Joaquín Díaz

LA BURGUESÍA EN VALLADOLID


LA BURGUESÍA EN VALLADOLID

El siglo XIX en Valladolid

25-11-2013



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La palabra burguesía, que da título a la comunicación de hoy, hace referencia históricamente al colectivo de personas que vivían en las ciudades, en los burgos, durante la Edad Media y que habían conseguido liberarse de las cargas de la servidumbre tras un período de tiempo de estancia en la ciudad: “El aire de la ciudad te hará libre después de un año y un día” (2), se decía, aceptando una norma consuetudinaria por cuyas cláusulas una persona podía pasar de la esclavitud a la libertad si se establecía en un nuevo núcleo de población y no era reclamado en ese tiempo por su señor. Es evidente que esta clase de burguesía no tiene mucho que ver con la que vamos a describir hoy pero cabría establecer una similitud entre ambos términos si tenemos en cuenta que el siglo XIX todavía conocía la esclavitud del dinero –la posición económica, se llamaba entonces- y que la liberación progresiva de ese injusto yugo vendría a suponer un nuevo estatus para muchas personas que pasarían del campo a la ciudad con la aspiración de crearse un futuro en un entorno aparentemente más libre (3).
Podría hablarse de varios tipos de burguesía en el siglo XIX: la alta burguesía, compuesta por hacendados y propietarios, generalmente poseedores de grandes extensiones de suelo rústico procedentes de las desamortizaciones (4), y por grandes industriales; la burguesía media, integrada por agricultores cuya renta les permitía vivir en la ciudad (5), por comerciantes fuertes (6) y por profesionales de determinados oficios denominados liberales como abogados, ingenieros, médicos (7), etc. cuyos ingresos doblaban por lo general los de cualquier integrante de la pequeña burguesía, constituida habitualmente por artesanos, comerciantes con negocios familiares y trabajadores y obreros de las fábricas e industrias (8), pequeñoburgueses en sus gustos pero proletarios en su economía. En realidad, tal vez no sería ningún disparate afirmar que Valladolid tuvo durante la segunda parte del siglo XIX una clase única, al menos en sus aspiraciones que yo resumiría en los siguientes lugares comunes: mejora de la salud e higiene, deseo de prosperar gracias al trabajo regulado y remunerado, diversiones para todos (cafés, teatros, espectáculos), tiranía de las modas (presumir imitando a las ciudades elegantes) y prosperidad moderada de un nuevo modelo de comercio basado en una seriedad insólita y en un compromiso con la calidad. Una noticia de un periódico vallisoletano de 1859 nos revela un interés de quienes tenían en sus manos el control de la opinión –interés nunca antes demostrado-, por certificar que ya no existían clases sociales, al menos en teoría. El gacetillero escribe sobre una pelea de niños y termina diciendo "El uno vestía de chaqueta y el otro de levita, es decir, que el primero revelaba pertenecer a una familia de artesanos y su contendiente a otra de distinta clase, aunque ya no es distintivo de las condiciones de la sociedad la chaqueta con falda" (9). El colofón del periodista en forma de moraleja venía a ser que sólo una sociedad educada sería capaz de superar los terribles desequilibrios heredados. Un editorial del Norte de Castilla sobre la educación popular recordaba en 1863: "Sin instrucción, entiéndase bien, la libertad es una cadena, la igualdad una ficción y la soberanía una mentira" (10, 11).
Si seguimos la tradicional división en sectores de la actividad económica y de mercado tendríamos tres de las claves que explicarían el desarrollo de la ciudad de Valladolid en el siglo XIX: La agricultura y maquinaria agrícola (o sea el trigo y la sustitución de la fuerza de los animales por la fuerza de los motores y del vapor), la industria y las fundiciones (es decir el crecimiento durante varias décadas no consecutivas de algunas industrias relacionadas con las grandes obras públicas y privadas, como edificios (12, 13), puentes, mercados (14), plazas de toros, infraestructuras (15), etc. y, por último, el comercio, principalmente de alimentación (abacerías y establecimientos de hostelería) y los bazares donde se adquirían los muebles y utensilios para cambiar de arriba abajo las incómodas viviendas (16, 17, 18, 19).
