Joaquín Díaz

CULTURA Y PAISAJE


CULTURA Y PAISAJE

El paisaje y la educación

17-02-2009



-.-

Hay pocas creaciones del ser humano que se parezcan más entre sí que su forma de hablar y el paisaje que le rodea. Del mismo modo que el lenguaje es reflejo de las sensaciones y emociones que se producen en la mente del individuo al contacto con el entorno en el que vive, así también el paisaje es el resultado de su actividad y la mejor muestra de sus cualidades, las funcionales y las artísticas. La palabra "paisaje" viene de "pagus", palabra con la que los romanos designaban el terreno rústico en el que vivían o tenían alguna propiedad, de modo que se acabó llamando paganos a quienes vivían en zonas rurales y a quienes, precisamente por su menor proclividad a las novedades y cambios propios de los núcleos habitados, aceptaban con notables reticencias que la nueva religión cristiana viniese a sustituir su complejo mundo de divinidades adscritas a la naturaleza por la creencia en un solo Dios. Con el tiempo la palabra pago vino a designar a cada una de las tierras que componían el término de un pueblo y a las que se nombraba de forma peculiar para poder distinguirlas de sus vecinas, que probablemente mostraban otras características. Esa época en que cada fragmento del paisaje tenía nombre y además un nombre que significaba algo, pasó a la historia. El paisaje es hoy un panorama abarcable, más o menos hermoso, más o menos degradado, que se muestra como el resultado de multitud de aciertos y contradicciones históricas y sociales cuya principal consecuencia ha sido una modificación paulatina de su esencia. Abarcando sucesivos paisajes, y considerado como un conjunto de parajes que se complementan hasta formar un espacio con unos límites determinados –que no necesariamente deben ser visuales-, estaría el territorio.
En la modificación del paisaje ha intervenido desde siempre la mano del hombre pero también innumerables y sucesivas tecnologías agropecuarias que han llegado a crear un medio -que hasta ahora se denominaba rústico o rural para diferenciarlo del generado en espacios donde se concentraba la población-, cuyos patrones han cambiado con tanta celeridad en los últimos tiempos que ya no se pueden denominar con el término habitual sin provocar equívocos.
Desde el momento en que el paisaje es el resultado de una serie de elementos relacionados entre sí y abarcables para la vista humana, cualquier intervención del individuo sobre aquél debería estar marcada por el respeto al estilo resultante de la evolución histórica, a las características medioambientales o ecológicas y al sociosistema. Observando el entramado de este último convendría advertir además que el paisaje no es sólo la representación de una realidad más o menos compleja, sino el conglomerado de sensaciones –sentimientos estéticos y emocionales- que produce su visión en el ser humano, para quien el paisaje viene a ser un libro sobre el que puede leer el pasado y el presente de aquella misma sociedad en la que ha nacido y vive.
Las intervenciones que se realicen sobre el paisaje deberán responder en consecuencia a dos principios básicos, que son el conocimiento histórico de la evolución y alteración sufridas por ese mismo paisaje y la seguridad de que dichas intervenciones se realizarán en beneficio de un desarrollo sostenible e inteligente del territorio, ajustándose no sólo a técnicas sino a la valoración y al respeto ambiental. Sólo así podrá decirse que la relación entre cultura y paisaje tiene verdadero sentido y se ajusta a la lógica. Sin embargo, la mayoría de las normativas que han servido para crear jurisprudencia en torno al territorio y a su uso por el ser humano han ido deslizándose peligrosamente desde la defensa del patrimonio común hacia la atención a intereses particulares, primando la realidad productiva sobre el disfrute colectivo del paisaje y potenciando políticas socioeconómicas de corto alcance por encima de visiones de conjunto con más amplio futuro. El resultado de esas políticas es la creación de situaciones ficticias en las que ni siquiera importan el desarrollo agropecuario o la economía local, sino los vaivenes de intereses mercantiles o macroeconómicos cuyos orígenes o cuyas consecuencias están muy lejos del ámbito en que se aplican.
Dentro del paisaje cultural –es decir, dentro del entorno en el que el individuo vive, convive y desarrolla su creatividad- se están originando desde hace casi un siglo “espacios turísticos”, o sea fragmentos o enclaves del territorio que, por razones estéticas, históricas o ambientales, representan un patrimonio digno de admirar por gentes que llegan de otras áreas y capaz asimismo de generar actividades económicas diversas y distintas de las que habitualmente permitieron vivir a los habitantes de esos espacios. El peligro de que esos mismos “espacios turísticos” contribuyan a deteriorar artificialmente la zona e introduzcan acciones depredadoras en el medio ambiente, se deriva del hecho de que quienes invaden esos territorios ni proceden del entorno cultural, ni respetan la idiosincrasia de quienes allí viven, ni se mueven bajo los mismos parámetros socioeconómicos.
