Joaquín Díaz

EL COLEGIO DE LOURDES


EL COLEGIO DE LOURDES

Un libro de Javier Burrieza sobre el Colegio de Lourdes

31-03-2009



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Mis primeras palabras de esta tarde han de ser, forzosamente, de agradecimiento. En primer lugar, al Colegio de Nuestra Señora de Lourdes, a la comunidad de hermanos de La Salle y a su director Hermano Javier Abad por hacer –con su trato afable y su amistad- que me sienta siempre verdaderamente a gusto entre estos muros. En segundo lugar a Javier Burrieza por haber tenido la deferencia de invitarme a hablar de su libro que, a partir de hoy es un poco –en virtud de su generosidad- el libro de todos los alumnos y exalumnos de este Colegio. No he tenido nunca oportunidad de charlar con Javier acerca de esto que voy a comentar ahora pero estoy seguro de que, pese a ser historiador –o precisamente por ello-, no considera la historia como una ciencia objetiva en la que los documentos hablan por sí mismos. Al historiador le corresponde ordenar los datos y situar los hechos pero también dar sentido y cohesión al pasado. Solemos decir quienes nos dedicamos al estudio del ser humano y sus circunstancias, que nada se produce aisladamente. Menos aún aquellos hechos que van unidos a la vida de las personas. Por tanto, un libro de historia se parecerá más a un telar (en el que trama y urdimbre se van entrecruzando para crear una tela), que a los ordenados anaqueles de una tienda de tejidos donde después se venderá esa misma tela. Con Javier Burrieza vamos descubriendo hilo por hilo y nudo por nudo los elementos que dan fuerza al tapiz de La Salle en Valladolid; nos admirarán los motivos filantrópicos que llevaron a Paulina Harriet a crear un colegio para niños de obreros pero también conoceremos sus dudas, sus desmayos y sus alegrías. Tendremos noticia de las inquietudes sociales de la fundadora y de las dificultades que la propia ciudad puso a su generoso proyecto. Sabremos, en fin, de la prudencia de los superiores del instituto lasaliano hasta ver con claridad los propósitos altruistas del matrimonio Dibildos pero también la entrega, la liberalidad y hasta el heroísmo de que hicieron gala los hermanos una vez que se hubieron despejado las incógnitas y todo dependía ya de su trabajo y de su sacrificio. Y eso es simplemente el comienzo de una larga historia que todavía se está escribiendo…
Me gusta el libro de Javier –y aquí va el primer elogio de la noche- porque junto a la mayor parte de los datos hay nombres de personas, o sea vidas. Y cuántas. Miles y miles de existencias, cientos de miles de ilusiones, millones de sueños. La historia que nos interesa, por tanto, no es la de la fecha escueta y la efeméride, sino la de la investigación sobre los personajes, la de la indagación, la de la búsqueda, que, como diría el Hermano Eduardo Montero, es la que da verdadero sentido a la etimología de la palabra historia.
Como redactor de la revista del Colegio, Javier habrá tenido ocasión, no sólo de ayudar a crear la historia escrita de varias generaciones sino también de leer lo que opinaron las anteriores acerca de temas como la fe, la convivencia, la solidaridad, la vocación…La lectura del boletín Unión, publicación que va unida a casi la mitad de la vida del Colegio de Lourdes, sugiere muchas ideas. En esa revista no hay sólo fotografías de estudiantes y algunos artículos sueltos, escritos por los hermanos o por los mismos alumnos, sino una filosofía o, como se diría en términos más rotundos, una auténtica declaración de intenciones. Y si hay una palabra que aparezca constantemente, un concepto que destaque, con diferencia, entre todos los que componen el tesauro lasaliano, ése es el término “formación”. Formar, con el sentido claro de tallar artísticamente un material que, ni siempre es el adecuado ni siempre da facilidades. Pero hay, eso sí, un sentido artístico en el empeño porque no solamente se trata de desbastar la materia –o sea, de quitar volumen- sino de crear una forma que además encaje en su propio destino, al modo en que los artistas del renacimiento ideaban esculturas que ocuparían después determinadas hornacinas.
