Joaquín Díaz

LA NATURALEZA


LA NATURALEZA

Texto para el CD del Museo de Zamora sobre la Naturaleza

02-09-2005



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El cielo y la tierra
El entorno en el que el ser humano desarrolla su vida tiene, para todos aquellos que muestren una mínima capacidad de observación, dos ámbitos distintos en los que el individuo se desenvuelve con diversa fortuna y con los que mantiene una relación directa y vital. En primer lugar está el cielo, ese espacio inmenso situado sobre nuestras cabezas que contiene los astros (sol, luna, estrellas, planetas) y en el que se generan los meteoros (el viento, la lluvia, el frío, la nieve, el calor); además el cielo es el ámbito en el que se sitúa a Dios y su morada más natural, a donde van a parar las almas de los bienaventurados –una por cada estrella- en recompensa por su buen comportamiento y cuya inabarcable extensión está surcada por un camino llamado via láctea que tiene en la tierra un reflejo denominado camino de Santiago. En segundo lugar tenemos esa tierra, el suelo, en cuya superficie sólida el campesino siembra para obtener una cosecha que le permita alimentarse y sobrevivir pero que además está surcada por multitud de venas de agua de las que beben y viven los animales, las plantas y las personas. Bajo esa tierra situaban los antiguos un mundo oscuro, atravesado por túneles y habitado por seres habitualmente maléficos, y allí vinieron los cristianos a colocar el infierno. No es momento ni lugar para analizar qué queda hoy de todas estas creencias pero sí convendría advertir que el inconsciente es un reservorio muy adecuado para mantener todos aquellos conocimientos que la razón no puede explicar, bien porque su origen legendario los haya convertido en patrimonio arqueológico sobre el que ya no es dado reflexionar, bien porque en verdad se nos escapan a la observación o a la explicación natural y el tiempo los ha transformado en una parte del código genético. No tiene otro sentido el hecho de que cualquier persona, sea o no creyente, mire todavía al cielo cuando habla de un Ser superior y también cuando le ignora. La comunidad científica se divide y, mientras una parte acepta las teorías de Darwin o atribuye el origen de las especies al desarrollo y la evolución a partir de la materia, otra parte vuelve a buscar para el ser humano un nacimiento legendario. En cualquier caso, los conocimientos tradicionales están anclados en el puerto de la seguridad y rara vez se adentran en el proceloso mar de la incertidumbre. Lo atávico tiene más prestigio que lo razonable, de ahí que al individuo del siglo XXI, tan informado y tan informático, le resulte difícil desprenderse de esa forma de sabiduría que es mitad experiencia y mitad superstición. ¿Cómo se explica que la luna siga teniendo ese sentido misterioso, oculto y dañino frente a la claridad del sol, si no es por la pervivencia de unas creencias ancestrales en la leyenda de la Creación dual (Dios y el demonio) del mundo? El influjo perverso de la luna y el benéfico del sol marcan desde el nacimiento los caracteres de algunas personas tanto como el signo astral y sus áreas de influencia. La suposición de que la luna representa lo femenino y el sol lo masculino ahonda en una vieja pero reiterada enemistad entre sexos que llega hasta nuestros días y que imagina a ambos astros con figura o rostro humanos, tema muy estudiado por la iconografía.
Los meteoros
Otra muestra palpable de las reminiscencias de una Creación dual en que el bien y el mal se enfrentan es la leyenda del arco iris –símbolo del pacto entre Dios y los hombres- y los vanos intentos del diablo por hacer un arco más grande que abarque todo el cielo. Todavía hay quien supone que en el comienzo de ese arco hay una cabeza de serpiente o que el puente multicolor aparece cuando el diablo va al mar o al río a beber. Esas diversas formas que adopta el arco están reflejadas no sólo en leyendas sino en cancioncillas infantiles como aquella que dice:
Cuando llueve y hace sol
Sale el arco del Señor.
Cuando llueve y hace frío
Sale el arco de los judíos.
Cuando llueve y hace aire
Sale el arco de los frailes.
