02-08-2001
Mi primera visita a Nueva York, allá por el año 1967, incluía, entre los momentos más atractivos, una entrevista con Moses Asch, viejo sindicalista y luchador por las libertades y, sobre todo, alma mater de un sello discográfico llamado Folkways Records, en cuyo catálogo se incluían grabaciones documentales de etnias y grupos insólitos. La entrevista, no hay que decirlo, fue provechísima para mí, además de una espléndida oportunidad de conocer de primera mano cómo se podía hacer una gran labor con mínimos medios. A la salida del despacho de Moses Asch éste me entregó una colección de discos entre los cuales se encontraba uno que justifica todo este preámbulo: "Sephardic Songs, by Gloria Levy" (canciones sefardíes por Gloria Levy). Tan pronto como pude escucharlo quedé admirado de que un ama de casa sefardí hubiese sido el punto de mira de los responsables de la casa Folways, habiendo tenido oportunidad de elegir a alguien más "profesional". Cuanto más lo oía más se me parecían las canciones a esos retazos de romances que ya había tenido oportunidad de recoger en algún temprano trabajo de campo y que, sin embargo, hasta aquel momento no me habían parecido merecedores de una grabación seria, a través de la cual pudiesen entrar en el futuro. Esta perplejidad duró poco y decidí incorporar al repertorio que normalmente interpretaba en recitales una de aquellas piececitas tan sencillas y agradables; elegí el tema "Abridme galanica" y sobre él hice un pequeño arreglo.
A fines de ese mismo año se me presentó la oportunidad de grabar mi primer disco gracias a una oferta de Carlos Guitart, por entonces responsable del departamento artístico de Sonoplay, joven empresa discográfica que completaba los servicios de productos que Movierecord -la casa reina de la publicidad en aquella época- ponía en el mercado. Guitart, productor cuidadoso y crítico exigente, me sugirió que "Abridme Galanica" fuese la puerta de un disco que, grabado en abril y mayo de 1968, dio después bastante que hablar a críticos y a público y que hoy día (treinta y tantos años después) sigue vendiéndose. Para Guitart aquella bellísima canción debía de ir acompañada, dentro del repertorio general del disco, por alguna hermana menor, justificando así una pequeña explicación a un público mayoritario acerca de los sefardíes y su sorprendente andadura. En breve plazo y siguiendo tales consejos puse manos a la obra para crear algo que estuviese a la altura de la Tradición.
Aquí debo hacer un inciso para confesar que ya desde mis primeros recitales, hacia el año 1966, incluía en los programas algunos temas compuestos por mí, aunque sin reconocer en ningún momento mi autoría o especificar que no fuesen tradicionales. Nunca tuve vocación de cantautor y desde luego prefería -en esa primera época por lo menos- atraer al público de mi edad hacia el mundo de la Tradición por el método que fuese, antes que satisfacer mi vanidad con el hecho tan nimio de haber compuesto cuatro o cinco temas.
Retomando el tema en el que estábamos, elegí un precioso texto del siglo XV y le puse música: "A tierras ajenas, quién me trajo a ellas". Me atraía especialmente el tono melancólico de los versos, con esas alusiones nostálgicas a una patria, Jerusalén, hacia la que siempre se volvían los ojos y por la que siempre suspiraban los labios en los momentos adversos.
El resultado fue satisfactorio y finalmente se grabó el disco mencionado, con público; por cierto el público más musical que se podía haber encontrado, pues en las gradas del estudio 1 de Celada estaban Patxi Andión, Almas Humildes, Nuestro Pequeño Mundo y muchos otros cantantes de aquella hornada quienes, universitarios ellos, dieron perfectamente la imagen deseada y el sonido auténtico de un recital en Colegio Mayor, lugar que -por entonces- hubiese causado muchos más problemas al técnico de sonido Jean François Beaudet.