Educar, lo sabemos todos, es conducir, dirigir, y hay implícito en ese ejercicio un sentido de responsabilidad moral o ética, porque no basta con tutelar un recorrido sino que se precisa llevar a alguien desde un punto a otro, sacar de: e-ducar. Pero formar es algo más, porque entre las acepciones de la palabra está también la de congregar a diferentes personas para que constituyan un cuerpo moral. No sólo un conjunto de hileras más o menos ordenadas parecidas a las que se hacían cuando, a toque de silbato, nos reunían en el patio antes de subir a clase; no sólo un conjunto de hileras, digo, sino un cuerpo moral, es decir un grupo de personas imbuidas de la misma necesidad de compartir valores, de contribuir a mejorar la sociedad o de transmitir una experiencia existencial –aunque sea de viva voz- a los más jóvenes. Javier también ha echado mano de ese cuerpo –moral, que no místico- que son los antiguos alumnos, empezando por su propia casa ya que su padre también pasó por estas aulas y podía comunicarle su experiencia personal. Y ha usado perfectamente esa historia oral disfrutando de su plenitud. A lo largo de mi vida, y generalmente por motivos profesionales, he tenido ocasión de visitar muchos archivos y acceder a miles de documentos. Entre todos esos centros de documentación, el que más desasosiego me produce es el archivo de protocolos. Sin duda, la necesidad de alejarnos del primigenio caos que fue punto de partida de la humanidad, ha ido haciendo cada vez más necesaria la existencia de esos lugares ordenados, testimoniales, donde se almacenan en estanterías multitud de voluntades, millones de compromisos y contratos, un cuento de registros en suma, avalados siempre por un fedatario. En particular me inquietan los testamentos, sobre todo porque, a su contenido naturalmente terminal se añade con frecuencia la mentira de sus términos. Si reflexionamos acerca de la impostura de un testamento nos daremos cuenta de que, de lo que da fe el notario es de lo que uno cree que tiene –cuando en realidad está a punto de perderlo- y sobre lo que escribe es precisamente sobre lo que a uno le hubiese gustado ser cuando ya no queda tiempo para serlo. Por eso, frente a esas reacciones urgentes de última hora, casi siempre forzadas, ceremoniosas y formulistas, prefiero las confidencias voluntarias, oportunas y realizadas cuando la razón y la memoria son todavía facultades en perfecto estado de revista. Porque la memoria y el lenguaje siguen siendo los mejores medios que tenemos a nuestro alcance para expresarnos y que nos entiendan. Los mejores caminos para que circulen por ellos nuestra imaginación (imagínate Lourdes) y nuestros recuerdos. Tal vez la sociedad de hoy haya querido prescindir –o tal vez lo haya hecho involuntariamente- del intercambio generacional de conocimientos que tanto enriquecía la educación de los más jóvenes hace años, justo antes de que nos convirtiésemos en esa aldea enorme que ahora somos y de la que parece que quieren salir ya por el otro lado los paises nórdicos –siempre tan atentos a las mejoras sociales- inventando lugares de encuentro para niños y ancianos que, al parecer, son un éxito. Como se puede ver, nada nuevo bajo el sol. En nuestro país, las distintas edades siempre tuvieron su tiempo y su espacio particulares, pero confluían en esas reuniones familiares donde la experiencia se hacía común y la memoria colectiva. Pese a la desaparición –quisiera creer que no definitiva- de esa fructífera relación intergeneracional, la voz de la experiencia sigue ahí, esperando humildemente a que hagamos uso de ella. Y Javier Burrieza lo ha hecho, uniéndose a la corriente de aquellos historiadores que valoran en su justa medida la cultura patrimonial verbalizada y tradicionalizada para complementar el estudio de la historia, para ayudarse en los trabajos de sociología o antropología o para sustentar nuevos métodos de investigación.
Decía antes que el libro de Javier es muy bueno y muy oportuno porque transmite vida y propone ejemplos positivos. La relación entre profesores y alumnos durante estos 125 años ha ido creando un estilo que probablemente nos da una determinada identidad a quienes hemos recibido las primeras leciones de la vida en estas aulas. De forma casi inadvertida los Hermanos iban conduciendo a sus alevines hacia un sistema en el que, como en un trípode, la educación se basaba en tres principios: pensar, actuar y sentir. El pensamiento tenía bien definido su ámbito y reinaba en el aulario. Además su estrategia contemplaba el uso racional de lo que el catecismo del Padre Gaspar Astete definía como potencias del alma: la memoria, el entendimiento y la voluntad. Algunos estudiantes suplían la falta de inteligencia con el recurso de la memorización o con los voluntariosos codos, pero todas las facultades se valoraban en su justa medida.