En realidad, cualquier meteoro, sea viento, tempestad, lluvia, granizo, nieve –hasta los turbiones o remolinos causados por el viento que se pensaba que eran almas de muertos o “brujas”- tenía una explicación popular. ¿Quién no ha escuchado que las gotas de lluvia son lágrimas de los ángeles? ¿Quién no ha visto algún dibujo de los vientos –esos que se llevaron a María Sarmiento- con cara de persona y soplando a dos carrillos? ¿Quién no se ha santiguado o se ha encomendado a Santa Bárbara cuando ha escuchado una exhalación y su correspondiente trueno? Desde el Renacimiento, algunos libros como los Almanaques crearon una mentalidad con ribetes de fantasía y tintes científicos, que unía la meteorología a los presagios y combinaba los horóscopos con los astros. En el conocimiento popular estaba establecido que la inquietud de las hormigas o la aparición de las arañas indicaba que la lluvia estaba próxima, circunstancia que podía corroborarse también si el sol se ponía con cerco rojo. Esos mismos Almanaques difundieron hasta la saciedad los caracteres físicos y morales que se supone correspondían a cada individuo según los signos del zodíaco, de modo que una persona nacida bajo la influencia de Tauro o de Sagitario ya tenía determinado desde la cuna cuál había de ser su futuro comportamiento así como sus dolencias y carencias físicas. El influjo de esos libros y de las creencias que difundían contribuyó grandemente a crear un repertorio de dichos, oraciones, conjuros, que quedaron en la educación popular como tradicionales y que todavía se usan naturalmente sin reflexionar sobre su origen o su veracidad.
La tierra
En lo que respecta a la tierra, e independientemente de la relación directa entre el individuo y el terreno, escritores, pensadores, poetas o moralistas cantaron a lo largo de siglos las excelencias de una ideal dependencia entre el individuo y el medio rural, dependencia que existió en tiempos pretéritos y que nunca debió perderse. Ya Columela achacaba los males físicos y espirituales de sus conciudadanos al hecho de presumir neciamente de algo en sí mismo viciado, “no ver el sol ni al salir ni al ponerse”, y recomendaba vivamente adquirir una finca “en un lugar próximo a la ciudad” como remedio a aquel vacío existencial y aun como solución para una buena economía. A mediados del siglo XII, un sevillano agrónomo y escritor –Ibn al-Awwam- resumía en un libro de agricultura toda una filosofía oriental asegurando que quien dedicara su quehacer a este arte en el medio rústico habría de conseguir por él “con el favor de Dios, cuanto es necesario para la vida”. Siglos más tarde, el también defensor del campo y sus particularidades, Alonso de Herrera, va a dedicar un completo tratado (por cierto todavía vigente en muchos de sus aspectos desde que fue editado en 1513) a la vida rural y sus trabajos, afirmando rotundamente que la existencia campesina está exenta de pecados y “quita pesares”. Abundantes manuales de agricultura y guías del labrador jalonan los siglos XVIII y XIX con avances mecánicos que posibilitan la industrialización y mecanización progresiva de las actividades agrícolas y ganaderas. Al mismo tiempo, surgen en las ciudades y fomentadas por las clases medias, nuevas asociaciones de excursionistas y de amigos del país que llevarán a una parte de la sociedad urbana al medio del que fueron saliendo sus antepasados atraídos por misteriosos oropeles urbanos. Allí volverían a descubrir que antiguas formas del culto a la diosa griega Demeter y algunas otras de la liturgia debida a la diosa romana Ceres, ambas protectoras de cualquier tipo de agricultura realizada sobre la tierra cultivada por el hombre, se mantenían todavía milagrosamente –arraigadas y cristianizadas- en fiestas tradicionales de Vírgenes y Santos. Con la misma admiración descubren, quienes salen de la ciudad espantados de sus desventajas, que el mundo no se reduce a enormes edificios ni al tráfico constante. Desgraciadamente, actúan en ese territorio que se les antoja virgen con idéntica actitud que los antropólogos del XIX al encontrar “culturas” diferentes de la suya...Es probable que se requiera una educación previa, una deseable tradición de respeto hacia el campo y la naturaleza, que nos aclare nuestros deberes antes de pensar en el partido que podemos sacar de su disfrute. Bosques, humedales, montes y corrientes de agua se ven hoy día invadidos, azotados, torturados y manchados por gentes que desconocen e ignoran voluntariamente el resultado de sus acciones. Y no podemos olvidar que, previamente a todo esto o tal vez como preparación a la situación actual, había desaparecido el respeto a la naturaleza entre muchos de los habitantes del medio rural, que eran quienes más obligación tenían de mantenerlo, por convivir con ese entorno y depender en buena parte de su relación con él. Como decía antes, es fundamentalmente la actitud del ser humano la que ha cambiado, sustituyendo convivencia por dominio, pasando de actitudes prudentes o humildes a prepotentes, prefiriendo dependencia a autonomía, despreciando todo aquello que no esté integrado en un mundo de progreso y tecnología.