Recorreré brevemente algunas de esas claves. Podría decirse que el despegue económico de Valladolid a mediados del siglo XIX está determinado por las comunicaciones. Recordemos que en 1842 entran en servicio los tres ramales del Canal de Castilla (20). Que desde 1850 se discute en el Ayuntamiento la necesidad de crear mercados al estilo de otras grandes ciudades en previsión del aumento de mercancías y el incremento de negocios. Que en 1851 se comienza a estudiar la construcción de un puente metálico sobre el Pisuerga que se llevará a efecto una década después (21). En 1854 se establece la línea telegráfica óptica entre Madrid e Irún, que pasa por la ciudad. En 1856 la Alcaldía de Valladolid cede terrenos para construir la estación de ferrocarril y en 1859 llega por fin el tren al sur del Campo Grande (22). Un año antes se había aprobado en las Cortes el Plan General de Carreteras (23)... Junto a todo ello, industriales como Manuel Pombo, Toribio Lecanda o José María Iztueta –santanderinos los tres- unen sus nombres a propietarios como Mariano Miguel de Reynoso o Blas López Morales que compran grandes extensiones agrícolas o terrenos cercanos a la ciudad, provenientes, como ya he dicho, de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, para hacerse con la llave del desarrollo urbano y del incremento en la producción de trigo, por ejemplo. Dos fundiciones, la de Julio Cardailhac y Félix Aldea y la de Agustín Mialhe, serán precursoras de una próspera industria que tendrá a Leto Gabilondo o a Miguel de Prado como ejemplos más importantes. Durante este período se crean casi 50 sociedades comerciales en la ciudad y en la lista de los mayores contribuyentes a la hacienda pública figuran en lugares destacados los fabricantes de harinas. Al abrigo de determinadas fortunas se abren las primeras entidades financieras serias entre 1857 y 1864: el Crédito Castellano, La Unión Castellana, el Banco de Valladolid, la Caja de Ahorros o la Sociedad de Crédito Industrial Agrícola y Mercantil. Todas ellas se resentirán en la crisis de 1864 que se llevará por delante negocios y sociedades por culpa de una gestión económica equivocada y excesivamente arriesgada. La quiebra de Antonio Ortiz Vega, uno de los personajes más ricos de la ciudad podría servir de ejemplo para describir una situación desmesurada que, por sus propios excesos, se va de las manos de sus protagonistas. Ortiz Vega era propietario de innumerables terrenos en Valladolid y accionista o dueño de más de siete fábricas de harinas repartidas por la región. El palacete de la calle de la Victoria, todavía en pie (24, 25), recuerda esos momentos de esplendor de una ciudad cuyos prohombres quisieron vivir como se vivía en París en todos los sentidos, terminando por ser unos inadaptados.
Philippe Lavastre, sin embargo, explica muy claramente en su magnífico trabajo sobre Valladolid y sus élites que la burguesía mantuvo su hegemonía porque el desastre industrial y financiero fue compensado por la actividad creciente y la sensatez y buen juicio del comercio vallisoletano, integrado por emprendedores recién llegados de Levante (léase estereros (26), jugueteros, propietarios de bazares), de Santander (pequeños molineros y comerciantes de harinas), de Cataluña (tejidos y zapatos), del País Vasco (fundiciones y maquinaria agrícola), de Extremadura y Salamanca (choriceros y fabricantes de embutidos) o los propios comerciantes locales. Entre 1865 y 1882, 110 nuevos comerciantes se inscriben en el registro o Matrícula, siendo el mejor año el de 1873 con 24 nuevas incorporaciones.
No estará de más aclarar que el urbanismo de la ciudad va muy ligado también al desarrollo de esos años ya que, gracias a la actividad mercantil y al rápido ascenso social de esos comerciantes burgueses se alzan nuevos edificios, surgen lugares para espectáculos y se diseñan construcciones muy bellas que sirven para dar a Valladolid un tono del que aún puede presumir y que caracteriza al siglo XIX (27).
Buena parte de esas construcciones incluían el aspecto externo del negocio comercial, es decir, las fachadas, escaparates, diseño de los aparadores, diseño gráfico de los anuncios y calidad en los productos ofrecidos. El Código español de Comercio de 1829 (28), creado a imagen y semejanza del francés de 1807, contenía en uno de sus artículos una descripción sencilla pero significativa del comerciante. Porque Napoleón Bonaparte, inspirador del Código Civil francés y de otras normativas reguladoras, era, además de un militar ambicioso y de un político insaciable, un legislador de altura y también –no lo olvidemos- un precursor de las campañas de imagen que hoy parecen imprescindibles en el escaparate de la vida. Decía el Código español en su artículo 17: “El ejercicio habitual del comerciante, se supone, para los efectos legales, cuando después de haberse inscrito la persona en la matrícula de comerciantes, anuncia al público por circulares o por los periódicos o por carteles o por rótulos permanentes expuestos en lugar público, un establecimiento que tiene por objeto cualquiera de las operaciones que en este código se declaran como actos positivos de comercio y a estos anuncios se sigue que la persona inscrita se ocupa realmente en actos de esta misma especie”.
Es decir, que sólo el hecho de inscribirse en el libro provincial de matrícula y de declarar por escrito la voluntad de dedicarse a la ocupación elegida por mayor o menor, era más importante o al menos anterior al acto de anunciar al público que se inauguraba un nuevo negocio en el que la relación humana y la claridad en el trato comercial eran tan primordiales como lo que se notificaba en el rótulo. De ahí que los nombres de muchas tiendas y fábricas se basasen o bien en el nombre de la persona titular –que apostaba sus propios apellidos y con ellos la honradez de su comportamiento- o bien en títulos que eran toda una declaración de intenciones (como La Bondad, La Ilusión, La Constancia, La Progresiva, La Esperanza, la Perfección Parisién (29), etc.) o una bandera de identidad (La Vallisoletana, La Castellana, etc.)