Durante el verano de 1968 proliferaron las actuaciones, llevándome una de ellas hasta Burgos, donde se celebraba un curso para profesores de español en los Estados Unidos. Tras el recital se me acercó un profesor con los ojos llenos de lágrimas y me mostró su extrañeza y su alegría por el hecho de que alguien incluyese en un repertorio escénico el tema "Abridme Galanica", que él había oido de pequeño tantas veces a su madre. Me preguntó si había estado alguna vez en Los Angeles -ciudad en la que él vivía- y me invitó cordialmente a visitarle en su casa y conocer así a su madre y otras cantoras de la comunidad. Tardé más de un año en poder cumplir el compromiso y aún estuve a punto de no hacerlo por un problema de fechas si no hubiera mediado su tozudez y su amistosa insistencia. Sólo pude aceptar durante tres días su hospitalidad pero fueron más que suficientes para comprobar la fuerza que aún tenían tradiciones antiquísimas en una familia que ya se sentía americana. José Benezra, que así se llamaba aquel sefardí de noble ascendencia y de tan generoso comportamiento, me demostró en tan poco espacio de tiempo que las buenas formas y el interés por conocer la cultura de los otros, son el principio de la convivencia en el mundo, por encima de religiones, creencias y formas políticas. Durante esos días aprendí una bendición de la mesa, muchas canciones que me enseñó la abuela Benezra y aún me dio tiempo para asistir a un servicio religioso en la sinagoga el viernes para escuchar el himno "Quién como nuestro Dios" en un español de aroma antiguo y suave. Al regresar a España decidí grabar un disco completo con temas sefardíes y dediqué algún tiempo a seleccionar el material buscando aquí y allá (en cancioneros y en el Instituto Arias Montano) algunas fuentes documentales, aunque siempre más preocupado por el resultado estético y por la interpretación cómoda que por un presunto purismo, imposible además en mi caso por el hecho de no haber nacido en esa tradición ni en la religión que en buena parte la dio origen.
Las dudas que podía albergar sobre la interpretación correcta de esos temas -dudas que más bien provenían del respeto que siempre he tenido a las opiniones de los demás- quedaron paliadas definitivamente con la frase (ya conocida por publicada en la carátula de ese mismo disco) que me dedicó una abuela sefardí: "Usted canta estas canticas con el alma; no se preocupe de más".
Ciertamente, no sé si es el alma lo que siempre he puesto en los temas sefardíes, pero su interpretación me permite -como en el caso de algunos romances- un grado de lirismo que resultaría inadecuado en otro tipo de canciones tradicionales. Además la temática y su tratamiento son con frecuencia netamente españoles y por ello cercanos a nuestra sensibilidad, tanto como podrían serlo una ronda zamorana o una albada de Soria, por ejemplo. ¿Dónde podríamos encontrar sino en la tradición hispana un texto como éste?:
A la una yo nací / a las dos me engrandecí
a las tres tenía amante / a las cuatro me casí...
Los niños españoles cantaban hasta hace poco en las plazuelas de la España desaparecida:
A la una nací yo / a las dos me bautizaron
a las tres ya tuve novia / y a las cuatro me casaron...
Tal precocidad, unida a la facultad ibérica para el piropo, facilitó sin duda a los mozos de ambas culturas retratar a sus damas con hermosas metáforas que describían su ideal de belleza de la cabeza a los pies: La frente era ancho campo, campo de guerra a veces donde Cupido, el dios del amor, plantaba su bandera; las cejas, arcos desde donde el capricho lanzaba sus dardos ineludibles; los ojos, estrellas a través de las cuales otro mundo misterioso y regalado nos observaba; la boca, corales finos, los brazos, remos; los pechos, fuentes; el vientre, arboleda. Figuras tan poéticas y sensuales enraizadas, como digo, en ambas culturas, me hacían más atractivo el descubrimiento paulatino de unos textos poéticos cuyos veneros peninsulares estaban diluidos en manantiales de aguas exóticas, peregrinas y lejanas como la fragancia de un cuento incomprensible. Las melodías me causaban una sensación semejante. Todo me era familiar y sin embargo impropio; reconozco que los días previos a la grabación de los seis discos de música sefardí que hasta ahora he hecho, pasaban por mi mente emociones paralelas a las que debieron sacudir a nuestro común padre Adán cuando le tentaron con la fruta vedada. Algo tan prohibido y de cuya probadura me apartaban con sensatos consejos varones sesudos, debía de tener, además del misterio, un encanto especial. Las dudas sobre los arreglos musicales las resolví de forma parecida a como había actuado ante el repertorio español: No podía convertirme en un simple repetidor de melodías o instrumentos de otras épocas. Me interesaba la esencia de esa música y me interesaba sobre todo porque había causado en mi interior una profunda emoción después de haber atravesado el tamiz de una formación occidental y de una cultura musical tan repleta de tendencias heterogéneas. No podía de pronto convertirme en una abuela sefardí y tratar de sublimar sus angustias o desasosiegos, sus recuerdos y alegrías. Suplantar no era el camino, sino intentar transmitir el sentimiento personal, privativo, que me había causado el encuentro con esa cultura.
