11-09-2001
El viajero que entra en el recinto amurallado de Urueña por la puerta del Azogue y recorre la calle Real para acceder de nuevo al exterior por la puerta de la Villa, se encuentra con un maravilloso paisaje y con la visión dispar de dos antiguos monasterios a los que el caprichoso destino trató de forma diferente. Los restos arruinados de uno, el del Bueso, reflejan el paso del tiempo y la incuria del hombre; la iglesia del otro –antiguamente llamada de San Pedro de Cubillas y ahora la Anunciada- muestra el resultado de la actividad humana cuando existe respeto por el pasado y fervor por el patrimonio propio. La historia de ambos es interesante y poco conocida, pero me centraré en el primero porque los datos son más escasos si cabe que en el otro.
Cuando “Bueso y otros hermanos de la pobre vida” –según reza un antiguo documento que justifica la fundación del monasterio- abandonaron el antiguo convento de San Nicolás, situado junto al Sequillo y ordenado edificar por doña Urraca, no perseguían sólo la soledad, ansiada por todo buen eremita, sino, probablemente, la cercanía de otro monasterio con más recursos –el ya mencionado de San Pedro de Cubillas, propiedad de la familia real-, al que podrían recurrir en caso de necesidad. Se establecieron en las huertas de la ermita de San Cristóbal y seguramente vieron pronto la necesidad de acogerse a una regla de vida, si bien esta decisión no se tomó hasta pasado mucho tiempo, cuando regía los destinos del eremitorio Fernando de Tibona. Éste, pidió al abad de San Benito Fray Juan de Gumiel que les acogiese de forma oficial en la orden benedictina (ya estaban sujetos a ella hacía años) y recabase del obispo de Palencia –diócesis a la que pertenecían ambas comunidades-, que fundase un monasterio en la forma en que la Iglesia lo prescribía. El obispo aceptó y envió a un comisionado, Domingo Rodríguez, quien bendijo el nuevo lugar (un poco más abajo de la ladera en que los beatos tenían su pequeño oratorio) y puso la primera piedra del nuevo claustro, consagrado a la Anunciación. Lo que Tibona hizo después, sus traiciones y dudas, sus viajes a Toro y Valladolid en demanda de protección, quedan reflejados en algunos documentos que le acreditan como un espíritu inquieto y atormentado. Finalmente hubo juicio y arbitrio papal que se resolvió a favor de los monjes vallisoletanos.
Así, dependiendo de la abadía de San Benito y apoyado económicamente en sus primeros pasos por los señores de Urueña, los Téllez Girón, el nuevo monasterio –pobre, pero ya sólidamente asentado- llegó a su momento de esplendor tras un incendio del que probablemente se salvó la imagen de la Anunciación –tal vez la actual patrona de Urueña-. Esa desgracia sirvió para restaurar y acrecentar el recinto monástico, así como para crear unas expectativas en torno a sus posibilidades que duraron todo el siglo XVI y parte del XVII. En ese tiempo, y ya convertido en abadía, pasearon por su claustro como regidores Fray Gregorio de Alfaro (traductor de las obras del asceta Ludovico Blosio, considerado mucho tiempo como el Kempis belga) y Fray Sebastián de Villoslada (teólogo y confesor de la familia real, quien renunció al obispado de Palencia que le ofrecía Felipe II). Inmediatamente posterior al incendio de 1524 parece su elevación a la categoría de abadía, pues el maestro Andrés de Nájera dirige por esas fechas la ejecución de la sillería de San Benito y en ella se incluye El Bueso bajo el escudo de los condes de Urueña.
Por lo que escribe Fray Mancio de Torres en un manuscrito acerca de la Abadía de San Benito de Valladolid que se conserva en la Biblioteca de Santa Cruz, los monjes del Bueso tuvieron que reconocer, en un documento o carta de pago fechado en 1456, la deuda monetaria que habían adquirido con el monasterio vallisoletano, y en especial con los Priores Fray Albano de Cigales y Fray Juan de Gumiel, quienes les habían favorecido ayudándoles a desempeñar algunos objetos de culto. Toda esta relación se ponía por escrito –continúa Fray Mancio de Torres-, para que no sucediese como con Oña, cuyo Abad y monjes llegaron a acusar de robo a los de San Benito no habiendo sido éstos sino benefactores de aquella comunidad en momentos difíciles.
Cuando el Marqués de la Ensenada encarga su famoso Catastro sólo quedan dos monjes en la Abadía, que deja de serlo diez años después, para comenzar su definitivo ocaso. La desamortización alcanza como en tantos otros casos al edificio y fincas del monasterio que pasan a manos particulares. Ya iniciado el siglo XX adquiere la propiedad una familia con la intención de explotar sus posibilidades agrícolas. Los más viejos de Urueña alcanzaron a contarme que vieron bajar las piedras de la torre del Bueso para que sirvieran de cimiento a una nueva edificación, una especie de villa rústica de aire romano que todavía se puede contemplar y cuyos muros servirían para albergar aperos y personas encargadas del cuidado de la finca. Durante mucho tiempo estuve esperando, incluso, una fotografía que nunca llegó de la antigua torre antes de su derribo.
En la actualidad la finca, a los pies de las ruinas del antiguo monasterio, pertenece a los PP. Jesuitas de Villagarcía quienes tienen un cachicán para atender la explotación agrícola.