La implantación de un nuevo modelo de comunicación y transporte modificó las costumbres, y la creación de la Cámara de Comercio en 1886 suscitó la aparición de centros y ateneos participativos o la creación de estudios superiores específicos o la edición de periódicos que atendían las necesidades de conocimiento de asociaciones y gremios. En 1860, por ejemplo, la Administración Principal de Hacienda Pública de la provincia de Valladolid llama a los colegios y gremios industriales para constituirlos y nombrar síndicos. A la convocatoria acuden, entre otros representantes, los siguientes: Almacenistas de tejidos, mercaderes al por menor de tejidos, sastres de tejidos en ropas hechas, mercaderes de sedas o cintas, prenderos o ropavajeros, tiendas de modista, tiendas de sombreros, sastres sin tienda, cordoneros, guanterías, zapateros. Curtidores, guarnicioneros, estereros y sogueros, albarderos, boteros. Tenderos de juguetes y baratijas, broncistas, plateros, doradores, mercaderes de relojes, fabricantes de paraguas, fabricantes de peines, vaciadores de navajas, almacenistas de quincalla. Fabricantes de fósforos y de papel de fumar. Almacenistas de hierro y acero, herreros cerrajeros y armeros, hojalateros y vidrieros. Almacenistas de madera, carpinteros, carreteros, tablajeros, albéitares, ebanistas, toneleros, cuberos, silleros. Almacenistas de carbón. Propietarios de cafés, tiendas de aguardiente y licores, taberneros, dueños de paradores y posadas, mesoneros, casas de huéspedes, fondistas, botillerías, tiendas de cerveza, horchaterías. Litógrafos, libreros, impresores. Almacenistas de frutos coloniales, tiendas de comestibles y azúcar, abacerías, tiendas de jamones y embutidos, recoveros, puestos de pescados, confiteros, panaderos con o sin horno, fruteros, vinateros, especialistas en granos, almacenistas de paja…Como se puede comprobar, prácticamente todos los representantes de las actividades comerciales e industriales de la ciudad en ese momento, aunque algunas de sus denominaciones tuviesen todavía un tinte medieval.
Repasando la lista de publicaciones referentes a la actividad mercantil e industrial desde mediados del siglo XIX nos encontraremos con títulos como La Academia Comercial, El avisador mercantil, El boletín del comercio, El comercio, El comercio de Castilla, La crónica mercantil, El diario del comercio, El diario mercantil, El eco del comercio, El eco industrial, El indicador mercantil, La industria y el comercio, La juventud mercantil, El mercantil de Castilla, El Mercurio, El Norte de Castilla (30), El porvenir, El progreso (31), La revista mercantil, La revista económica, La unión comercial, La unión mercantil e industrial, La voz del Comercio...etc., que dicen mucho de la actividad y el deseo de información de sus asociados y lectores. Por otro lado, asociaciones como el Ateneo Mercantil, la Sociedad de Comercio, la Sociedad filantrópica Mercantil, El Progreso Mercantil o el Círculo de Recreo, demuestran el interés de industriales y comerciantes por estar presentes en la vida social y cultural vallisoletanas. Estos hechos coinciden, particularmente en los 50 años con los que acaba el siglo XIX, con el afianzamiento de la burguesía como clase social determinante, la sustitución de las asociaciones gremiales por las Cámaras de Comercio o Industria y la implantación de sindicatos y colegios profesionales en el proceso de defensa de determinados colectivos. Todo esto y mucho más –costumbres, modas, acontecimientos sociales, descubrimientos y avances técnicos- conforman un período de la historia de Valladolid que podría calificarse sin exageración como del triunfo de la burguesía y sus aspiraciones.
La sociedad urbana del siglo XIX siempre encontró la vida rural, con sus usos rudimentarios y su existencia primitiva, tan alejada de su forma pretendidamente refinada de actuar y comportarse, que prefería considerar el campo y sus costumbres como un estadio primario o anterior, en el que –eso sí- el individuo educado de la época todavía podía hallar entretenimientos o curiosidades que le permitiesen estudiar el mundo de las civilizaciones antiguas a través de objetos, usos o el mismo lenguaje. Esta forma distanciada, y por tanto incompleta e injusta, de observar la cultura rural (y no olvidemos que rural era casi toda España en ese momento) se prolongó hasta bien entrado el siglo XX. En lo que respecta a la ciudad, los periódicos que como hemos visto nacen a mediados del siglo XIX lo hacen con una vocación clara y unas características precisas, relacionadas precisamente con la eliminación sistemática de todo lo que sonase a primitivo. La vocación la manifiestan reiteradamente sus gacetilleros y tiene mucho que ver con la información veraz pero también con la educación ciudadana y el refinamiento de las costumbres. Valladolid, que ya era ciudad desde 1596, seguía siendo en muchos casos ese gran poblachón bajomedieval en el que las tradiciones y comportamientos aún estaban más cerca de la rudeza rural que de la elegancia y distinción representada por Madrid, Londres (32, 33) o Paris, las urbes de moda y los espejos en que se podían mirar las damas gentiles y los caballeros distinguidos. El cambio que los periodistas solicitaban tan a menudo de la sociedad que les leía, no se iba a producir, sin embargo, con la celeridad que ellos hubiesen deseado. La policía, es decir la correcta conducta en la polis –en la ciudad-, va a convertirse en el caballo de batalla de la sección de sucesos y se va a prolongar durante décadas, pero tal circunstancia, entonces negativa, nos podrá permitir en cierto modo ahora recordar cómo vivían los vallisoletanos del momento y cuáles eran sus preocupaciones, en particular las económicas y comerciales, ya que las morales y de costumbres seguían siendo las mismas de siempre (34).