Andaba por entonces dando vueltas al concepto de purismo y me veía frecuentemente, muy a mi pesar, nadando entre dos aguas; las de quienes me consideraban un purista sólo por ponerme del lado de la tradición frente a la nada y las de quienes me veían como un traidor por no cantar con voz cascada y salir en traje regional a los escenarios. Sin embargo yo entendía la tradición desde otros parámetros; quería llamar la atención a los jóvenes de mi época sobre un caudal riquísimo que estábamos malgastando gratuitamente; mejor dicho: ni siquiera lo malgastábamos porque no lo conocíamos. Nos habían engañado con un oropel carnavalesco pero nadie nos había hablado de la verdadera cámara del tesoro y desconocíamos su existencia y su verdadero valor. Muchas veces me parecía asomarme al interior de esa cámara por el tragaluz de la emoción cuando, escuchando cantar o explicar a esos depositarios de la Tradición con quienes me entretenía conversando un día y otro, se me hacía un nudo inexplicable en la garganta o tenía que mirar insistentemente si se me había terminado la cinta para disimular mis ojos húmedos. Eso no se podía imitar tampoco.
Haré un pequeño inciso para contar una curiosidad que me sucedió después de un recital en un instituto de Tudela, en Navarra, y que tardé en comprender en toda su dimensión. Aquel concierto lo había iniciado con cinco o seis temas judeo-españoles y había añadido una explicación bastante extensa sobre el contexto de las canciones. Nada más terminar la actuación se me acercó un hombre pequeño, ya entrado en años y con la cabeza encanecida, quien se presentó como un librero de la localidad. Situado muy cerca de mí, se divertía viéndome firmar algún autógrafo o responder brevemente a las preguntas de los estudiantes que al finalizar el acto habían invadido el escenario. Entre diálogo y diálogo me pedía explicaciones sobre algunas familias sefardíes de Madrid e inquiría nombres, direcciones y hechos con más interés cada vez; en un instante en que nos quedamos solos esperando al director del instituto que había quedado en recogerme para ir a cenar, me soltó de repente: "¿Es usted de los nuestros?" Con naturalidad le respondí que no, pero percibí cierta contrariedad, quién sabe si decepción, en su rostro. La llegada del director y los saludos correspondientes le permitieron alejarse sin decir adiós y abandonar el lugar sin dejar el menor rastro; poco más tarde pregunté por él a distintos comensales naturales de la localidad, no habiendo ninguno que supiera darme señas o acertara a descubrir quién pudiera ser. Cuando, meses más tarde, cayó en mis manos La Biblia en España de Borrow, me quedé de una pieza al leer en el capítulo once la conversación de don Jorgito con un extraño personaje camino de Talavera. La frase "¿Es usted de los nuestros?" que le dirige Abarbanel me hizo recapacitar sobre el encuentro de Tudela y comenzar a creer seriamente en el criptojudaísmo, concepto que hasta entonces sólo había oido a un dependiente de una librería de Madrid cuyos ojos brillaban inexplicablemente cada vez que yo iba a buscar a la tienda algún libro sobre los judeo-españoles y de quien supe poco después que era judío y que había sido despedido por llamar Paró (Faraón) y otras lindezas al dueño, un alemán afincado en España después de la segunda guerra mundial.