Pese a la transformación evidente sufrida en la apreciación de las últimas generaciones hacia una naturaleza en peligro, muchos de los individuos de esas generaciones todavía han llegado a tiempo de recibir, y acaso mantener, como un pequeño tesoro entre sus recuerdos infantiles, algunos elementos dispersos pero aún perceptibles de esa manifestación de respeto y veneración hacia el medio natural. Y no hablo de romances antiguos como el de “La infantina” (todavía recordado en zonas de León y Zamora) que era una demostración clara de principios dendrolátricos, sino de costumbres más populares y difundidas como el mayo –que se cristianizó en la cruz de mayo de San Felipe y Santiago- o las marzas –que se han venido a renovar y recuperar en algunos lugares en los últimos años-, cuyo simbolismo principal radicaba en la convivencia entre el ser humano y el entorno. Los quintos de cada año, elegidos por la propia sociedad en una edad ritual para llevar a cabo determinadas funciones, se encargaban de buscar un árbol, cortarlo, llevarlo hasta el pueblo, ponerlo de pie, prolongarlo y adornarlo y finalmente quemarlo para extender sus cenizas por las tierras; esta relación duradera y casi familiar con pinos, chopos, álamos, negrillos o cualquier otro tipo de árboles, no sólo tenía un simbolismo especial sino que marcaba la vida de un individuo como luego vendrían a jalonarla las cosechas anuales. Los viejos libros de agricultura recomendaban sembrar en creciente y recoger en menguante, y del mismo modo las antiguas tradiciones se consideraban útiles y beneficiosas porque relacionaban a los individuos con sus orígenes y les comunicaban directamente con sus antepasados, seleccionando al recoger los conocimientos del pasado y plantando los elementos de la necesaria renovación. Ese dilatado marco extendía la sombra de la experiencia sobre muchas generaciones, confiriéndoles una beneficiosa protección y una seguridad colectiva. Así se entendían otras costumbres como las de los ramos, también practicadas por los quintos, que repetían las ofrendas de fertilidad año tras año en los balcones de las mozas casaderas para crear ese entramado humano llamado pueblo que se establecía sobre la consuetudo y crecía en el solar familiar. Niñas y niños, mozos y mozas, hombres y mujeres maduros, y viejas y viejos cumplían su papel sin dilaciones y con escasas dudas. Otras fechas cruciales para el ciclo estacional, como los solsticios, venían a recordar en forma de hogueras y flores de agua el pacto del ser humano con la naturaleza. Ese pacto llegaba hasta el extremo de utilizar la poesía, la forma de expresión más refinada y elegante con que el hombre contaba, para manifestar en hermosas metáforas su admiración por la mujer y la tierra, imprescindibles en la continuidad de la especie. Así, en canciones como “El retrato”, que solía interpretarse en el mes de mayo, iba comparando el cuerpo de la amada con flores, frutos y elementos de la naturaleza (el lirio la nariz, la boca el clavel, los pechos fuentes, el botón de oro, la arboleda, etc.).
