11-12-2007
Creo que fue hacia 1963 cuando comencé a percibir la diferencia entre cantar en familia y cantar en un escenario. La afición musical me había llevado a formar, con tres compañeros de colegio, un curioso cuarteto en el que interpretábamos, entre otros temas, numerosos espirituales. La fuente principal para el repertorio estaba en aquellos escasos discos que nos llegaban procedentes de los Estados Unidos y que iban desde grabaciones de Jack Scott a microsurcos de The Brothers Four, The Kingston trio o The Everly Brothers. Por cierto que el vinilo de Jack Scott and the fabulous Chantones, titulado The Spirit moves me, no decía nada de que el cantante fuera canadiense y que se llamara en realidad Giovanni Dominico Scafone…En fin, cosas de la industria discográfica y de sus “mentirijillas interesadas” que he ido descubriendo con la edad. La cosa es que de ese bagaje escaso y heterogéneo yo solía preferir las grabaciones que tenían música de banjo. Me gustaba su sonido y me interesaba su origen. Con dificultad enorme pude hacerme con un instrumento traido desde Alemania que resultó ser un Hohner de seis cuerdas que me dejó bastante desilusionado. Esa quinta cuerda a mitad del mástil del banjo, que tan buenos resultados sonoros producía en los discos que oía habitualmente, seguía estando inédita para el grupo y para nuestro repertorio…Un día, por casualidad –o no- conocí a Nick Haroldson, americano errante que no sólo tocaba el banjo de cinco cuerdas sino que tuvo la paciencia suficiente para contestar a mis preguntas, para enseñarme los primeros rudimentos sobre el finger-picking y, lo más importante, para permitirme grabar con él unas canciones en las que coreábamos juntos los estribillos y le acompañaba a la guitarra. La grabación es de 1965 y tiene todavía una admirable calidad pues la hicimos en un Telefunken sobre cinta de carrete abierto y a 15 i.p.s. de velocidad. Uno de esos temas abre este CD, y lo cierra otro, muy curioso, en el que canto a dúo con Ralph Rinzler, quien fue durante años Director del Festival de Newport y posteriormente de la Smithsonian Institution, ayudando a “descubrir” en su trabajo como recopilador a grandes intérpretes como Bill Monroe o Doc Watson. Ralph había formado parte como mandolinista del trío The Greenbriar Boys y había acompañado a cantantes como Dion o Joan Baez en varios discos, siendo frecuente acompañante de Bob Dylan en sus presentaciones en el Greenwich Village. Hicimos tan buena amistad que cada vez que venía a España se alojaba en casa y hacíamos unas sesiones musicales muy informales pero muy sabrosas. De una de ellas está tomado el tema que se incluye, grabado en 1975 en el Uher que yo usaba para el trabajo de campo.
Bueno, pues tras los primeros escarceos con Nick pude por fin adquirir un banjo John Grey con el que ya empecé a practicar más en serio un par de estilos. Me duró poco porque se lo vendí a Ricardo Franco, el director de cine, a quien enseñé por el mismo precio esos conocimientos rudimentarios que tenía. Unos meses después compré, por consejo de Pete Seeger, un Vega long-neck que ya me acompañó para los restos y del que todavía disfruta mi sobrino Germán, extraordinario músico. En algunas grabaciones comerciales (En viaje, Europa canta) pude incluir intervenciones fragmentarias de banjo aunque nunca llegué a hacer un disco completo con él por miedo a meterme en serio con un instrumento tan complicado.
La música, en cualquier caso, era lo único que existía para mí en aquellos años 60 y el recuerdo más nítido que tengo es el de pasar horas y horas, tumbado de espaldas en la alfombra de mi habitación, mirando los adornos de la lámpara de cristal –tan trasparentes y frágiles como esa libertad con la que soñaba-, mientras escuchaba a Bob Dylan o a Paco Ibáñez. Por cierto que la influencia de éste sobre la gente de aquella generación e incluso posteriores me sigue sorprendiendo agradablemente: al ir a buscar al autor de la canción Yerushalayim shel zahav (Jerusalén de oro) comprobé que era una compositora, Naomi Shemer, quien había tomado de una canción vasca que había escuchado a Paco Ibáñez las primeras notas de la melodía. El mundo es un pañuelo…
Respecto al resto de las grabaciones, se hicieron algo más tarde en casa de mis amigos Elena Casuso y Luis de la Fuente, quienes ya tenían un buen micro Shure y un cassette Tandberg de indudable calidad. Gracias a su minucioso cuidado para conservar y almacenar estas cintas se ha podido recuperar el sonido “doméstico” pero más que aceptable que se puede escuchar en el CD. No se observa, porque no hicimos nunca una grabación en video, la manera heterodoxa que tenía yo de tocar la guitarra, con tres dedos, sí, pero no el pulgar, índice y corazón, sino pulgar, corazón y anular, dejando el índice extrañamente inmóvil. Todavía hay gente que se pregunta cómo puedo conseguir el efecto deseado siendo mucho más difícil hacer independiente el movimiento en los dedos que uso. Yo tampoco lo sé, pero así es la cosa. Todas estas grabaciones habrían quedado inéditas si no hubiese sido por la generosidad de José Ramón Pardo y José María Iñigo quienes, en un programa de RNE, se interesaron recientemente por cintas antiguas, de la época en que ayudé a Nuestro Pequeño Mundo a formar un repertorio o incluso a grabar los primeros temas que salieron en Movieplay (el banjo que se escuchaba en “Sinner man” o en “Drunken sailor” lo tocaba yo). O tempora, o mores…