Para los que estaban fuera de este país, sin embargo, pronunciar el nombre de España era sagrado; he visto a muchos sefardíes de edad avanzada emocionarse con sólo mencionar a "la España" y les he oído describir calles o rincones de Toledo como si los hubiesen recorrido sin haber estado allí jamás. Esto, que a veces me parecía un exceso literario o un tópico poco objetivo, he tenido que aceptarlo como una realidad enternecedora que me ha conmovido tanto como el descubrimiento de esa poética común a la que aludía antes.
Durante el año 1972, y en una de las visitas al Instituto Arias Montano, conocí a María Teresa Rubiato, profesora de la Universidad, con quien trabé una buena amistad y en cuya casa fraguamos varios proyectos de los que hablaré en breve. María Teresa había trabajado con Manuel Alvar y le había preparado las transcripciones musicales para los libros Cantos de boda judeo-españoles y Endechas judeo-españolas. Su amistosa actitud, así como su afición a la música tradicional, permitió que con bastante frecuencia acudiésemos varios amigos a su piso, cerca de Móstoles, para ensayar o simplemente para pasar una tarde cantando juntos. Allí preparábamos recitales, allí intercambiábamos repertorio, escuchábamos nuevos temas y allí surgió -a la sombra de aquella buena armonía y de su magisterio gratuito- la idea de un nuevo disco:
Acababa de sufrir por entonces una de las desilusiones más grandes de mi vida y aunque sólo venga a cuento tangencialmente voy a contar la razón. A los dos años de la creación del grupo musical Nuestro Pequeño Mundo (a cuya formación y primeros pasos contribuí), se generó un ambiente conflictivo entre sus propios miembros como consecuencia del cual se puso en peligro la continuidad del conjunto; algunos de sus integrantes se dispersaron y comenzaron a trabajar en otros proyectos. Pocos saben, por ejemplo, que el primer disco que grabó Cecilia lo hizo acompañada por Ignacio Sáenz de Tejeda (guitarra de Nuestro Pequeño Mundo) y por Julio Seijas al poco tiempo de haberse conocido en mi casa. Precisamente con Ignacio y con otro buen amigo, Alex Kirschner, abordé la aventura de crear un nuevo grupo que no se pareciese en nada a Nuestro Pequeño Mundo y que acometiera la empresa de un repertorio enteramente español. Hicimos algunas actuaciones con un resultado alentador, comenzamos a trabajar un repertorio diverso -temas del renacimiento, canciones instrumentales, vocales,etc- y finalmente decidimos grabar un disco. Al seleccionar el material incluimos la canción vasca "O Peio Peio", del Cancionero de Resurrección María de Azkue, cuyo texto era una especie de cuentecillo encabalgado unido en todas sus estrofas por la conjunción y ("eta" en vasco). Pese a que todas las canciones que se iban a grabar tenían que pasar en aquella época por la censura, consideré que aquellos temas que habíamos elegido no contenían ni una sola palabra que mereciese la atención del censor, así que pasamos directamente al estudio y allí, en Audiofilm concretamente, registramos ilusionadamente las doce melodías elegidas. Cuando, una vez grabado el acetato, se presentó al depósito legal con sus correspondientes letras y traducciones, sufrimos el primer revés: el Ministerio devolvía el disco con un contundente y llamativo "Prohibido" rotulado en la etiqueta. Comenzaron las gestiones, las preguntas sin respuesta, las visitas, las cartas... Cuando, desesperados, acudimos por medio de un amigo a Jaime Delgado, subdirector general de Cultura, la respuesta fue: "Esa mención constante que hacéis a Eta se puede malinterpretar". El argumento nos dejó sentados y convencidos porque, en efecto, antes de salir el disco a la calle ya se había malinterpretado.