Determinados oficios, particularmente aquellos que hacían autónoma en recursos a una comunidad, estaban relacionados también con las materias y productos que proporcionaba el entorno, especialmente la madera de los árboles. Con la madera se construían cabañas y casas, así como vallas para proteger la propiedad y el ganado. Con ella hacía el hombre muebles que le servían para sentarse, para dormir, para comer. Con ella también fabricaba carros y aperos para trabajar en el campo. En la casa, utilizaba madera para arcones, ruecas, tornos, devanaderas y telares en los que tejía y guardaba sus vestidos. De ella hacía hasta los platos, cuencos y cubiertos con que se llevaba el alimento a la boca. Ya en el trascurso de las primeras civilizaciones los individuos descubrieron que, además de ser un recurso muy rico, la madera ofrecía el mayor valor en el hecho de ser un material vivo y en constante evolución, así como en la circunstancia de ser renovable. De la raíz a la copa, pasando por el tronco, ramas y follaje, todo en el árbol era útil, tanto en la naturaleza (fijación de terrenos, fotosíntesis, etc) como separado de ella. De esa manera, e indudablemente acuciado por la necesidad, pronto descubrió asimismo el ser humano la posibilidad de crear herramientas que le sirviesen para cortar, ensamblar y tallar mejor la madera. Así fueron naciendo las sierras, las hachas de labra, las azuelas, raseros, cepillos, garlopas y guillames, formones, barrenas y taladros, berbiquíes, clavos, escofinas y limas, que le ayudaron a perfeccionar un oficio muy valorado dentro de las pequeñas comunidades rurales. Oficios como el de ebanista, carpintero, carretero o cubero estaban muy relacionados con el de herrero, ya que buena parte de las herramientas de los primeros se hacían en la fragua del segundo. Con el tiempo se fueron creando cofradías y gremios que agrupaban a los individuos por oficios; en esos gremios se aprendía a trabajar en determinadas actividades y se valoraba más el buen trabajo. De ese modo los jóvenes comenzaban como aspirantes en la jerarquía y llegaban a ser maestros artesanos para poder enseñar a otros los secretos de la buena labor. Otros quehaceres artesanales también guardaban relación, siquiera indirecta, con los productos de la naturaleza al transformar las pieles o la lana de los animales o al servirse de barro, ya crudo ya cocido, para crear formas y recipientes útiles y bellos. La arquitectura y la indumentaria son testigos –eso sí, cada vez más escasos- de la importancia que el adobe o el vellón tuvieron en León y Castilla durante muchos siglos; un varón no podía presumir de tal si no había conseguido hacer el número suficiente de adobes para construir su propia casa y una mujer lo era menos si no había bordado su ajuar de lana y lino y lo había mostrado a toda la comunidad orgullosamente.
Por otra parte, grandes ingenios mecánicos como molinos o almazaras sirvieron también en el medio rural para transformar y hacer más útiles los productos naturales en el proceso hasta ser convertidos en alimento. La inventiva y la creatividad, que habían ayudado desde siempre al ser humano en su intento de superar las dificultades que la naturaleza le iba poniendo (caminos y puentes acortaron las distancias y unieron poblaciones relacionando sus economías y mercados), le ayudaron también a la hora de mejorar la tecnología y perfeccionar los ingenios con los que se ayudaba en esa tarea.
Los árboles
Tal vez ese gusto por lo inmediato que preside muchas de nuestras acciones en los tiempos presentes nos impida comprender en toda su extensión uno de los principales significados del culto al árbol. Tan cierto como que nuestros antepasados veneraban algunas especies lo es también que tales especies solían ser longevas y resistentes al paso de los años. Es evidente que, en su afán por encontrar elementos que le sirviesen de referencia y diesen sentido a su presencia en la tierra, el ser humano valoró más todo aquello que le superaba en edad y vivía antes y después que él. En ese sentido, buscó prácticas cultuales que mitigasen la relatividad de su existencia y que le permitiesen venerar aquello que le sobrevivía como algo sobrenatural o, al menos, difícil de comprender. El hecho de ir dominando poco a poco la naturaleza hizo caer después al individuo en la tentación de pensar que estaba en su mano el destino y la vida de aquellas especies.
Fue el psiquiatra alemán Hiltbrunner quien inventó el Baum Test, experimento consistente en invitar a sus pacientes a dibujar la imagen de un árbol, sospechando que, de la esquematización de ese esbozo, podrían extraerse conclusiones para el estudio de la personalidad: siendo la copa, las ramas y las raíces representaciones de la cabeza, los brazos y los pies, bien podría vislumbrarse en el diseño resultante un “autorretrato” al natural de la persona estudiada y de su carácter. Nuestra época es, tal vez, de entre todas las que recuerda la memoria colectiva, la que ha visto con más indiferencia, y a veces con tolerante complicidad, el exterminio indiscriminado de árboles y bosques; no estaría de más una reflexión sobre esa violencia gratuita que parece una refracción del odio que la humanidad siente hacia sí misma y que se traduce en devastaciones innecesarias. Es como si el género humano estuviese así vengando la suerte de su primer padre, que se perdió por no elegir el árbol correcto; si el Génesis dice que el árbol de la vida estaba en el paraíso ¿por qué Adán y Eva se inclinan por el del conocimiento y toman de su fruto? ¿No habría sido mejor para ellos mismos y sus descendientes probar los frutos del árbol de la inmortalidad? ¿Qué destino fatal engaña, en forma de seductora serpiente, al individuo ya desde su nacimiento? En Cochinchina, siguiendo antiguas leyendas, creían que los hombres primitivos eran inmortales porque cuando fallecían eran inhumados al pie de un árbol que les hacía resucitar; al no morir nadie, la tierra se pobló de tal manera que los lagartos no podían salir de sus madrigueras sin que alguien les pisase la cola, en vista de lo cual decidieron engañar al hombre e invitarle a que enterrara sus muertos al pie del Long Khung o árbol de la muerte...La mitología Babilónica también describía un árbol al que sólo los dioses tenían acceso...¿Para qué seguir? Hay, en Oriente y Occidente, un argumento pertinaz: el árbol, símbolo de la vida en la tierra, está protegido –al igual que las aguas, que son otra fuente de la existencia- por un ser terrible o malévolo que pretende defender su integridad. Ese ser aparece idealizado en muchas representaciones antiguas y como tal lo idealiza interiormente a través de la historia el propio ser humano para quien –aunque sólo sea en sueños- el árbol llega a significar su misma existencia (recuérdese la visión de Nabucodonosor). No es extraño, pues, que las religiones antiguas hicieran del bosque un lugar lleno de misterios y propicio para el culto; y menos extraño aún que enigmas, miedos y ensueños se encerrasen en él con arcana insistencia. Quien se adentraba en el bosque se exponía a descubrir los secretos de la vida con todas sus consecuencias.
