29-08-2007
Hoy día se puede decir que, frente a una tendencia universalista de la política y contra un colonialismo cultural que penetra por todas las ventanas y puertas de la vieja casa, se atisba cierta esperanza en algunas élites de las nuevas generaciones que, como reacción a esa masiva homogeneización, demandan sus propias raíces, interesándose por su origen y observando o estudiando con orgullo su pasado. Se nos escapa ahora mismo, sin embargo, qué parte tenga de movimiento pendular esa tendencia, aunque parece evidente que, en contraposición a la table rasa que se pretendía hacer de todo lo tradicional hace cincuenta o sesenta años, comienza a advertirse una postura más lógica y racional y, probablemente, más provechosa a la larga, al permitir que se mantengan tradiciones, costumbres y expresiones culturales contrastadas por el tiempo y el uso, valiosísimas por sí mismas aunque su puesta en práctica no tenga hoy día la naturalidad y frescura de otros tiempos. No es necesario decir las dificultades con las que se encuentran quienes tratan de revivir costumbres o danzas en su lugar de origen, habida cuenta de la escasez de voluntarios (el individuo de hoy "participa" raramente y prefiere ser espectador de todo) y teniendo presente que, merced a los medios de comunicación e información actuales, se ha perdido para las costumbres, danzas o canciones de los pueblos ese carácter de "exclusivos" que antes tenían, pensando los vecinos de una que sus expresiones eran únicas y por tanto dignas de conservarse aunque se observase en ellas de vez en cuando una natural evolución. Así pues, frente a esa inercia del deterioro o del desánimo debemos reflexionar y volver a valorar nuestro patrimonio, que no es solamente el palacio, o la iglesia o la casa solariega; ni siquiera los molinos, los aperos o el ajuar legado por nuestros mayores, sino también esos otros valores que llegaron a conferirnos una identidad: Una lengua rica y expresiva, las formas de creer y divertirnos, el trabajo común y solidario, los usos y costumbres característicos de cada zona...
Frente al pesimismo generalizado, imaginación y confianza en las propias fuerzas y el la capacidad creativa del ser humano. En palabras de Mircea Eliade habría que recuperar esa libertad creativa del hombre tradicional, capaz de pensar en la posibilidad de trascender definitivamente el tiempo:"En la medida en que fracasa al hacerlo -dice Eliade-, en la medida en que peca, es decir, en que cae en la existencia histórica, en el tiempo, estropea cada año esa posibilidad, pero por lo menos conserva la libertad de anular esas faltas, de borrar el recuerdo de su caída en la historia y de intentar de nuevo una salida definitiva del tiempo. Por otro lado, el hombre arcaico tiene seguramente el derecho a considerarse más creador que el hombre moderno, que se define a sí mismo como creador sólo de la historia. Cada año, en efecto, el hombre arcaico toma parte en la repetición de la cosmogonía, el acto creador por excelencia. Hasta puede agregarse que, durante algún tiempo, el hombre ha sido 'creador' en el plano cósmico, al imitar esa cosmogonía periódica (por lo demás, repetida por él en todos los otros planos de la vida) y participar en ella".
Una anécdota real referida por Carl Jung al recordar su breve relación con los indios Pueblo, nos ilustrará perfectamente acerca de lo que quiero decir. Cuenta Jung que un jefe indio se quejaba constantemente de la insistencia de los yanquis en llevar a los jóvenes indios a sus escuelas, impidiendo que aprendieran su propia religión: "¿Qué sería del mundo si no practicáramos nuestra religión?" -se preguntaba el jefe indio-. "Nosotros somos un pueblo que vive en el techo del mundo. Si no pudiéramos ejercer nuestra religión no saldría el sol más en diez años. Siempre sería de noche...
Entonces, comprendí -continúa Jung- en qué consistía la 'dignidad', la serena naturalidad del individuo: es el hijo del sol, su vida tiene un sentido cosmológico, ayuda a su padre y mantenedor de toda vida en su salida y ocaso diarios. Comparemos con ello nuestra automotivación, nuestro sentido de vida que nos formula la razón, y con ello no podemos menos que sentirnos impresionados por nuestra miseria. Por mera envidia tenemos que reirnos de la ingenuidad de los indios y mostrarnos orgullosos de nuestra inteligencia para no descubrir cuán empobrecidos y rebajados estamos. El saber no nos enriquece sino que nos aleja cada vez más del mundo místico, en el cual tuvimos una vez nuestra verdadera patria".
