Joaquín Díaz

PRÓLOGO PARA SUSANA ASENSIO


PRÓLOGO PARA SUSANA ASENSIO

Sobre la obra de Eduardo Martínez Torner

19-10-2010



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Hasta hace muy poco tiempo, autorizadas voces calificaban la situación musical española, al menos durante el siglo XIX y parte del XX, de “tercermundista” (1). Las diferencias con Europa, demasiado patentes y afrentosas a veces, no radicaban sólo en la dedicación de recursos o en las cualidades profesionales, sino en problemas de honda tradición que afectaban como siempre a la educación. De ese estado de cosas, que repercutía en primer lugar sobre los artistas y en segundo término sobre quienes optaran en su vida por la docencia o el estudio de la música, no era Platón el único culpable (2). La causa del problema estaba mucho más cercana aunque siguiera teniendo el mismo origen: del siglo XVIII, el de la Ilustración, se recuerdan los debates entre Rameau y Rousseau, el primero defendiendo la racionalidad de la música y más proclive el segundo –que fue quien redactó las páginas dedicadas a la música en la famosa enciclopedia de Diderot- a relacionar la voz y el lenguaje con la naturaleza y su imitación: la abstracción de la música, por tanto, frente a la representación más directa, más tangible, fuese en palabras o en imágenes representativas, de otras artes como la pintura, la escultura y la literatura, o sea la palabra escrita. Es obvio que el siglo XVIII tuvo figuras musicales indiscutibles dentro de España, pero lo que fallaba estrepitosamente aquí eran los sistemas de enseñanza de la música y la representación de la misma en los niveles oficiales. La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, por ejemplo, creada en 1749 se llamaba primitivamente “de las tres nobles artes”, aludiendo exclusivamente a la arquitectura, la escultura y la pintura. Sólo Tomás de Iriarte en su obra La música en 1779 y Antonio Gil y Zárate en 1859 protestaron de dicha ausencia, que era universalmente aceptada por la sociedad española y sus más conspicuos representantes. Aún más, sabedores los académicos madrileños de que se preparaba un decreto ministerial en el que se iba a crear por fin una sección de música en la academia de San Fernando, se alteraron y elaboraron un informe en el que venían a decir que la música era una cosa bien distinta de las artes plásticas y que “se dirigía exclusivamente al sentimiento, por lo que no era capaz por sí sola de desarrollar una idea moral, sino cuando completaba su pensamiento con la palabra y la poesía”. No puede extrañar con estas opiniones que durante los siglos XIX y XX la mejor salida para los músicos fuera la frontera de Irún en busca de ese paraíso en el que la fantasía no estuviese prohibida o proscrita.
Por fortuna Emilio Castelar desde su altura intelectual y desde su propia cartera ministerial influyó lo suficiente para que en mayo de 1873 el ministerio de Fomento promulgara el decreto por el que se completaba la composición de la Academia de San Fernando con una nueva sección compuesta por 12 nuevos académicos. En el decreto se decía taxativamente: “Expresión adecuada y perfecta de los más íntimos sentimientos del espíritu humano, a la vez que instrumento poderoso de educación para los pueblos, la Música, tan desarrollada en nuestros tiempos, tan apreciada por todas las naciones cultas, tan rica en genios ilustres y obras inmortales, es merecedora de la protección de los gobiernos libres vivamente interesados en la prosperidad del arte bello, al que va ligado íntimamente el progreso de la especie humana”.
La lectura de este texto podría sugerir a una persona poco avisada que antes de ese importante momento no existía interés por la música ni en los gobiernos ni en la sociedad española, si hacemos excepción de escasísimos pero gloriosos personajes. Evidentemente no era así: la música había existido en las iglesias y en los palacios, había crecido gracias a la esplendidez de los mecenas pero también había tenido su representación y su importancia en la vida de las personas, de todas las personas. Si hay algo inseparable de una existencia –desde la cuna hasta la sepultura-, ese algo es la música y, vinculada a ella como el alma al cuerpo, la poesía. Muchos estudiosos –en particular filólogos y etnomusicólogos del siglo XX- han descrito con admiración y sorpresa el instante en que percibieron, por encima de la personalidad de los individuos a los que estaban entrevistando o de las expresiones que estaban recogiendo en su trabajo de campo, la elegancia de la sabiduría tradicional; ese aroma antiguo, ese exquisito trazo que nimbaba las formas y el contenido de aquello que se habían encargado de trabajar y pulir tantas generaciones. Ese instante solía llegar en forma de rayo que descabalgaba y convertía a la persona, como dice el Nuevo Testamento que le sucedió a San Pablo camino de Damasco. El investigador iba distraído, absorto incluso en sus propios pensamientos y una sensación desconocida se cruzaba como una exhalación obligándole a reflexionar o, lo que es lo mismo, a doblar, retorcer o hacer añicos su rígida concepción de las cosas. Menéndez Pidal descubrió ese paraninfo en el Burgo