La actuación sentaba sus reales en los patios y en la sala de juegos. A veces, los días de finca nos pasábamos una tarde entera desfogándonos en los campos del antiguo estadio La Salle, sobre cuya pequeña historia también incide Javier con datos relevantes. En realidad, el hecho de haber sido campeones nacionales de gimnasia convirtió a todos los alumnos de Lourdes en potenciales acróbatas, suposición desmentida a diario por la torpeza de algunos que, como yo, éramos incapaces de dar una vuelta de campana incluso contando con la complicidad benevolente de don Adolfo de Santiago, que pretendía que llegásemos indemnes al otro lado del plinto.
Respecto al sentimiento, tercera de las patas sobre las que pretendo demostrar que se asentaba el sistema de educación lasaliano, tendría sin embargo muchos más ejemplos. La Escolanía nos sirvió, a quienes tuvimos la suerte de engrosar sus filas, para conocer la música, disfrutar con ella e interiorizar sentimientos que después trataríamos de convertir en expresión de una sensibilidad artística. Quienes vivimos aquellos años de jubiloso orgullo, quienes compartimos el compañerismo y la solidaridad además de formar nuestro sentido musical no podremos olvidar la figura del Hermano Julián Velasco, artífice de aquel pequeño milagro. Como tampoco podremos olvidar el descubrimiento de la lectura correcta y sosegada para comunicarnos mejor o para apreciar en toda su complejidad una obra literaria o poética. Escuchar al Hermano Eduardo Montero recitar el soneto A Helena, de Pierre de Ronsard, nos elevaba a toda la clase del suelo embaldosado y nos convertía colectivamente, por arte de magia, en aquel vate laureado cuya imagen nos mostraba el libro de texto. El sentimiento, pese a nuestra fama de rudos –eran los jesuítas los que parece que educaban con más exquisitez- estaba presente en los certámenes poéticos, en los musicales –recordemos los coros de Santa Cecilia- y en cualquier actividad catequética o religiosa en la que afloraba el humanismo primigenio del Fundador de La Salle.
En todas estas actividades, tan distintas pero tan integradas, predominaba el criterio, porque rara vez se llegaba a sobrepasar en cualquiera de ellas los límites recomendados por el sentido común, cosa harto difícil tratándose de educar en grupo y más difícil aún contando muy frecuentemente con nuestro escaso entusiasmo. Sin embargo, tengo la impresión de que el resultado final era más que aceptable y muy cabal, aunque fuesen los nuestros tiempos de escaseces y de contenida penuria social. Probablemente nos salvó del fracaso y de la definitiva melancolía el criterio de los Hermanos que sabían dar a cada cosa la importancia que merecía y trasmitirnos eficazmente esa sensación a los alumnos. Aprendíamos de todo, y de ese todo, lo preciso. La justeza en esa formación versátil probablemente marcó a toda nuestra generación que, a la vista está, es una más de las que pasaron por aquí (nuestra promoción sigue reuniéndose todos los años) y, desde luego, no es la misma que la del autor de este libro. Sin embargo el espíritu perdura a pesar de los años y el criterio impone su cordura. Inmersos hoy en la era de la comunicación, recibimos tal exceso de información que apenas si tenemos tiempo para asimilarla o para aprovecharla. Se impone, por encima de la tradicional labor de aprender, aquella que nos recomendaba de forma implícita la educación lasaliana: aprender a olvidar. Y me explico: aprender a olvidar significa seleccionar lo que se nos está transmitiendo para quedarnos con lo imprescindible. Esta simple función es tan esencial como el hecho de no cargar con un peso excesivo una pequeña barca o un frágil globo aerostático en el que nos vayamos a subir, pero requiere una capacidad de discernimiento y mucho sentido común.
A mí ese sentido común me llegó nada más traspasar las puertas de este colegio. Andaba mi padre preocupado, a comienzos de la década de los 50, por la educación de sus hijos. Convencido de que en Zamora, lugar en el que habíamos nacido los tres hermanos Díaz, no tendríamos oportunidades de estudiar un buen bachillerato y una carrera universitaria, pidió el traslado a Valladolid. El éxodo lo realizó toda la familia en tren, coincidiendo en el departamento que Renfe nos había asignado con el Hermano León, por entonces director de este Colegio. Las preocupaciones de mi padre por nuestra educación se desvanecieron en cuanto el Hermano León pronunció la frase mágica: “Sus hijos van a ir al mejor Colegio de Valladolid”. Sin darnos siquiera la oportunidad de ir a la nueva casa a cambiarnos de ropa o a asearnos, el Hermano León nos trajo, con maletas y todo a darnos una vuelta por el Colegio y a enseñarnos las instalaciones. Durante todo el camino, que entonces era mucho más largo que ahora, yo había escuchado las explicaciones del Hermano León como si no fuesen conmigo pero me había quedado con la especie un poco fantástica de aquel águila que estaba en el jardín metida dentro de una gran jaula. La visita al Colegio se vio salpicada por mis brotes de impaciencia que, impertinentemente, reclamaban la inmediata visita a la famosa jaula. El Hermano León dejó a propósito para el final la satisfacción de mis imperiosos deseos y, en vez de una lección de zoología me dio, con todo cariño, una de templanza: las prisas no son buenas para nada y la impaciencia hay que controlarla. Maravilloso ejemplo que todavía hoy recuerdo como uno de los primeros hechos en mi vida que me dejaron una huella consciente.