En lo que concierne al patrimonio material, el arquitectónico y monumental, todo el mundo sabe que excede en cantidad y exigencias a cualquier presupuesto que se le quiera dedicar por parte de las Administraciones encargadas de su protección y custodia; es natural, por tanto, que esa imagen ruinosa de algunos pueblos de nuestra geografía tenga una justificación que conocemos y aceptamos: no hay dinero para más. Sin embargo hay -y este vicio es perfectamente remediable- una terrible carencia en el terreno de las normativas; se precisan unas leyes (y en el caso de que ya existen se deben de aplicar sin excusa), que amparen técnicamente a quienes deben decidir en pequeños municipios acerca del destino de fachadas, edificios y construcciones auxiliares que, si bien no alcanzan la categoría de conjunto histórico artístico, sí han servido para dar un estilo propio a los conjuntos rurales. Sin unos preceptos serios, rigurosos y de estricto cumplimiento, se prima la acción insolidaria o de compadreo que genera la infracción en cadena y contribuye a fomentar la desilusión y la desesperanza en quienes creen que la ética o la moral individual deberían ser la base para un correcto comportamiento común.
Por otra parte, no existe una valoración adecuada de los grandes monumentos ni mucho menos se observa una conciencia de responsabilidad compartida ante su deterioro. "Ese edificio es de la Iglesia"...; "que lo arreglen los curas" -se oye frecuentemente-. Se olvida, o se desconoce en muchos casos, que la fábrica de ese edificio se cimentó sobre la fe de nuestros mayores, pero fundamentalmente además sobre el producto de los diezmos que -de buena o mala gana- ofrecían a la iglesia. No hablo ya del caso en que, por encima de todo esto, sea el lugar donde unas personas rinden culto al Dios en el que creen, debiendo por tanto, honrarle con el mejor y más decoroso emplazamiento.
Es indudable, sin embargo, que buena parte del problema radica en lo lejos que la Administración está del administrado. La mayoría de los casos recientes que se me ocurren, presentan algún "desencuentro" de ese tipo.
No hay por qué pensar, por ejemplo, que los atentados arquitectónicos que tan frecuentemente se perciben en pueblos españoles sean de responsabilidad exclusiva del habitante del medio rural, a quien se acusa de mal gusto o de falta de sensibilidad. A veces se exigen tantos papeles y requisitos para hacer una pequeña obra a personas que ni siquiera saben escribir que, aunque estuviera en su ánimo hacerlo todo legal, acaban tirando por la calle del medio y haciendo su fachada sin permiso. Si un técnico hubiese ido al pueblo nada más conocer la petición hecha a través del secretario, se hubiese entrevistado con el propietario de la casa y con el albañil que iba a hacer la obra, y les hubiese dado unas normas básicas -esas normas que todos desearíamos que se aplicasen-, todo hubiese ido mejor. Esa es la forma en la que yo entiendo la Administración, y estoy seguro además de que, a la larga, sería más económica para todos.
Cualquier esfuerzo destinado a encauzar o promover un turismo determinado a zonas rurales deberá pasar antes por una coordinación que no olvide el respeto por lo diferente y que permita contar con personas y entidades que ya viven en zonas rústicas y que valoran adecuadamente lo que poseen. Ellos serán sin duda los mejores cicerones y la llave de entrada a un mundo distinto y venerable. La empresa no es nueva pues las sociedades de amigos del país del siglo XVIII y las sociedades excursionistas del XIX tenían el mismo fin aunque bajo una mentalidad distinta. A comienzos de este siglo, incluso ese pequeño turismo se veía ya con buenos ojos por el comisario Regio, Marqués de la Vega Inclán. A propósito de esa predicción decía León Roch en un libro "Por tierras de Avila" editado en 1912 lo siguiente: "Sin que se deje de prestar atención singularísima a las empresas del gran turismo, que son muy patrióticas y pueden ser muy provechosas; sin dejar de soñar en aquella fantástica danza de millones, es opinión mía muy modesta, pero muy hondamente arraigada, que el trabajo más inmediato que debemos realizar es el de favorecer el pequeño turismo. No es, sin duda, esta empresa de tan colosal importancia, ni son sus rendimientos tan fabulosos, pero tiene una utilidad práctica inmediata, así en el orden moral como en el económico... Desarrollar este pequeño turismo, fomentando los viajes, facilitanto y abaratando las comunicaciones y ofrecer alicientes a los viajeros, es también obra patriótica. El pequeño turismo puede contribuir también a hecer país...- finalizaba el escritor. Hay un mundo por descubrir y el camino pasa por el pasado.