El miedo es un temor irreflexivo e inconsciente hacia lo desconocido; normalmente se produce ante algo cuya naturaleza o consecuencias se ignoran. Evidentemente el miedo es personal y cada uno tiene un concepto diferente de lo que le asusta o del porqué le produce esa sensación tantas veces irreprimible. Un personaje de Saturnino Calleja, el creador y difusor de tantos relatos, le espeta a su compañero en la cueva de Salomón: "Qué te crees, ¿que el miedo se le quita a uno cuando quiere?", indicándole claramente que ante el temor a lo que les pueda sobrevenir, la voluntad poco puede; y es que además, lo visto o escuchado no es nada comparado con lo que la imaginación sugiere, sobre todo si un ámbito tétrico lo propicia. No hay duda de que la luz eléctrica vino a acabar con algunos (no todos) de esos espantos seculares: Al iluminar oscuros rincones de casas y calles, clarificó también los espacios más recónditos de la mente humana en cuyas sombras se habían albergado durante tanto tiempo antiguos miedos.
Llama la atención, al repasar la nómina de seres fantásticos o mitológicos cuya sola mención hacía temblar a niños (y menos niños) de épocas pasadas, que la oscuridad y la naturaleza estén presentes, de alguna forma, en casi todos ellos: el dragón, guardián de los espacios inferiores y de las cuevas lóbregas; el demonio, señor de las tinieblas que convertido en macho cabrío reunía a las brujas sometidas en medio del bosque; el fantasma, que tan pronto se manifestaba en forma de remolino en medio de las tierras como esperaba las horas nocturnas para hacerse notar; el coco, tan relacionado con lo negro y tenebroso; el hombre del saco, impenitente peregrino de lejanos caminos que llegaba para meter en lo profundo de su talego a los niños malos; el lobo, que ocupaba las oscuras emboscadas y acechaba al viajero en las noches de invierno...En cualquier caso, es evidente que el temor, no sólo creó a los dioses -como acertadamente llegó a decir Petronio-, sino que dio hálito a distintos modelos de personajes populares, unos enraizados en la mitología y otros en creencias localistas, pero todos propiciados por la oscuridad y los bosques numinosos, sinónimos de lo misterioso, cuando no del mal, la desdicha o la muerte.
Además de todos esos personajes fijados en relatos que se transmitían de generación en generación, hay muchos cuentos y leyendas que la tradición conserva acerca de lugares abandonados en los que la naturaleza volvió a completar el ciclo adueñándose de todo. Esa abundancia no es casual -como casi todo en el mundo tradicional- y obedece, por una parte a un fin didáctico y por otra a una tentación insuperable en el ser humano de explicar los mitos a través de narraciones.
Normalmente hay dos ejemplos que se nos presentan incontestables al hablar de poblaciones y despoblados. El lugar sumergido en su integridad bajo las aguas y el lugar del que sólo quedan ruinas o vestigios apoyados por una memoria histórica. En ambos casos han sobrevivido narraciones que tratan de explicar por qué se despoblaron, hallándose en casi todos los elementos de esas leyendas, motivos suficientes para pensar que, dejando aparte las peculiaridades de cada caso, las dos leyendas son muy antiguas y se aplican cada vez que las circunstancias lo hacen necesario.