El pequeño comercio, sin embargo, no tenía nada que ver con el despegue industrial que se produjo en la ciudad a partir de mediados del siglo XIX, principalmente con la actividad de las fábricas de harinas y la sustitución de los antiguos molinos de piedra hidráulicos por el sistema austro-húngaro de cilindros. Para comprender el entramado productivo que se crea alrededor de la industria harinera aportaré un ejemplo: Hilario González, propietario de la Fábrica de tejidos La Vallisoletana, llegó a la ciudad desde la provincia de Logroño, donde explotaba la Real Fábrica de lonas, vitres e hilazas de Cervera de Río Alhama fundada en el siglo XVIII y que se dedicaba a la producción de lonas y velas para barcos. La fábrica tenía 3.000 husos de hilatura y 12 telares mecánicos que tejían 5.000 piezas diarias. En 1852 Hilario adquirió Solá y Coll, una empresa que se dedicaba a la comercialización de tejidos de algodón en Castilla, y además consiguió formar sociedad con José León para construir una fábrica de tejidos de algodón que abasteciese el mercado castellano. José León ya era propietario de una fábrica de tejidos de lino en Valladolid, a la que Hilario deseaba convertir al hilado de algodón. A pesar de que la sociedad no duró mucho y se disolvió, Hilario González consiguió un nuevo socio: Antonio Jover y Vidal. Se trataba de un comerciante de origen catalán que explotaba una fábrica de harinas próxima a León y regentaba la casa de comercio de tejidos de su tío José Ramón Vidal en Valladolid. El nuevo establecimiento, levantado junto a la estación de ferrocarril, se llamó "La Vallisoletana", y se inauguró a principios de 1857 con una serie de socios vallisoletanos y santanderinos. Dos años después pasó a llamarse "Príncipe Alfonso", probablemente con motivo del nacimiento del príncipe. Tenía 5.000 husos y 84 telares movidos por máquina de vapor. Era la única fábrica de Valladolid que producía indianas, tejido de algodón estampado que estuvo de moda mucho tiempo. En 1864 trabajaban en ella 420 personas y los telares mecánicos habían aumentado a 154. El algodón llegaba a Castilla en los barcos que llevaban harinas a América, y ello unido al Canal de Castilla y posteriormente al ferrocarril otorgó a la zona una posición ventajosa a la hora de adquirir esta materia prima. Posteriormente, en 1878, Hilario González puso una yutera en Santander, con objeto de confeccionar sacos de lino, arpillera y lana, para el envase y transporte de las harinas destinadas al mercado nacional.
Es decir, alrededor del negocio de la harina, que como todos sabemos comienza a decaer a partir de la pérdida de las últimas colonias, se creó una red industrial –fundiciones, fábricas de sacos, construcción de edificios para las nuevas fábricas, carpintería de madera, instaladores de mecanismos de cilindros, transportistas (ferrocarril, carretería, transporte fluvial), etc., etc.-.
Por otro lado, y como para apoyar todo esto, hay una serie de publicaciones en las que se ofrece una imagen de Valladolid que se pretende sea sinónima de calidad y de negocio. Nada más apropiado como ejemplo, en ese sentido, que las guías anuales (obvio desideratum, puesto que nunca lo fueron, ni siquiera la de Bailly Bailliere, que era empresa teóricamente fuerte). Ya en la temprana fecha de 1861 Luis Martí y Caballero pretendió, con regular éxito, publicar un Anuario general del Comercio, de la Industria y de la Profesión, en formato de diccionario y con los datos de todos los habitantes de España que facilitaran las informaciones. Tal vez era un intento prematuro –o inoportuno, porque cuatro años más tarde el Ateneo Mercantil anunciaba la crisis del comercio en la ciudad-, pero veinte años más tarde y superado ese bache eran habituales en Valladolid las conferencias sobre Derecho Mercantil mostrando a los comerciantes cómo debían llevar sus libros. Cuando se crea en 1886 la Cámara de Comercio se acompaña de una Revista sobre el tema y ya para los comienzos del siglo XX todos los deseos aparentemente superfluos o gratuitos se habían convertido en necesidad (35, 36, 37, 38). Uno de aquellos anuarios-guía –el editado por la casa Santarén (ya en la segunda década del siglo XX)- fue un paradigma y vino a convertirse al cabo de los años en una referencia obligada por su información y por el diseño de sus páginas. En la presentación de aquel libro se decía: “Tres han sido las guías histórico-descriptivas, de alguna importancia, que se han publicado en Valladolid, y en las tres, aun siendo por diversos motivos muy notables, se advierten omisiones fundamentales para quien quiera conocer Valladolid bajo todos sus aspectos. Esto ha movido a los editores de la presente guía, a imprimir un libro de información en consonancia con el interés histórico, artístico, comercial y administrativo de la ciudad”.
En cualquier caso, y pese a que desde 1860 hasta la fecha de edición de la guía de Santarén hubo muchos y loables intentos de mostrar ese Valladolid histórico, culto y progresista que reclamaban sus más conspicuos vecinos, la publicación de Santarén quedó como un ejemplo temprano del modo de conjugar en una publicación lo interesante con lo práctico, lo histórico con lo estadístico, lo tradicional con lo modernista.
La parte gráfica de los anuncios aparecidos en esas guías es una lección permanente para quien quiera aprobar la asignatura de la comunicación, tan importante y tan necesaria para vivir en esa escuela del mundo que se estaba preparando para un siglo movido (39). Comunicación es palabra de la que se abusa hoy día y que no siempre tiene un significado unívoco. Es más, a veces tiene un sentido incompleto porque hasta hace muy poco tiempo, por ejemplo, los llamados “medios de comunicación” no nos ofrecían muchas posibilidades de interactuar con ellos. Sin embargo es evidente que la comunicación precisa siempre de un transmisor y de un receptor cuyas opiniones son, en último término, igualmente legítimas a la hora de enjuiciar o valorar el mensaje. Porque se trata, no podemos olvidarlo, de ofrecer una idea en forma de mensaje transcrito, cuyos caracteres o grafismos sean reconocidos por quien va a recibirlo e interpretarlo. Por tanto hablamos de lenguajes, visual y escrito, cuyos términos –en la medida en que traduzcan con mayor o menor exactitud la idea a comunicar- nos ayudarán a descifrar todas las claves de la misiva (40). A veces nos dará la sensación de que el mensaje se ha quedado en la botella porque ésta va cerrada y lacrada, mientras que en otras ocasiones podremos leer entre líneas, como se dice coloquialmente, porque la explicación ha sabido ir más allá de la palabra y de la imagen y sugiere conceptos o juicios compartidos por el subconsciente humano (elegancia, distinción, simpatía, buen hacer, calidad, etc. (41)).