La sociedad, por tanto, debe implicarse en la cultura ambiental, participar activamente en la gestión y defensa del paisaje así como en la planificación del uso del territorio, defendiendo actuaciones que generen desarrollos sostenibles y rechazando intervenciones agresivas que alterarían irreversiblemente la identidad social y cultural del territorio en beneficio de intereses espurios. No se trata tampoco de conservar a ultranza o reconstruir artificiosamente, sino de renovar con sentido común respetando una funcionalidad lógica y coherente.
La defensa del paisaje como patrimonio común por parte de la sociedad y de los responsables de la administración pública deberá, en suma, incluir la consideración de ese paisaje como un conjunto de valores en los que la arquitectura popular, la red de infraestructuras que surcan el territorio, la artesanía productiva, la organización agropecuaria del espacio y otros factores confluyan para crear ese tesoro común en el que el individuo se sienta representado y por el que manifieste admiración o emoción. Para ello además convendrá evitar políticas contradictorias en las áreas agroambientales, que por un lado traten de aplicar actuaciones sostenibles y por el otro administren subvenciones condicionadas exclusivamente por políticas de producción.
Dada la importancia que se está dando en los últimos años a la conservación y uso de determinadas creaciones del ser humano –monumentos, parajes recreados por la mano del individuo, mentalidad y expresiones populares- se hace necesaria una lectura plural de aquellas creaciones a la luz de diferentes disciplinas, así como una acción integradora para que los futuros estudios que se emprendan sobre este tema complejo descubran todas las facetas del acuciante problema y para que las soluciones estén basadas en premisas sólidas y puedan ser aplicadas correctamente. La pasividad que muchas veces aqueja al ciudadano de hoy sólo puede ser redimida con la curiosidad, y esa curiosidad –utilizaré un ejemplo extremo- puede llegar a salvarnos la vida o nuestras propiedades en determinados momentos. Estamos acostumbrados a recibir con periódica insistencia noticias que nos ofrecen los medios de comunicación en las que muchas personas se lamentan de haber edificado su casa sobre una vía de desagüe natural, llámese riera, rambla o valle, y se deploran una y otra vez las consecuencias de aquella imprevisión o de aquella ignorancia. El cuidado con que los monjes elegían en la Edad Media los lugares de asentamiento de sus monasterios no obedecía a un talento natural o a una inspiración divina, sino a la observación detallada de las características del terreno, de sus propiedades, de sus peligros y por tanto de sus posibilidades de habitabilidad y rendimiento. No sé si hemos renunciado hoy por completo a esa actitud positiva, activa, que nos integraría sin duda en el lugar que hayamos elegido para construir o seleccionar nuestra casa, pero, como decía antes, la curiosidad puede servirnos en bandeja datos y conocimientos proporcionados por el habla de nuestro entorno si somos capaces de traducir su lenguaje.
Ese ejercicio colectivo de responsabilidad se hace cada día más necesario pues la tendencia social acomoda al individuo en posiciones claramente pasivas que le apartan de sus compromisos como ciudadano e incluso como ser humano y le apartan de una actividad para la que todos estamos legitimados, siempre que conozcamos en la medida de lo posible, naturalmente, esos asuntos patrimoniales, lo cual implicará un interés por ellos así como un estudio y valoración de todos sus extremos. El paisaje que contemplamos, y que muchas veces nos representa y define, es el producto de innumerables y sucesivas decisiones en las que a veces lamentamos –cuando ya es demasiado tarde- no haber influido con nuestra opinión. La vida del individuo de hoy es una carrera de obstáculos contra la agudeza, contra la reflexión, contra el contraste sosegado de ideas, contra la excelencia. Una selva colmada de trampas donde caen sucesivamente las ilusiones, las esperanzas, los optimismos… No nos podemos quedar quietos ante esa vida, sobre todo ante esa forma de vida actual que parece que excluye cualquier tipo de actuación que no contemple y acate los valores preferidos por una sociedad huérfana de salidas. Hay que buscar una alternativa a la pasividad que ataje el progreso de la trivialidad y la aceptación de lo vulgar como medida de todo. Como escribía Fernando Pessoa, “en la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación”.
La reflexión del gran poeta y pensador portugués, escrita hace casi un siglo, no ha dejado de tener actualidad. Las crisis más dañinas son las crisis del espíritu y de la sensibilidad. Recobremos, en estos tiempos en que parece que el mismo tejido social está en cuestión, en que se desmoronan los mundos artificiales de una economía sobrevalorada, la capacidad de observación para volver a descubrir un entorno que debe seguir perteneciendo a todos.