02-06-2014
Mis primeras palabras deben ser de agradecimiento a la Junta directiva de la Asociación de Antiguos alumnos del Colegio por pensar en mí para una distinción que me honra y me resulta tan entrañable como sugestiva. Entrañable porque el colegio estuvo presente durante doce años en mi educación y eso no es una minucia, y sugestiva porque durante ese tiempo sucedieron tantas cosas que difícilmente podría recordar -o sea volver a usar el corazón- sin recurrir a este lugar.
Cuando hace unos años me tocó en suerte la tarea de dirigir unas palabras a quienes habían sido mis compañeros de colegio después de veinticinco años de no vernos, me pareció que todo era permisible salvo los balances o las estadísticas. Recordaba entonces, eso sí, que quienes formábamos aquella generación dispar y un poco rebelde habíamos disfrutado y sufrido entre estas paredes y que sólo en nuestro fuero interno estaba el verdadero alcance y la trascendencia real de aquellas impresiones personales e intransferibles. Porque impresiones eran, y no otra cosa, las íntimas amarguras, la alegría descontrolada de las salidas al recreo en forma de tsunami humano, la sensación primera y nueva de la angustia, las bromas que nos gastábamos –las graciosas y las pesadas-, las pequeñas ambiciones, la generosidad compartida, la amarga envidia, el desasosiego inexplicable y sutil de los pasillos vacíos y silenciosos cuando uno los recorría en las horas lectivas, el duro aprendizaje matizado por los claroscuros de la memoria y el olvido, las aulas vivas donde treinta o cuarenta pequeños mundos hechos de paisajes interiores contemplaban el paso de las horas, unas veces entretenidos por la ciencia o la literatura y otras seducidos por la distracción luminosa de las ventanas. Ventanas que a veces –cuando el ambiente se cargaba de electricidad o de olores ácidos y el Hermano de turno pedía al que estaba más cerca de ellas que se levantase a abrirlas- dejaban entrar el ruido de una ciudad bulliciosa. Ventanas que reflejaban como un espejo los tonos húmedos de la vegetación del jardín en otoño o los instantes dorados de cualquier crepúsculo en los que uno soñaba con su primer amor o con un futuro imperfecto –o pluscuamperfecto, que de todo había-. Y qué decir de las tardes de junio, cercanos ya los exámenes y las vacaciones, con el rumor zumbón de los insectos y el canto incesante de los pájaros recordándonos con crueldad que la vida estaba fuera, en la calle o en el jardín. Aquel jardín del estanque verdoso y aromas de paraíso perdido donde todo era sorprendentemente extraño y distinto, desde la mirada atenta del águila hasta el perfume de las rosas o la floración ajena de los arbustos y de los árboles.
Pero volviendo a la realidad, habrá que reconocer que durante unos cuantos años se apoderó de nosotros, volens nolens (que según nos enseñó el Hermano Eduardo venía a significar "lo quieras o no"), lo cotidiano. Y sin embargo, el día a día de cada año que pasamos en el Colegio sirvió para construir, sin alardear de ello, un cierto espíritu de generación. Participamos de una época difícil en la que se nos presentaron muchos retos que cada uno trató de solventar lo mejor que pudo. En lo que respecta a la actitud social, que tan decisiva fue en el desarrollo de aquella misma época y las que vinieron después, podrían decirse muchas cosas, pero las dejaré reducidas a tres:
1. Nuestra generación fue beligerante –como muchas otras lo fueron- pero comprensiva; es decir, luchó por determinadas causas, aun sabiendo que eran causas perdidas, y creyó en ellas con firmeza pero con flexibilidad.
2. Esa generación dio muchos tipos solitarios pero también solidarios; a pesar de que las tendencias sociales comenzaban ya a inclinar a muchas personas hacia el individualismo, la palabra solidaridad fue una bandera bajo la cual nos sentimos muy a gusto.
3. Muchas ideologías del pasado confluyeron en ese siglo y en esos años creando un tipo de individuo entusiasta pero desesperado. Frente a los avances tecnológicos que proporcionaban aparente bienestar, los más inquietos de esa generación soportaron –soportamos- crisis de angustia existencial.
Sin embargo, por encima de todo eso, como decía, nos quedó la sensación de pertenencia a una generación aun procediendo de diferentes lugares de España, teniendo un pasado cultural y familiar diverso y esperando que el futuro –esa palabra arriesgada y ambigua que con frecuencia nos recordaban los Hermanos de las Escuelas Cristianas no se sabe bien si para prepararnos o para asustarnos- nos separara aún más y nos llevara por caminos tan dispersos como extraños. Lo pudimos comprobar esa primera vez que nos reunimos después de muchos años de haber abandonado el Colegio, al escuchar las profesiones y oficios que habíamos elegido para completar el proyecto personal de cada uno. Ese proyecto que algunos habían decidido compartir con una compañera y del que, también en algunos casos, habían surgido nuevas vidas que a su vez generaron otras voces que ahora llaman abuelos a aquellos chavales que fuimos y demandan a gritos su propio futuro.