Algunos anunciantes se especializaron en comunicar sus productos dirigiéndose al público o al lector con ingenio y precisión (42, 43, 44). Ya se sabe que el comercio de Valladolid tuvo y tiene fama, y ello no es de extrañar con antecedentes tan excelentes como los que la historia nos presenta. Sabemos por las pragmáticas del emperador Carlos y de su hijo Felipe II que los vallisoletanos y vallisoletanas de aquella época eran muy presumidos y que se gastaban todos sus dineros en el vestir lujoso; sabemos también que los comerciantes siempre tuvieron a gala ofrecer los mejores escaparates del reino y pregonar desde ellos lo más exquisito de su mercancía (45). Lo que hoy día se conoce como "comunicación imperativa" podría haber encontrado precedentes ilustres en algún tendero vallisoletano que, ya en el último tercio del siglo XIX, se anunciaba así en las páginas de los diarios locales: "El que tenga sabañones/y se los quiera quitar/venga a mi tienda a comprar/no pierda estas ocasiones,/que de todas hinchazones/se verá en breve curado/si de guante bien forrado/ se surte, según espero,/pues, por tan poco dinero/¿quién anda desabrigado?”. Don Eusebio Suero, del ramo de la guantería y poeta ocasional, era quien ofrecía todos los días su mercaduría en deliciosas décimas, dirigiendo sus versos a jamonas, caballeros de edad madura, pollos y pollitas; para todos tenía palabras don Eusebio quien, por activa y por pasiva, quería demostrar que comprar en su guantería era lo más juicioso, lo más elegante, lo más provechoso para el amor y lo más económico: "Para adornar con primor/una mano de un buen guante/yo convido al elegante/que teniendo algún valor/se acerque a mi mostrador;/yo no lo voy a retar/sólo quiérole probar/que si busca economía/en esta mi guantería/es do la puede encontrar". A veces subrayaba con un paternal "no lo olvidéis" o con un autoritario y convencido "he dicho" sus propias producciones poéticas. En una época en que el sentimiento regionalista estaba envuelto en ideologías románticas, él llamaba a una lucha bajo la bandera de la elegancia y en batalla permanente contra los precios: "Castellanos: Cada día está mejor/aqueste almacén surtido;/sumamente abastecido/tengo yo mi mostrador./Espero, en vuestro favor,/llegaréis aquí constantes:/ánimo pues, elegantes,/no descuidéis vuestras manos./Os lo digo, castellanos,/seguid comprándome guantes". Ponía Eusebio Suero en su verbo los cuatro elementos primordiales para la comunicación imperativa: dotes de convicción, autoridad para convencer, razones para ello e indicación exacta de lo que pretendía que hiciera la persona a quien estaba convenciendo. Ofrezco una muestra más que es un paradigma del buen anuncio que, como todo el mundo sabe, debe contener, al menos los siguientes ingredientes publicitarios: relación directa (casi íntima) con el público; variedad de ofertas; repertorio de dificultades salvadas en la fabricación que hacen más valioso el producto final; deseo de servicio al comprador, etc., etc.: "Público para mí ya tan amado/sólo servirte quiero como anhelo/sintiéndome hacia ti tan inclinado/esta tienda monté con tanto celo;/en ella buen surtido he colocado/de ricos guantes, mas si algún desvelo/he tenido al poner mi guantería/al verte aquí renace mi alegría".
Otro ejemplo: La Bota de Oro (46), zapatería de la calle de Orates 6, publica durante casi un año (1892) un anuncio en todos los periódicos de la ciudad pregonando un extensísimo surtido de calzados para señora, caballero y niños, y para toda aquella persona que pudiera tener y tuviera cualquier ideario político o partidista. En potencia, por consiguiente, se invitaba a todos los habitantes de ese Valladolid burgués a visitar la tienda en la que predominaban, al decir de su dueño, la elegancia y el buen gusto (y el buen humor, claro):
Todo el que quiera calzarse
bonito barato y bueno
puede venir a mi casa
y en ella lograr su objeto.
En esta zapatería
que es de todas un modelo
(y no porque yo lo diga
también lo dicen los hechos)
hay calzado para todos
los pies grandes o pequeños
todas las clases sociales
tienen en mi casa asiento
desde el archimillonario
al más pobre jornalero
y todo buen ciudadano
aunque sea éste extranjero,
porque aquí hay pares de botas
de charol o de becerro
de la clase que se quiera.
En este establecimiento
pueden entrar sin reparo
desde el anarquista al neo
demócratas, socialistas
monárquicos, petroleros
republicanos y todos
los amigos de Mateo
de Cánovas, Salmerón,
de Castelar, de Romero,
de Ruiz Zorrilla, de Pi,
de Lagartijo y Frascuelo,
de Sangarrén, Carvajal,
Guerrita y el Espartero…
En calzado de señoras
¡vaya un surtido que tengo!