Bueno, pues todo esto viene a cuento porque yo andaba buscando, tras esa amarga experiencia de la que sólo conservo
-eso sí- uno de los discos que conseguí salvar de la destrucción, andaba buscando como digo una forma de compensar a Alex por todos aquellos ensayos y preparaciones inútiles que al final se habían quedado en agua de borrajas y he aquí que charlando un día en casa de María Teresa Rubiato surgió la idea de que las canciones sefardíes que ella cantaba tan serena y magníficamente en su cuarto de estar podrían pasar a los escenarios con el soporte musical de la guitarra de Alex. La ilusión del nuevo proyecto fue eliminando dificultades y recelos, fundamentalmente de la propia María Teresa, quien no hacía más que preguntarse cómo les podría sentar a muchas personas de su ambiente el hecho de que toda una profesora universitaria se subiese a las tablas para interpretar esas tonadas.
Dominadas esas desconfianzas y tras unos recitales de preparación que se superaron con mucho éxito, María Teresa y Alex grabaron juntos un precioso disco con un repertorio novedoso extraído en buena medida de algunas cintas recogidas en Marruecos por Manuel Alvar para sus trabajos filológicos. Esas mismas cintas me sirvieron más tarde para preparar, junto a algunas otras canciones que yo mismo había recogido, el segundo disco sefardí. Antes, sin embargo, grabé varias canciones españolas para la National Geographic entre las cuales estaba el tema judeo-español "Por qué lloras blanca niña", especialmente querido por el productor Howard LaFay. También tuve que sustituir a Alex, quien por diversas razones no pudo acompañar a María Teresa en un par de compromisos importantes; uno fue en el Colegio Mayor San Juan Evangelista y el otro en la sinagoga de la calle Balmes, aquí en Madrid, a donde fuimos invitados por el Rabino Benito Garzón. Para ambos programas echamos mano de lo más variado del repertorio que interpretábamos en ese momento y pudimos salvar la responsabilidad con resultados notables; al acto de la calle Balmes acudió Alberto Hemsi, recopilador y músico sefardí residente en París, quien nos propuso cantar juntos algunos de los temas que él había recopilado.
Como iba diciendo, hacia el año 1974 tenía ya preparado un nuevo disco de temas judeo-españoles al que titulé finalmente "En este mundo", primer verso de una de las canciones incluidas. Por esa época ya se había editado en EEUU el otro trabajo "Romanzas y canticas sefardíes", dedicándose íntegramente los beneficios a la construcción del Museo y Biblioteca del Templo sefardí de Los Angeles. Este nuevo disco, sin embargo, aun queriendo mucho al anterior, reunía un trabajo más personal tanto en recogida de datos como en arreglos y contenía por igual melodías de Oriente y del Norte de Africa. Precisamente en esta grabación incluí el tema "Juego de siempre", una de las pocas canciones que, junto al "Ramo Verde" de Sanabria he seguido teniendo como favoritas durante años y años. Como este disco coincidió con el alejamiento total de los escenarios no pude comprobar el efecto que causaban los arreglos de esas canciones ante el público, pero, al poco tiempo y con gran sorpresa recibí una oferta del Ministerio de Cultura para editar en cassette los dos discos grabados sobre música judeo-española y repartirlos por todo el mundo. Sugerí que se hiciese un buen libreto incluyendo las letras y una presentación adecuada y, aceptada la idea, la realización corrió a cargo de Jacob Hassan, Paloma Díaz Mas y Elena Romero, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. La difusión de esas Cassettes fue tan amplia, y tan diversos los puntos que alcanzó, que confieso que debo al Ministerio el privilegio de haber entrado en hogares sefardíes de Francia, Yugoslavia, Rusia, Estados Unidos, Canadá, Polonia, Venezuela, Brasil, Gran Bretaña, México y un largo etcétera, lugares desde donde después me llegaron cartas verdaderamente emocionantes. Una de las más reconfortantes llegó de Londres, desde donde el Reverendo Eleizer Abinum, persona conocida y reconocida en el ámbito sefardí, me enviaba una cariñosa felicitación por considerar las grabaciones como las mejores de su género (es decir no documentales) que había escuchado hasta entonces, prefiriéndolas expresamente a todas las americanas o israelíes conocidas.
