25-05-2005
Danzar es un arte, pero hacer danzar lo es también y doblemente. La danza es un juego corporal, mental y físico, en el que se personaliza, a través de una técnica y unas cualidades, una melodía o un ritmo, que así se transforman en movimiento o se convierten en una sucesión de instantáneas contra el aire. Tan importante es entonces la causa como el efecto. Tan decisivo el motor, como lo que le pone en marcha. La idea y su plasmación, la fuente y el manantial -o el torrente desbordado en que se convierte-, se funden de ese modo sin interrupción creando un acto artístico solidario. La música hace danzar.
A lo largo de los últimos siglos la danza en España se ha inclinado hacia la norma pero ha sabido siempre reconocer la inspiración. Maestros del danzar y músicos se han repartido la tarea de “describir” las ideas melódicas para luego “corporeizarlas” y finalmente convertirlas en reglas para que otros pudieran a su vez sentirlas, estudiarlas y personalizarlas. Toda esa brega se ha desenvuelto en “escenarios” variados y ha tenido nombres propios. Juan de Esquivel, Pablo Minguet, Federico Moretti, Dolores Serral, fueron –a veces desde el magisterio, a veces desde el anonimato de la historia- inspiradores y forjadores de una tradición que continúa viva y que aún dará mucho que hablar.
Javier Coble ha creado su propio repertorio para la danza en el siglo XXI. Su música, catarata de talento, tan pronto es un tornado cromático que nos envuelve y nos arrastra en su eje, como una brisa elegante que accede a una alcazaba y traspone sus muros para alcanzar estancias deshabitadas llenas de historia; una brisa suave que penetra por los intersticios del corazón para llenar de imágenes y aromas la torre del silencio. Todas esas sensaciones crean un ámbito que constituye -inasible pero cierto- el alma de la danza. La fuente de inspiración de estos cuadernos, que son sueño del arte.