Qué elegancia, qué buen gusto.
Pues ¿y para caballeros?
Imposible hacer la lista
de las clases con sus precios.
Venid, venid a calzarse
sin pérdida de momento
a la grande Bota de Oro
que aunque decirlo no debo
es esta zapatería,
la primera, lo sostengo
delante de todo el mundo
porque puedo sostenerlo:
Como mi casa no hay otra
ni aquí ni en el extranjero.
Nada de vacilaciones,
venid con vuestros hijuelos
que aquí se puede calzar
a medida del deseo
pues en clases para niños
el surtido es tan inmenso
que es el acabóse, vaya.
¡Adelante caballeros!
¡Que pasen los estudiantes,
las modistas, los…silencio!
Para todos hay calzado.
¡No empujen! Tomen asiento.
¡Orden, orden, por favor!
¿Qué desea usted? –Deseo
unos zapatos Luis XV
para mi esposa. -Al momento…
El anuncio, la postal, el marbete, un simple secante de regalo, un juguete de cartón o un recortable, perseguían una finalidad bien clara que era la de recordar siempre a quien lo observara las cualidades del establecimiento al que representaba o el oficio que desempeñaba. Desde ese punto de vista creo que el marbete, al que he dedicado algún escrito, tiene mucho que ver con la heráldica y con la emblemática. Tanto los escudos de armas como las “empresas” y emblemas renacentistas trataban de transmitir una idea, un concepto, y lo hacían por lo general a través de un texto o lema y de una imagen. Emblema se llamaba entre los griegos a un mosaico de madera o trabajo de taracea conteniendo una figura. De hecho, la palabra precedía del verbo “emballein”, que significaba “meter a dentro”. Del mismo modo, estos marbetes aparecían dentro de un escudete (47, 48) o conteniendo elementos como una corona o alguno de los símbolos del escudo de la ciudad, y dejaban ver claramente el nombre del comercio. En ciertos casos ese nombre iba acompañado del título gremial en el que se podía ver a qué oficio o profesión pertenecía quien ostentaba ese marbete. La acotación de todos esos elementos se hacía, o bien con la clásica forma del escudo o bien con una orla o greca en la que solían aparecer bruñidos en oro o plata. Tales orlas reflejaban sin duda el gusto del artista que las diseñó y a veces también las tendencias estéticas imperantes en el momento en que se encargaron.
¿Cómo llegaba esa publicidad comercial a los vecinos de Valladolid? Los medios habituales, ya se supone, eran los periódicos diarios, en los que las noticias de actualidad se apretaban junto a las alzas y las bajas de los precios de los mercados y junto a los anuncios de milagrosas medicinas que se podían obtener pidiéndolas directamente a Barcelona o a París. Esos bálsamos y específicos (49) –al igual que cualquier otro invento del extranjero- venían avalados por ilustres doctores de reconocidas universidades y por “lumbreras de la ciencia médica de Europa”, lo que les hacía más creíbles y eficaces.
Respecto a la credibilidad de las ofertas locales habría que recordar que durante el siglo XIX, además de la durabilidad de lo vendido se valoraba la seriedad en el trato. Algunas razones comerciales incluían en su publicidad, para destacar lo propio, aquello que otros competidores podían tener de negativo, incluyendo de ese modo un guiño cómplice al cliente, que sin duda conocía los fallos insinuados y por tanto valoraba más la antigüedad y formalidad del anunciante.
La Funeraria Berzosa (50) lo recordaba: “en negocios de esta especie (o sea, la triste misión de facilitar todo lo necesario después de ocurrido un fallecimiento), lo que conviene es hacer y no anunciar lo que muchas veces no se cumple”. Y lo destacaba en cursiva como enfatizando de algún modo la frase y su trascendencia.
Otro modo de exponer y llamar la atención era la cartelería. Por supuesto que los rótulos de las tiendas eran un reclamo permanente, aunque no siempre sus contenidos ayudaran a comprender o a identificar lo que se vendía en el interior. En 1871 un gacetillero de El Norte de Castilla pedía que se corrigieran en la ciudad rótulos de tiendas, que pudieran incitar a error, y citaba uno: "Se vende pólvora, perdigones y demás comestibles"...Y todavía en 1944 la Comisión Permanente del Ayuntamiento aprobaba un acuerdo por el que se adoptaban “severas medidas para evitar que en rótulos, anuncios, carteles, muestras y en general en toda clase de inscripciones” se emplearan palabras no admitidas por la Academia Española de la Lengua.
Decía al comienzo que la burguesía incipiente de la ciudad quería establecer su programa reformista e innovador de costumbres sobre cuatro pilares: a la salud de los cuerpos por la higiene (51), la prosperidad económica gracias a la instrucción y al trabajo regulado y remunerado, la proliferación de las diversiones públicas para todos (cafés, teatros), y el cambiante mundo de la moda (presumir imitando a las ciudades elegantes) como activador del comercio y de la industria.