de Osma en forma de lavandera cantora de romances y otros lo percibieron como una curiosidad irrefrenable que les conducía casi obsesivamente a una tierra prometida o a un oasis maravilloso. Ese arte de expresar lo más hondo de la vida humana por medio del lenguaje lo descubrió Torner en un momento probablemente crucial de su vida, cuando su maestro en Paris Vincent D`Indy –considerando las circunstancias por las que atravesaba Francia en 1914- le aconsejó que no regresara a la capital francesa, que retrasase indefinidamente su vuelta al curso de la Schola cantorum y que dedicase su tiempo a la recogida de materiales de campo en su propia tierra. Torner tuvo la oportunidad de acompañar a Josefina Sela y se encontró con personas capaces de transmitir formas elevadísimas de expresión, aunque incapaces al mismo tiempo de trazar una vocal o una consonante.
En ese descubrimiento de un mundo poético o artístico escrito o dibujado en el aire está, a mi juicio, el asombro y la fascinación de Torner hacia el repertorio oral de tipo tradicional; ese “indefinible encanto que halaga y suspende el ánimo”-según describió alguien la poesía, y en particular la popular- le relacionó con su genoma cultural al tiempo que le abría la puerta de un castillo fantástico jamás descrito en los tratados teóricos ni explicado en los medios académicos. Probablemente en conversaciones con su maestro D`Indy, éste le habría hablado del paisaje como fuente de inspiración (recuérdese que el músico francés la buscaba especialmente en el castillo des Faugs) y de las melodías populares como base para algunas de sus composiciones (“Jour d`été à la montagne”, de 1906, por ejemplo, tríptico sinfónico que el autor describe como un día de verano en tres momentos). D`Indy se inspiró para su obra musical en el poema de su primo Roger de Pampelonne “Las horas de la montaña” y probablemente también comentaría con Torner la perspectiva del artista ante esa naturaleza que le servía para dar gracias al Creador. Pero ese entusiasmo por la parte más espiritual del ser humano, patente en toda la obra de D`Indy y motor incluso de su propia vida y trabajo, no tendría tanta importancia en la sensibilidad de Torner como el don de la creatividad humana. Esa capacidad especial para comunicar de forma sencilla lo más trascendental; esa cualidad con la que generación tras generación se hacía realidad el repertorio del pueblo, es decir la selección voluntaria y tradicional de una estética peculiar e identificadora. Torner, en su calidad de artista, de músico, probablemente fue mucho más él mismo que cuando –obligado por un ambiente académico y riguroso- se vio impelido a recorrer los rígidos caminos del método. Pondré sólo un ejemplo, aunque supongo que es representativo y expresivo: Martínez Torner fue el “culpable” de que miles y miles de personas cantasen las mismas canciones tradicionales a partir de la grabación de unos discos, con el coro de las Misiones pedagógicas, cuya difusión y popularización entra ya dentro del período en que la fonografía es determinante en la divulgación y fijación de los repertorios. No estoy de acuerdo, por ejemplo, con la opinión de Diego Catalán –recordada en este libro por Susana Asensio- de que la versión del “Conde Niño” de Martínez Torner obedeciera a unos criterios “poéticos y musicales verdaderamente lamentables”. Estoy seguro de que tampoco al crear esa música y modificar el texto tuvo intención Torner de “degradar” el romance a las versiones de corro o infantiles. El estilo de la tonada conseguida por el músico asturiano es absolutamente popular, la desaparición de las transformaciones de los amantes es coherente y no es extraño por tanto que la gente lo aceptara con gusto y sin ninguna reticencia. Susana Asensio nos acerca en la parte biográfica de su estudio a ese Torner humano, artista y apasionado para quien el destino se convirtió en fatalidad (incomprensiones, partidismos, envidias, exilio) tantas veces.
En otro orden de cosas, el trabajo ingente y minucioso de la autora en este libro recupera para siempre y de forma analítica la obra de Torner en el campo de la tradición. Sus estudios musicológicos o filológicos –cuya aceptación o rechazo, como siempre sucede en España, iban más vinculados a las simpatías o antipatías personales o de escuela- obtienen por fin una revisión global en la que se contemplan con rigor las causas y efectos que determinaron el devenir profesional de un extraordinario comunicador.

Joaquín Díaz

(1) Emilio Casares se expresa así en la introducción a su impagable trabajo El legado Barbieri (Vol.I, p.XXX)
(2) Recuérdese la opinión del filósofo sobre poetas y artistas en la Republica: “... Si arribara a nuestro Estado un hombre cuya destreza lo capacitara para asumir las más variadas formas y para imitar todas las cosas y se propusiera hacer una exhibición de sus poemas, creo que nos prosternaríamos ante él como ante alguien digno de culto, maravilloso y encantador, pero le diríamos que en nuestro Estado no hay hombre alguno como él ni está permitido que llegue a haberlo, y lo mandaríamos a otro Estado, tras derramar mirra sobre su cabeza y haberlo coronado con cintillas de lana” (Rep. 398b).