Las aguas
En el primer tipo de leyenda se pueden observar algunas particularidades que tienen que ver con el comportamiento (no es extraño, pues la cultura tradicional era escuela de costumbres). La narración nos habla de una prueba llevada a cabo con los habitantes de un lugar por un personaje divino o su representación. Es indudable que interesa transmitir a través de la tradición la forma cabal y decente de comportarse individual y colectivamente, y en esa forma tiene mucha importancia la hospitalidad: peregrinos, viajeros, mendigos y copleros comunicaron durante siglos estas historias, transmitiendo en ellas la idea de que la caridad con el forastero era siempre premiada; basaban además su tesis en el hecho de que, según la doctrina cristiana, dar limosna era el camino para el cielo y un medio adecuado para demostrar la capacidad de renuncia a la propiedad. Otras veces el visitante divino no necesitaba presentir el comportamiento de los lugareños porque veía con sus propios ojos la maldad generalizada, la perversión, la idolatría, la degeneración, o bien todos estos detalles le eran narrados por el personaje que encarnaba la cordura dentro del desequilibrado conjunto. La prueba, cuando la había, solía consistir, pues, en pedir limosna o caridad a los habitantes del pueblo o ciudad, a lo que éstos iban a responder de diversa manera, atrayendo sobre sí el premio o el castigo. Éste, que sobrevenía finalmente por no socorrer al forastero o por la depravación irremisible, solía llegar del cielo o también proceder de la propia naturaleza: o bien un diluvio anegaba la población, o bien (como sucedía en la leyenda del lago de Sanabria donde quien hablaba era Cristo disfrazado de mendigo) con unas palabras mágicas y un golpe de bastón en el suelo se hacía brotar un espectacular chorro de agua que cubría por completo el lugar: "Eiquí finco mi estacón, eiqui salga un gargallón".
La muerte por ahogamiento es, generalmente, el castigo reservado a los impíos aunque hay algunas leyendas donde el incumplimiento de otras normas hace que los que habían sido salvados en primera instancia sean convertidos en estatuas de piedra o de sal por volver la vista hacia atrás. Esta prohibición aparece en los clásicos griegos y latinos (también entre los hindúes, japoneses, árabes y hebreos) con mucha frecuencia. Ovidio narra en sus Metamorfosis cómo Orfeo, enamorado de Eurídice, quiere sacarla de los infiernos a través de empinados senderos y paisajes yertos; pese a la advertencia de Plutón y Proserpina de que no vuelva la cabeza hasta haber salido del laberinto infernal, Orfeo vuelve los ojos hacia Eurídice para preguntarle si se cansa, momento en que ella desaparece y él queda simbólicamente petrificado. Homero, Esquilo y Sófocles repiten en algunas de sus obras situaciones similares. En el estudio titulado Mito, leyenda y costumbre en el libro del Génesis, de Theodor Gaster, éste comenta esa prohibición a propósito de la mujer de Lot y la atribuye un origen muy antiguo basado en una convención mágica y religiosa que se hizo lugar común entre los hititas, los persas, los hindúes y los griegos. "Los habitantes vecinos a poblaciones donde la tradición sitúa ciudades destruidas o sumergidas en circunstancias análogas al castigo de Sodoma y Gomorra -afirma Paul Sebillot en Le Folklore de la France- muestran a veces rocas más o menos antropomórficas y dicen que son personajes castigados como la mujer de Lot y por la misma causa".
Para qué seguir; la idea está aún arraigada entre nosotros aunque apenas reparemos en ella por haber alterado su significado: Entre las normas de buena educación que incluían hasta hace poco todos los manuales escolares estaba la de no mirar hacia atrás si no era absolutamente necesario, y la verdad es que, como casi siempre, sólo se repara en esas costumbres cuando se consideran o se estudian dentro del proceso cultural del universo entero y siguiendo todos los pasos de su evolución, desde que son rituales o mitos con pleno sentido hasta que pierden su intención original.
El premio reservado a los caritativos, es, por supuesto, la salvación de la catástrofe, aunque se dan casos en que, además, se proporciona la abundancia a los virtuosos, sea en forma de pequeño panecillo que al ser introducido en el horno se hace gigantesco (como en el caso de Sanabria o de la laguna de Baracis, en Sassari, Italia), sea concediendo a un matrimonio la bendición de un hijo. Es decir, la vida o la fertilidad, dos caras de la misma moneda.