Me centraré en dos de ellas habida cuenta del tiempo de que dispongo y comenzaré por el tema de la higiene. La costumbre de arrojar aguas mayores y menores a las Esguevas desde las tribunas, que se mantuvo hasta el siglo XIX nos recuerda que Quevedo criticó las calles de la ciudad por su mal estado y por estar enfangadas (y no siempre de lodo) (52). Es verdad que el siglo XVII fue desastroso para Valladolid y que en el XVIII apenas aumentó la población en 3000 personas, pero en esta centuria, al menos, algunos ilustrados trataron ya de acelerar el progreso de la población proponiendo la plantación de arboledas, la creación de numerosas industrias y la educación de las clases más populares con el incremento de los maestros y el adecentamiento de sus salarios. Es bien conocida en ese sentido la labor del Diarista Pinciano -José Mariano Beristáin- precursor del periodismo comprometido, quien por medio de la publicación de sus gacetillas informaba y formaba a los vallisoletanos en la década de los 80 del siglo XVIII. Nos interesan sus escritos no tanto por lo que revelan acerca de la vida de la ciudad sino por las noticias tangenciales que nos dan en relación con múltiples temas. Hablando por ejemplo de las crecidas desastrosas de la Esgueva, precisamente, nos descubre que la gente de Valladolid usaba nada menos que 14 puentes para cruzar este río en diferentes partes de la ciudad: el puente de la Catedral, el de la Reina, el que va de la cárcel de la ciudad al espolón nuevo, el del Bolo de la Antigua, el de Magaña, el del Conde de Cancelada, el de la Marquesa de Revilla, el de las Chirimías, el de San Benito, el de los Gallegos, el del Val...
Muchas de las muertes se producían en el primer cuarto de siglo por infecciones, tifus y pestes, a pesar de parecer lacras medievales. La falta de higiene era general, aunque se pretendiese cubrir a veces su ausencia con anuncios aromáticos como el siguiente: “Cuando una señora rocía su aposento con agua de Murray se convierte, por un sentido a lo menos, en delicioso retrete floral”.
Pero esa falta de higiene se sentía no sólo en lo personal sino en los propios mercados donde se vendían productos consumibles. “El lunes 8 del corriente –dice una gacetilla del año 1875- presenciamos el hecho de retirarse avergonzada una señora de la Plaza de Portugalete, porque, reconviniendo a un expendedor de pescado fresco por la venta como buena de una merluza insalubre, fue contestada con denuestos a voz en grito que ´lo bueno y barato no podía ser`”. La advertencia de esas prácticas se extendía a la autoridad en gacetillas como la siguiente: “Vigílese por quien debe hacerlo la operación que algunos expendedores de fresco de esta ciudad llevan a cabo con el género puesto a la venta, que consiste en darle unas pinceladas de sangre de res menor para hacer ver que siempre se mantiene bueno y conserva el color como si se acabara de sacar del puerto. Esto es lo que se llama pintar al fresco sin requisitos ni escuela”.
Acerca de la escasez de limpieza en las calles versa la siguiente gacetilla donde el periodista parece seguir la senda de aquellos ilustres literatos que consideraron a Valladolid un albañal: “Cuando se observan ciertas calles de esta población parece como si no existieran ordenanzas municipales o al menos encargados de hacerlas cumplir. Cualquier rincón sirve de lugar urinario y hay sitios en que la orina corre desde la arista entrante de dos fachadas como cualquier otro líquido podría hacerlo desde su manantial: véase en comprobación de ello uno de los ángulos del Palacio Arzobispal y la entrada de la calle de la Galera vieja por la del Obispo, convertida en hediondo cenagal. Mas no es esto lo que acusa mayor abandono y asquerosidad: gran número de calles y plazuelas, hasta en el centro de la población, cual si fueran receptáculos de deyecciones humanas, apenas si permiten dar un paso sin peligro de clavarse blandamente, y obligan a caminar ojo al pie y mano a la nariz. Pocas medidas serán tan fáciles en la ejecución como las precisas para llevar a cabo las reglas de limpieza y salubridad, cuya inobservancia denunciamos. Instálense aparatos mingitorios en número suficiente y en los sitios más adecuados y, una vez establecidos, que los dependientes municipales denuncien a quien los sustituya por los sitios hoy convertidos en foco de suciedad. Algunos descuidados sufrirían durante breves días los efectos de ligereza o flaca memoria, pero luego todos escarmentarían en cabeza ajena o en la propia. Que los serenos tomaran este encargo bajo su responsabilidad con respecto a suciedades de más bulto durante la noche y muy pronto se habría logrado lo que debe cumplirse en toda población culta y aseada”.
Repito: cultura y aseo, es decir educación e higiene, eran los pilares de urbanidad en los que debía apoyarse el comportamiento personal y colectivo, además de en los grandes principios sociales como la libertad y la solidaridad. Se valoraba mucho asimismo la veracidad y el servicio a la sociedad, al país y, en última instancia, a la humanidad. A veces a la seguridad y limpieza se añadía el decoro, como puede observarse en los bandos que, año tras año y en la época veraniega, se daban acerca de los baños en el río. A las prohibiciones de lavar (desde la Cascajera hasta los baños calientes) (53) o de meter las caballerías en el río, se unían la de acercarse en barca a los baños de señoras o la de salir fuera de las casetas destinadas al efecto para bañarse “al descubierto”. El río prometía ser un espacio de ocio y entretenimiento, no sólo por las frondosas calles de árboles que adornaban sus riberas y la posibilidad de instalar allí alguna banda de música, sino porque, de hecho, ya había un vaporcito llamado Miguel Iscar que cruzaba el río y hacía pequeños recorridos que tenían por base la llamada pomposamente Estación Biarritz, o sea el embarcadero.
