabiduría con base colectiva.
Pero si algo ha cambiado en la apreciación de los investigadores hacia el medio rural, también ha habido transformaciones en el propio ámbito, objeto de tales observaciones. La antigua dualidad aldea-corte, campo-ciudad, toma en nuestros días características dramáticas por la desproporción en los medios de difusión de ambos tipos de vida o modelos de sociedad. Así, la influencia de una cultura supranacional de marcado tinte urbano, ha obligado al hombre de la sociedad rural a replegar sus conocimientos hacia unos límites cada vez más estrechos mientras intentaba asimilar la avalancha de acontecimientos que se le venía encima. Es muy difícil saber discernir, entre esas novedades que a gran velocidad se suceden, qué parte puede incidir en el desarrollo y progreso material del ser humano -y por tanto beneficiarle-, y qué parte le produce menoscabo en su propia esencia. En ese aspecto las últimas recopilaciones tienen un valor trascendental; y no tanto por los datos -al fin y al cabo son sólo datos- que pudieran acrecentar el fondo de materiales compilados, cuanto por la necesidad que el campesino tiene en estos momentos de reafirmar su cultura. Tradición es entrega (tradere) y las últimas generaciones se hay inhibido, por distintas causas, de realizar esa transmisión. Cualquier esfuerzo por devolver su antigua dignidad a los ancianos -de los que, usualmente, se recogían la experiencia y sabiduría colectivas- o cualquier gesto en el recopilador que indique interés por una forma de vida menospreciada o ridiculizada en ocasiones, serán válidas y comprensibles para las nuevas generaciones; un toque de atención, una posibilidad de reflexionar para elegir solamente las alternativas que enriquezcan y desestimar aquellas opciones que vayan en favor de intereses espurios.
El trabajo de un recopilador consiste, pues, en algo más que en el simple acopio de datos. Debe convencer, con su interés y su presencia, acerca de la validez de un modo de existir perfeccionable, como todos, pero en modo alguno defectuoso o despreciable.
Porque, habremos de reconocer que la vieja concepción de comunidad rural, autosuficiente, casi perfecta en su forma, jerarquizada según normas seculares, se ve amenazada y agredida en diferentes frentes: La jerarquía establecida desaparece (los ancianos dejan de ser los portadores de cultura y experiencia para convertirse, a la luz de la nueva situación, en un elemento más del núcleo familiar; elemento incómodo en ocasiones).
Los valores tradicionales (disfrute del tiempo, vida pausada, amor a la naturaleza, contacto afectivo o sentimental con la tierra en la abundancia y la necesidad, etc.) se ven rechazados por leyes novedosas que basan sus principios en una filosofía que desestima los valores del espíritu y fomenta la ambición -al poder, al dinero- como motor de la conducta humana. La sociedad rural, habitualmente desconfiada ante los cambios o progresos, deja entrar sin cuidado en su propia casa a los medios de comunicación (comunicando exclusivamente en una dirección, claro) que no sólo inculcan un tipo de cultura ostensiblemente ajena y masificadora, sino que permiten a perfectos incompetentes opinar sobre lo humano y lo divino, viéndose esa opinión magnificada (por aquello de que el que aparece en televisión es importante) hasta el extremo de instar al expectador desprevenido a considerar lo que oye y ve como válido y aceptable, aun cuando, con frecuencia, vaya en contra de sus propias convicciones.
Es lamentable que el progreso del hombre haya radicado, aparentemente, en la drástica sustitución de unas formas de vida por otras. Esa ley, que impulsó el avance técnico del ser humano, no aceptó el equilibrio ni la convivencia entre lo antiguo y lo moderno, tomando del ímpetu de su péndulo la fuerza para sustituir lo arcaico por lo nuevo.
Pero nuestros días, que han conocido unos avances de esa novedad hasta el extremo de la sofisticación, ¿por qué no amparan ambas tendencia? ¿por qué no dejan coexistir modos de expresión enriquecedores del pasado con invenciones novedosas que procuren el bienestar de todos? Una sociedad verdaderamente civilizada y progresista debería caracterizarse por albergar en su seno, de modo absolutamente natural, a ambas tendencias.
Sin embargo, quien piense que cayeron en desuso totalmente las facultades de maestros artesanos y menestrales, de recitadores y cantores, se equivoca. Cada pieza única, cada obra irrepetible habla por ellos; y la memoria o el testimonio antiguo del oficio se hacen palpables para que su evocación y su destreza protesten contra el trato injusto que reciben de una sociedad apresurada.
Cuántas de estas historias y menesteres depertarán nostalgia en más de uno; y en nosotros la pregunta: ¿Por qué el hombre ha luchado tan denodadamente en nuestros días por liberarse de su pasado? Y, sobre todo: ¿Por qué se ha avergonzado tan a menudo de la cultura o el oficio heredado de sus mayores?
Tal vez sea ésta una pregunta que requiera demasiadas respuestas, pero, al menos, merecería la pena que nos detuviéramos de vez en cuando a meditar sobre ella.
Es una invitación cordial que hago a las personas presentes en este acto y a aquellas otras que con evidente benignidad han considerado mi trabajo en favor de la cultura tradicional como un esfuerzo digno y merecedor de una mención tan grata y emocionante como la que hoy se me otorga.
Y digo emocionante, porque no deja de serlo para cualquier castellano o español bien nacido, que su nombre aparezca junto al de Don Claudio Sánchez Albornoz, a quien tantas veces hemos admirado como persona y como investigador. Y emocionante es, asimismo, que hayan sido las asociaciones comuneras de Palencia, Madrid y Barcelona, es decir, los propios castellanos, quienes nos hayan favorecido con su elección.
Nuestro agradecimiento, pues, y nuestra promesa de continuar trabajando como hasta ahora con la ayuda de todos.