Dicen que el género humano carece de memoria y se suele olvidar de una generación a otra de lo que hicieron sus antepasados. Necesita experimentar por sí mismo. Las aspiraciones, las ambiciones y el resto de elementos que componen la condición humana son esencialmente los mismos en todas las generaciones aunque revistan una apariencia u otra según las épocas y las modas, pero en lo que se refiere a las reacciones primarias, siguen siendo idénticas. Eso no quita, como digo, que la humanidad necesite reciclarse en cada nueva hornada, dando los mismos pasos que dieron sus antecesores. En resumen, a quienes estudiamos aquí y compartimos un tiempo de esperanza nos une todavía ese espíritu de generación que nos hizo levantar un edificio de ilusiones y decepciones, y que nos hizo caminar en común. Esas impresiones se fueron acumulando en la memoria y su recuerdo nos hace seguir vivos.
Precisamente, hay algo sobre lo que quisiera insistir esta mañana en la que, por una decisión más generosa que acertada, se me va a entregar una insignia que llevaré prendida en el corazón mientras éste me siga latiendo. Se trata de ese sentido de compañerismo que, no se sabe si por inducción o porque la convivencia lo exigía, se respiraba en las clases. Pondré un ejemplo: cuando uno recibía un premio -un vale, una buena nota, un boletín con resultados espléndidos, una medalla, un diploma- sentía una especie de deuda con el resto de los compañeros que habían provocado -aun sin quererlo- esa distinción o habían ayudado con su presencia a conseguirla. No olvidemos que para ser el primero tiene que haber un segundo...Es decir, que en esa recepción de la mención honorífica estaba presente, de una forma o de otra, el resto de la clase: el listo, el menos listo, el gracioso, el torpe, el avieso, el chulo, el desastroso, el indisciplinado, el mal hablado, el bondadoso, el aplicado, el devoto, el memorión, el empollón, el deportista y, porque no se me quede nadie fuera, hasta el Hermano que soportaba con paciencia todas esas complejas personalidades aunque a veces tuviese tentaciones de laminarlas y dejarlas reducidas a su expresión más simple y llana. Creo que no exagero si digo que todos nos sentíamos representados cuando alguno de la clase salía a recibir aquellos diplomas de excelencia, incluso si tenía el infortunio de tropezar en el último escalón de la traidora escalera de madera que permitía el acceso al escenario del teatro Calderón y que el azoramiento o el nerviosismo pretendía ignorar sin conseguirlo. No nos dábamos cuenta de que ese último y maldito escalón tenía además un borde de madera que cubría la batería de candilejas y que se convertía sin pretenderlo en aquel obstáculo de la vida que había que superar, contra el que a veces nos prevenían los Hermanos, y que en efecto -como tal obstáculo real- nos hacía tropezar, con el consiguiente susto de nuestros padres y la rechifla general del público escolar si el premiado terminaba cogiendo una liebre en vez del premio.
Por supuesto, las carcajadas eran acalladas inmediatamente con una rápida y fulminante mirada del Hermano que nos vigilaba en el teatro. Porque cuando nosotros estudiábamos aquí -me imagino que habrán cambiado un poco las cosas-, lo más fácil de aplicar era la disciplina, ya que solía obedecer a una normativa y había que incorporar pocas iniciativas personales a esa forma de legislación. Lo difícil para el profesor era saber cómo iba a responder cada alumno a esas normas y, sobre todo, ser capaz de improvisar una respuesta didáctica adecuada según las circunstancias y apoyándose solamente en el buen criterio. Menos mal que esa forma de elegir, ese criterio, imponía su cordura y eliminaba finalmente lo que no fuese esencial. Inmersos hoy en la era de la comunicación, recibimos tal exceso de información que apenas si tenemos tiempo para asimilarla o para aprovecharla. Se impone, por encima de la tradicional labor de aprender, aquella que nos recomendaba de forma implícita la educación lasaliana: aprender a olvidar. Y me explico: aprender a olvidar significaba seleccionar lo que se nos estaba transmitiendo para quedarnos con lo imprescindible. Esta simple función era tan cardinal como el hecho de no cargar con un peso excesivo una pequeña barca o un frágil globo aerostático en el que nos fuésemos a subir, pero requería una capacidad de discernimiento y mucho sentido común a la hora de formarnos.
Educar, lo sabemos todos, es conducir, dirigir, y hay implícito en ese ejercicio un sentido de responsabilidad moral o ética, porque no basta con tutelar un recorrido sino que se precisa llevar a alguien desde un punto a otro, sacar de: e-ducar. Pero formar es algo más, porque entre las acepciones de la palabra está también la de congregar a diferentes personas para que constituyan un cuerpo moral. No sólo un conjunto de hileras más o menos ordenadas parecidas a las que se hacían cuando, a toque de silbato, nos reunían en el patio antes de subir a clase, sino un cuerpo moral, es decir un grupo de personas imbuidas de la misma necesidad de compartir valores, de contribuir a mejorar la sociedad o de transmitir una experiencia existencial –aunque sea de viva voz- a los más jóvenes.