El cambio radical que supuso en mi vida el abandono de los escenarios y la dedicación profesional a la recopilación y estudio de la cultura tradicional en Castilla y León me alejaron temporalmente de la música y de la tradición judeo-española, aunque no de sus cultivadores y depositarios con quienes siempre mantuve contactos y, sobre todo, una sólida amistad. Diez años más tarde, en 1985, volví a grabar, esta vez para el sello independiente Tecnosaga, un nuevo disco de Cantos judeo-españoles que fue presentado en la contraportada por Moshe Shaul, artífice de una verdadera resurrección de la memoria sefardí en Israel gracias a sus programas de radio y a su revista Aky Yerushalayim.
A fines del año 1988 recibí una invitación de la WDR, una de las más importantes cadenas alemanas de Radio y TV, para hacer un recital sefardí en Colonia el año 1992, coincidiendo con una fecha tan esencial para los judíos españoles. La matraca que me dio el productor durante varios meses no es para contarla; tanto es así que acepté firmar un precontrato para conseguir que me dejase tranquilo y que dejase de llamarme cada día desde Alemania. Para mis adentros pensé que, con suficiente antelación, renunciaría al concierto con cualquier excusa y quedaríamos todos tan amigos. Y así fue; cuatro o cinco meses antes del evento, que estaba anunciado para el 25 de abril, envié una larga carta al productor donde le expresaba mi bajo estado de ánimo por el reciente fallecimiento de mis padres. Le decía también que si hubiese sido un profesional tendría que haber superado esa situación con profesionalidad, pero dado que no actuaba desde hacía dieciocho años y los escenarios me caían tan lejos, me consideraba desligado del compromiso previo que habíamos firmado.
Tranquilo y más aliviado esperé la respuesta del productor durante un par de meses. Cuál no sería mi sorpresa cuando a mediados de marzo recibo una eufórica llamada suya para advertirme que todo estaba dispuesto, la publicidad en la calle y una expectación singular suscitada alrededor del recital. A mi pregunta de si había recibido una carta con la renuncia contestó que, probablemente, habría llegado a su anterior domicilio, de donde se había mudado sin dejar la nueva dirección. No hace falta decir que el cielo cayó sobre mi cabeza y que tuve que ir al recital en las peores condiciones que podrían desearse. Agobiado por la responsabilidad (el concierto se transmitía en directo a una hora de gran audiencia y por la cadena clásica), agarrotado tras años de no ensayar, preocupado por un público que podía perfectamente ser adverso...
El día del concierto hice un examen realista de la situación y encontré de nuevo la única salida en la esencia de esta música cuya suavidad me había cautivado tantas veces anteriormente. Al final del recital que se grabó en directo y que saldría en breve en compacto, volví a sentir en la reacción del público el reflejo de las emociones propias que había intentado transmitir.
La única satisfacción -y no pequeña- que me ha dado la interpretación en público por cualquier medio que sea (escenarios, discos, radio, televisión) ha sido la de llegar, frecuentemente sin saberlo, al corazón de tantas personas y haber encendido, siquiera por unos instantes, la luz de la ensoñación en su interior. Otra compensación -ésta más profesional si se quiere- es haber atraido a muchos cantantes españoles y extranjeros hacia el repertorio sefardí.
Hoy en particular, sin embargo, me queda la preocupación de haber tenido que ser demasiado subjetivo y recurrir sólo a los recuerdos personales para ilustrar esta pequeña intervención pero, a decir verdad, voy entrando en una edad en que el ejercicio de la rememoración es esencial y esas evocaiones son como nubes en tumulto que pasan una y otra vez por el cielo cansado de la memoria para fijar el pasado de forma más nítida.
Y en el fondo, todas esas desconcertadas emociones no serían sino un desesperado desaliño -el arte es un angustioso aislamiento- si no fuese por esos contactos esporádicos, distanciados, entre personas que han sentido lo mismo y por lo mismo han hecho menos doloroso el contacto del alma con la vida.
En la medida -siempre distinta, siempre variable- en que he sido capaz de ese encuentro, he sido feliz y lo sigo siendo. Muchas gracias.