Respecto a la cosa musical de ámbito público se desarrollaba, a mediados del siglo XIX en Valladolid, en cuatro frentes principales: Los salones de baile, los teatros, las plazas y jardines (donde interpretaban música las bandas militares) (54) y en los bailes de candil de los barrios o en el interior de ventas, posadas y los nuevos cafés. El auge del piano como instrumento de acompañamiento para la música vocal señala la diferencia entre los salones de sociedad y los de candil, donde la guitarra y otros instrumentos populares todavía seguían lanzando al aire las notas de seguidillas, boleros y fandangos. Un compositor de la época podía darse por satisfecho si sus obras estaban en todos esos ámbitos. Si no podemos decir que una obra lírica alcanzaba un éxito apoteósico sólo por ser representada (que una zarzuela obtuviera éxito en ese tiempo se cifraba en que se sostuviera diez días en el cartel), sí podemos afirmar en cambio que algunos de los trabajos para piano o para piano y canto eran un gran éxito si conseguían una aceptación absoluta a nivel nacional llegando a regalarse con revistas de moda de la época, lo cual era síntoma inequívoco de aceptación al menos entre una burguesía cada vez más numerosa. Desde luego, habría que explicar que los vericuetos que hoy sigue la popularización de un tema y que pasan obligatoriamente por las grandes superficies comerciales y por la insistencia machacona de los medios de comunicación o el balcón abierto de internet, tenían en aquel tiempo un sentido y una orientación diferentes: la música en los salones, es decir aquella que permitía transmitir un repertorio conocido pero además introducir nuevas creaciones, dependía de las partituras y éstas todavía se seguían copiando a mano pues su impresión masiva no estuvo popularizada hasta.
Independientemente de la cuestión de la autoría, podemos observar ya un tipo de repertorio con una temática preferentemente romántica y costumbrista, sobre la que va a girar el gusto musical de los primeros cuarenta años del siglo. Entre los años treinta y los cincuenta se va, eso sí, inclinando públicamente la balanza hacia lo nacional en detrimento de lo operístico italiano, cuyas arias y duetos habían llenado los salones de la aristocracia madrileña hasta ese momento. A partir del instante en que esos salones aumentan en número y se socializan, creándose Asociaciones especialmente preocupadas por las sesiones artísticas y culturales que se convertían en auténticos acontecimientos sociales, lo "español", por así denominarlo, va tomando seguras posiciones frente a lo foráneo.
En cuanto a la preocupación por “igualar”, es decir por entrar en esa burguesía equiparadora, veamos cómo expresaba sus dudas acerca de la dificultad de acercar las clases sociales el Tío Basilio (cantor ambulante que era muy conocido y apreciado en Valladolid) en la navidad de 1898, con esta relación de la boda frustrada entre el Tío Pingajo -gitano dedicado al esquileo de las bestias- y la Tía Fandanga, asturiana robusta a la que el autor describe con estos cuatro versos:
Moñetuda, con ojos azules/ pelo fosco, moreno color
y con una nariz de peonza/ como el troncho de una coliflor.
Personajes llegados a la gran ciudad, como tantos otros, en este caso desde los dos puntos extremos del país -Andalucía y Asturias- representan dos formas de vida y de cultura que hacen un intento de aproximarse pero que finalmente ni consiguen unirse ni ponerse de acuerdo por ser incapaces de superar sus propios complejos. Pingajo ha dejado preñada a su novia y escribe a los padres de ésta para que sepan que su hija "tiene roto ya el refajo". Entretanto, sus propios parientes le han enviado la dote, consistente en un vagón de cuernos, un cencerro y un garrote. Los chicos le siguen por las calles y él con el apuro pierde las tijeras de esquilar, símbolo de su etnia y de su profesión:
El gitano del mal se lamenta/dando voces se pone a llorar
y decía: Perdí la herramienta/ no me puedo con ella casar.
La Fandanga, en vista del caso, se echa otro novio -ahora ya asturiano- aguador por más señas (oficio por el que tenían predilección muchos de los astures que llegaban del Principado) y termina casándose con él, aportando a la boda como dote el niño que le ha hecho Pingajo:
A los ecos del pandero/ de la gaita y del tambor
la Fandanga se ha casado/ con su novio el aguador.
De igual modo se casa Pingajo/ la trapera su mano le da
entre vino turrón y cascajo/nochebuena feliz pasará.
Sería complicado crear en tan pocos versos un retrato social más acertado y con más elementos descriptivos; evidentemente había que conocer muy bien el ambiente pintado y los personajes para poder colgar ante el público un cuadro de costumbres que, sin intención moralizante pero con un fondo satírico, encima cayera bien a los propios retratados que acabarían comprándolo.
Resumiendo: el Valladolid burgués despega entre 1850 y 1864 creándose unas expectativas que cederán tras la crisis de este último año y que propiciarán otro tipo de crecimiento más moderado pero basado en el comercio de tiendas que abastecerán a esa misma burguesía –de la que dependerán- y crecerán entre los años 67 y 80 del siglo. A partir de ese año y gracias a nuevas líneas del ferrocarril y otras industrias, Valladolid confirma el crecimiento urbano hacia el sur con edificaciones interesantes, tanto las ostentosas como las más corrientes, que darán carácter a un nuevo tipo de ciudad. Sin embargo, en mi opinión, esa burguesía que con sus aspiraciones transforma y mejora urbanísticamente Valladolid, fracasa en su ideario –si es que llega a tenerlo-, renunciando a su papel integrador de clases sociales o dejándose dominar por costumbres profundamente arraigadas en cada una de esas clases que darán como resultado una cada vez menor influencia en el cuerpo de la sociedad.