El entronque de todos estos elementos pretéritos con nuestra cultura se realiza a través de la propia tradición oral que los conserva transformándolos, pero también gracias a recursos atractivos, como el de involucrar a quien lea o escuche la leyenda con sugerencias fascinantes conectadas con el propio texto: por ejemplo, la de que quien esté libre de faltas o impurezas podrá escuchar una de las campanas del pueblo sepultado que sonará el día de San Juan. Otros factores, como la toponimia, acercan asimismo el fenómeno racionalizándolo y así vemos que muchos de los lugares donde se conserva una narración legendaria sobre un pueblo sumergido tienen nombres cuya etimología sugiere agua, inmersión, hundimiento o algo similar. Tal vez esta circunstancia esté relacionada con el hecho de que estas leyendas tienen un carácter "reversible", pudiéndose aplicar tanto para fines aleccionadores como para intentar explicar el nacimiento de un lago, lavajo o fuente.
En alguna versión es una bruja quien se encarga de envenenar a todo un pueblo (con una serpiente, sapos, filtro mágico, etc.) en una boda. Ese envenenamiento, provocado en una fuente o un pozo parece dejar claro que cualquier vestigio posterior de vida es imposible, al representar el agua no sólo el origen de la existencia sino la posibilidad de continuarla, de fertilizar. Esto no es simplemente un recurso mitológico: cuando Fermín Caballero escribe en el siglo XIX, en su Fomento de la población rural, los obstáculos que se oponen al desarrollo de la población en terreno rústico, habla de impedimentos físicos, legales y económicos, y entre aquellos, el principal, la falta de agua. Hoy día sabemos que las causas de despoblación han sido múltiples a lo largo de la historia (pestes, peligros de invasión, falta de productividad en las tierras...) pero hasta nuestros días ha llegado la creencia de que las aguas envenenadas por una mano alevosa, eran la causa principal de la mortandad inexplicable.
En el caso de las dos leyendas que hemos visto, pues, son las aguas -que sepultan el lugar o que lo dejan sin habitantes- el medio de que se sirve el destino para llevar a cabo ese aparente castigo sobre un colectivo concreto de personas. Fijémonos en esa índole punitiva pues suele ser la génesis de circunstancias anteriores y posteriores que alientan la narración: se castiga la maldad, la falta de caridad, el enfrentamiento entre familias que se disputan la tierra... ¿Por qué quiere la memoria popular conservar esa irremediable relación entre castigo y despoblación? Parece como si la historia del género humano se representara como una especie de arquitectura en la que los materiales son siempre los mismos, aunque, al ser colocados de un modo u otro, formen figuras diversas. El robo del fuego, el diluvio, el respeto a los animales encarnados en el zodíaco, la convivencia con la naturaleza, son elementos que, tan pronto aparecen en narraciones populares con un fin didáctico y despojados de su dramatismo esencial, como constituyen la piedra angular de colectivos humanos, alentando sus aspiraciones espirituales y dando vida a sus liturgias.
Lo importante es que se nos narra, como algo cierto y relativamente reciente (si bien en un tono intemporal), una idea antiquísima, cual es la de la regeneración del universo por el agua -sea a través de un diluvio o de una inundación- y la importancia de los otros tres elementos de la naturaleza en ese mismo universo.
Los elementos
Los reportorios y almanaques antiguos –de los que ya hemos hablado y que eran las publicaciones más leídas, respetadas y admiradas por la población rural- seguían la teoría clásica de que todo en la tierra estaba sujeto a cuatro elementos que tenían sus correspondientes cualidades: al fuego y al aire correspondían el calor y la frialdad, que eran cualidades activas, y al agua y tierra iban unidas humedad y sequedad, que eran pasivas. Esas cualidades y esos elementos estaban indefectiblemente unidos a la vida y el destino de los individuos al estar éstos y aquellos sabiamente conectados en la creación. Rodrigo Zamorano, el sabio cosmógrafo riosecano que sirvió al rey Felipe II, se expresa así en su obra Cronología y reportorio de la razón de los tiempos al hablar de la región del universo en que estaban aquellos elementos: “Algunos llamaron a esta región la hez del mundo por estar en el asiento o parte más baja de él, o porque en todo el mundo es ésta la parte más espesa. Es pues la región elemental aquella parte del mundo que consta de los cuatro elementos, fuego, aire, agua y tierra, que se nombraron así como quien dice elevamentos o hylementos, porque de la mixtura de ellos se levantan, resultan y forman todos los cuerpos que hay compuestos en el universo; o se nombran así como alimentos, porque todos los mixtos se nutren o alimentan de ellos”. Otro sabio autor de estas enciclopedias naturalistas, Jerónimo Cortés, confirmaba en su libro Lunario y pronóstico perpetuo: “La región elemental es todo lo que hay criado desde el orbe de la luna hasta el centro de la tierra; todo lo cual está compuesto por cuatro cuerpos simples que llamamos elementos y son los siguientes: tierra, agua, aire y fuego. La tierra tiene de redondez, según la mejor opinión, 7200 leguas si se pudieran andar por línea recta... Luego encima de la tierra se sigue inmediatamente el agua, diez veces tanto más que la tierra...Luego se sigue el aire, diez veces tanto más que el agua en raridad...El cuarto elemento es el fuego, diez veces más raro y simple que el aire”.
