02-07-2013
El día que conocí a Avelino Hernández tuve la sensación de que algo importante me había sucedido. Ese tipo de sensaciones no suele ser frecuente, ni en mi vida ni en ninguna otra, y deja, al cabo de los años, una marca que sirve de referencia para saber dónde es posible aliviar un poco el peso de la cotidianidad y así embellecer con un hito nuestro paso por este mundo. A partir de ese momento tuve la suerte de charlar muchas veces con él y de recibir frecuentes regalos suyos en forma de palabra. Debo reconocer que su físico acompañaba a la grandeza interior y que sus manos, enormes y en movimiento, parecían dibujar nítidamente en el aire los trazos inteligentes y claros que su cerebro iba generando mientras conversaba. El diálogo con él era ameno y enriquecedor porque, aunque tuvieses a ratos la sensación de que ya conocía lo que le estabas contando, sabías también que te iba a escuchar atentamente hasta el final. Quería entusiasmarse con sus amigos. Disfrutar con ellos y sus proyectos. Le apetecía ser espectador y actor al mismo tiempo, aunque lo hiciera sin pretensiones de protagonismo, con la delicadeza y precisión propia de los grandes directores de escena.
Sus cartas reflejan todo eso y mucho más. Son lecciones que preparaba concienzudamente con el magisterio sencillo y cordial de un profesor de la vieja escuela que hubiese asimilado y hecho suya la frase evangélica docete omnes gentes. Recibir una carta de Avelino era como traducir a Gramsci (“todos los hombres son intelectuales pero no todos cumplen esa función en la sociedad”) y recordar al mismo tiempo la parábola de los talentos y el “efecto Mateo”. Ayudaba a mejorar nuestras capacidades con una naturalidad y un desenfado digno de mejores resultados. En la carta que Teresa ha seleccionado entre las muchas que nos cruzamos, hay un último apunte –escrito a mano- que traduce nuestra permanente aspiración durante muchos años: “Y seguimos debiéndonos un encuentro sosegado...”
Probablemente fue mi falta de sosiego la culpable de que dejásemos pendiente esa conversación tranquila y sustanciosa que hubiese servido de epílogo a nuestra relación y que habría sido, como siempre, un perfecto lenitivo para las absurdas tensiones del trabajo diario, que tanto desgastan y que tan poco aportan. Él sí acertó a comprender que el ser humano necesita descanso para su alma aunque no sepa ni dónde reside ni qué forma tiene. Eligió libremente el azul en compañía de Teresa y dio a sus últimos días el colorido que sólo los grandes hombres son capaces de conseguir. Llenó su paleta de colores variados, enriquecedores, íntimos, y los compartió con sus lectores.
Todo en este libro es verdad, incluso la rúbrica con que acababa sus cartas –“salud”-, que tantas veces deseó para sus amigos y que a él le faltó para nuestro desconsuelo.