Y eso lo han conseguido los Hermanos de la Salle una generación tras otra desde hace muchos años. Recientemente -hace pocos días-, pude comprobarlo al coincidir en Hervás (donde había ido a dar una conferencia) con otras dos personas que, en un momento dado confesaron haber estudiado en colegios de La Salle, creándose al momento aquel cuerpo moral de que hablaba.
Además de todo esto, por supuesto, está el recuerdo individual, la construcción de la propia personalidad, en la que cada uno ponía sus materiales. Esos recuerdos de la infancia, que suelen ser felices a no ser que tengamos desde niños una tendencia particular a la tristeza, acostumbran a acompañarnos durante toda la vida y regresar oportunamente para ayudarnos a respirar cuando lo cotidiano nos asfixia o nos ahoga la realidad. A mí en particular me atraía la naturaleza y siempre me sedujo, fuera del jardín prohibido del Colegio, el Campo Grande. A lo largo de los años fueron muchos los momentos en los que el parque hizo de bosque encantado, de refugio místico, de escondite natural, de atajo hacia la felicidad, de sombra bienhechora...Sin embargo había unos días especiales -los que transcurrían entre el final del curso escolar y la entrega de las notas, que no solían pasar de diez (los días y las notas)–, que convertían al Campo Grande en el Paraíso, es decir en ese recinto delicioso que según las leyendas antiguas ocupó el ser humano antes de caer en la tentación de su propia humanidad. Durante esos días procuraba pasar allí las mañanas completas, desde horas muy tempranas, y disfrutar con la lectura (de novelas, todo hay que decirlo), con el paseo o simplemente con la observación relajada y consciente de mi entorno, transportado en volandas al más deliberado edenismo. Libre ya de las ataduras de los horarios, rotas las cadenas de los estudios reglados, desembarazado de la compañía obligada de compañeros y profesores, paladeaba aquellas horas como exquisito manjar degustado después de un ayuno involuntario y prolongado. Probablemente la libertad, si es que existe, sea como esa brisa que me refrescaba el rostro nada más acceder al jardín ameno y me saludaba con los primeros aromas del boj o del aligustre recién regados. Tan inasible y tan arrebatadora aquella sensación. Tan mía y al mismo tiempo tan universal. La lectura se me antojaba bienhechora, la comprensión de lo leído elemental, la asimilación más gustosa y el resultado de todo ello trascendental. A veces la vista se elevaba desde las páginas del libro a las ramas de los árboles con la misma espontaneidad y desahogo con que los pájaros subían y bajaban entre trinos alborozados. La frescura y el bienestar matizaban aquellas horas penetrando los sentidos y pigmentando de tal modo los recuerdos que ahora mismo, al evocarlos, podría sentir los mismos colores, las mismas luces, parecidos sonidos y similar intensidad en la emoción.
Aunque pueda parecer exageradamente poético, todo eso y mucho más le debo al Campo Grande y estoy seguro de que para muchos vallisoletanos, o incluso para gente que no era de aquí pero paseó por sus veredas, las sensaciones serán distintas pero los resultados iguales. Memoria de las cosas, de los lugares, de los momentos, de las horas: el estanque, la gruta, los patos, la cascada, el “Catarro”, el barquillero, la pérgola, la fuente del cisne, los senderos de tierra apisonada, la pajarera, el palomar, el paseo del Príncipe, el teatro Pradera, las citas, los amores primeros, los grupos de amigos, el retrato familiar, las verbenas enardecedoras de los sentidos, los gritos desgarrados de los pavos reales con sus cuellos azules y templados como alfanjes, las migas a los cisnes, los bancos, la gente, la vida. El Campo Grande ha sido un espacio de todos y para todos pero para los alumnos del Colegio ha sido también una especie de patio ajardinado donde la libertad tenía instalados sus reales.
Finalizaré recordando, ya que me he instalado en un estadio poético, los concursos de declamación y poesía -que siempre ganaba Ángel María de Pablos-, los concursos de canto por Santa Cecilia -que siempre ganaba la clase más original o el conjunto más afinado-, los concursos de catecismo -que iban a parar al que tenía más memoria o más reflejos al sonar la chasca-, y los concursos de belenes o hasta los concursos de reclamos publicitarios para quienes se anunciaban en la revista Unión. Recuerdo ahora un ripio de los premiados, simplemente para poner al descubierto la inocencia de aquellos benditos años:
Te brillan ahora los iris / de los ojos como a un niño
las gafas compro en Tremiño / y a Ruiz en óptica Iris.
En fin, que aunque cada año nos cueste más reconocernos, tendremos que hacer nuestro el título de la obra de Pablo Neruda “Confieso que he vivido” para aplicarlo a aquel tiempo en que íbamos construyendo la existencia con los materiales –buenos y malos- que otros nos preparaban y cuyo resultado es, ni más ni menos que lo que hoy somos.