Los animales
En esos mismos libros antiguos aparece reflejada también la admiración, el miedo o el respeto que los animales –domésticos o salvajes- despertaron en el ser humano, que los vio reflejados en el cielo y los relacionó con su propio destino. Desde los sacerdotes y astrónomos de Babilonia que mezclaron la ciencia y la religión hasta los horóscopos actuales de las revistas hay una evolución degenerativa, seguramente por haberse ido perdiendo los símbolos y claves de la sabiduría. La Iglesia, pese a que muchos de los herejes condenados por ella fueron astrólogos, no pudo o no quiso acabar con todas las costumbres y cálculos antiquísimos que relacionaban al ser humano con los animales a través de los asterismos o doce constelaciones del Zodíaco. Decía Jerónimo Cortés a este respecto en su obra Lunario y pronóstico perpetuo: “Se constituye el globo terráqueo por centro de nueve cielos, poniendo por inferior a todos el de la luna, y luego por su orden el de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter y de Saturno, el de las estrellas (llamado firmamento), y sobre todos “el primer móvil” que llamaron así porque dando la vuelta de levante a poniente en 24 horas, comunicaba su movimiento a los cielos inferiores. Reparó sobre lo dicho el rey Alfonso en el año de 1240, que giraban las estrellas de poniente a levante con un movimiento tardísimo (que se llamaba trepidación) y por eso discurrió que, entre el firmamento y primer móvil había de haber otro cielo que comunicase a las estrellas el referido movimiento; y así vino a constar el sistema sidéreo ptolemaico de diez cielos, que todos rodeaban como a su centro al mar y a la tierra”. Rodrigo Zamorano nos descubre en su Cronología y reportorio de la razón de los tiempos las características de dos de esos círculos del firmamento: “Los astrólogos advirtieron en el cielo dos principales círculos: el equinocial (llamado así porque cuando el sol le señala en 21 de marzo y 23 de septiembre hace equinocio e igualdad del día y de la noche en toda la tierra) y zodíaco, de zoi, que es vida, porque del movimiento que el sol y los planetas tienen por él se causa la vida en todas las cosas (o se dice de zoa, que son animales, porque parte en ciertos espacios que tienen nombre de algunos animales...)”.
Estos libros, por más que nos parezcan a veces crípticos a veces infantiles, tenían dos virtudes hoy casi desaparecidas: eran, por una parte, una síntesis o resumen de conocimientos antiguos que comunicaban al ser humano con sus orígenes y, por otra, permitían relacionar todos esos conocimientos dando a la educación una cohesión y una coherencia. Eran pequeñas enciclopedias en su sentido más clásico y virtuoso del término: educación circular que enlazaba y aglutinaba como mágico anillo la sabiduría de una especie.
No es extraño, pues, que la tradición, encerrada en esos libros o basada en ellos, nos haya legado un tipo de relación con los animales que hoy, desprovistos de las claves y el criterio que nos permitiría analizar los datos de forma cabal, se nos antoja incomprensible: buena parte de la opinión pública clama contra los juegos de gallos o de toros, al tiempo que no comprende la angustia del ganadero rural ante la figura del lobo. El oso, que fue animal fundamental en la creación de las primeras mitologías, pasó a refugiarse en el mundo de los cuentos y acabó siendo especie protegida en todos los sentidos posibles (las versiones castellanas y leonesas de los dos últimos siglos nos presentan un oso llamado Juanitonto al que le suceden casi siempre desgracias por su falta de inteligencia). Todas las campañas de sensibilización actuales hacia la naturaleza o los animales serán incapaces de transmitir el sentido profundo de aquella sabiduría antigua, basada en la experiencia vital y en la fuerza de los principios contrarios del bien y del mal o de la astucia y la necedad.