Después de aquello y durante los 12 años siguientes –calculo que hice 12.000 veces el trayecto de mi casa al colegio y viceversa-, vendrían todas esas sensaciones que son personales pero que tienen una correspondencia puntual en el libro de Javier: las íntimas amarguras, la alegría descontrolada, la sensación primeriza y desconocida de la angustia, las bromas, las pequeñas ambiciones, la generosidad compartida, la envidia amarga, el sutil desasosiego de los pasillos vacíos; las aulas vivas donde cuarenta pequeños mundos, hechos de paisajes interiores, contemplaban el paso de las horas, entretenidos por la ciencia y seducidos con más frecuencia de la deseada por la atracción de las ventanas… Ventanas que, a ratos, dejaban entrar el ruido de la ciudad –ruido que nos recordaba de lejos ese progreso en el que estaban empecinados los mayores- pero que también nos traían las figuras caprichosas de las nubes, hoy mechones blancos y mañana plomo amenazador. Ventanas que reflejaban como un espejo la humedad del jardín en otoño o los instantes dorados de cualquier crepúsculo otoñal. Aquel jardín del estanque verdoso y tonos de paraíso prohibido donde todo era extraño y distinto, desde la desconcertante crueldad del águila, mirándonos con ojos que hablaban otro lenguaje, hasta el aroma de las rosas o la floración de los arbustos en primavera. Ciertamente no se percibía el mismo perfume cuando uno subía a clase desde el patio de la Gratuita y tropezaba con el efluvio artificial y denso de las cocinas, allí donde reinaba la oronda figura del Hermano Fermín y la belleza del jardín recibía su contrapeso para que la sensibilidad no nos hiriera tan tempranamente. Pero por encima de todo, la personalidad del maestro, del educador a quien recibíamos con un “Ave María Purísima” y despedíamos cortésmente con el consabido “Usted lo pase bien” después de haber sido guiados con sabia mano por los vericuetos de lo cotidiano. Aquella mano que estaba allí para conducirnos a través de la confusión y del misterio; aquella mano que lo mismo se dejaba besar que nos atizaba un capón en las horas infelices de la incomprensión. Cuántos rostros atentos, cuántas preguntas inoportunas sin formular, cuántas filas derechas, cuántas vidas, vuelvo a repetir…
El libro de Javier me ha devuelto todas esas visiones internas que serán diferentes para cada lector pero que confluyen en una historia común, la que él ha hecho, con enorme habilidad y sentido de la ponderación. Todos hemos disfrutado y sufrido entre estas paredes y sólo nosotros conocemos el alcance personal de aquellas impresiones, pero los recuerdos comunes, aunque sólo consistieran en escenarios azulados compartidos, en sueños imposibles pero hermosos y en estrellas inalcanzables a las que poder mirar, ya tendrían sentido para todos los que los hemos vivido.
Para redactar estas líneas me he servido de objetos y sensaciones. Fotografías, diplomas, vales, medallas, revistas, han vuelto a mis manos para enriquecer formalmente los sugestivos capítulos redactados por Javier. Después de acabar de leer este “Lourdes, Stella in Castella” he tenido una sensación de orgullo y satisfacción que hace mucho tiempo no experimentaba. Ser parte de una empresa colectiva en la que ha habido y hay tantos compañeros de viaje me lleva a formular un deseo para terminar: que se recupere la asociación de ex –alumnos. Cuando se habla de las mejores Universidades del mundo como Harvard, Yale, Oxford, se olvida recordar que su mayor potencial está no sólo en los excelentes profesorados y en la exigencia permanente y razonada de sus criterios sino en el orgullo de sus ex –alumnos que sienten como propia la historia de su centro educativo y la preservación de los valores en los que fueron formados. El Colegio de Nuestra Señora de Lourdes tiene un potencial inmenso en sus antiguos alumnos que, como Javier Burrieza, pueden aportar y aportan mucho más que un nombre para la simple estadística.