Joaquín Díaz

LA COLECCIÓN DE PLIEGOS DE LA FUNDACIÓN JOAQUÍN DÍAZ


LA COLECCIÓN DE PLIEGOS DE LA FUNDACIÓN JOAQUÍN DÍAZ

Sobre pliegos e imprentas

08-06-2010



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Mi afición hacia el papel impreso es bastante temprana. Las tediosas convalecencias de las enfermedades leves de la infancia las entretenía hojeando los libros de Bertoldo o los cuentos de Calleja que mi padre trasladaba ritualmente desde las estanterías de su despacho hasta la cama en la que me encontraba. Sin embargo no tuve plena consciencia de la importancia de esos trasvases hasta que me tocó soportar un largo postoperatorio de una intervención complicada de las amígdalas. Mi padre se sintió generoso entonces y me trajo el Viaje por España del Barón Charles Davillier con las ilustraciones inolvidables de Doré. En la edición familiar, las interesantes notas de Arturo del Hoyo incluían también diversos grabados entre los cuales me llamó la atención en especial una aleluya sobre Don Pedro I. “Contar hoy la vida quiero, de Don Pedro el justiciero / él hizo acatar la ley, desde el zapatero al rey”. Durante toda mi vida he recordado algunos de aquellos pareados y en mi memoria están frescas aún las líneas claras con las que Pérez despachaba en 48 viñetas encargadas por Marés la vida de un monarca polémico pero siempre interesante. El descubrimiento reciente de un manga japonés debido a la extraordinaria dibujante Yasuko Aoike y titulado Alcazar –que por cierto ha alcanzado un éxito impresionante y que desarrolla en 13 volúmenes la azarosa vida del rey- demuestra hasta qué punto los arquetipos siguen vivos y continúan apasionando a cualquier tipo de lector.
El recuerdo permanente de aquellos versos y mi relación posterior con el universo de la tradición oral me permitió también entender mejor y contemplar con naturalidad el frecuente trasvase de canciones, romances o relatos desde el ingenio o la memoria hasta el papel impreso y viceversa. No puedo olvidar tampoco, ya que está casi en el origen de mi afición por el coleccionismo de pliegos, la generosa donación de Ataúlfo Rodríguez de Llano, propietario e impulsor de la imprenta Rodas, en pleno rastro madrileño, quien tras ver un programa de televisión que se titulaba “La clave” en el que José Luis Balbín, su director, me preguntaba por el baúl de Juanita Reina y sus coplas, decidió definitivamente a quién dejaría en herencia todos los papeles que aún llenaban la imprenta que acababa de cerrar para jubilarse, y me escribió para comunicarme que los ponía a mi entera disposición. Con impresores como él, con cajistas, con ciegos, con hijos o hijas de ciegos y con los últimos espectadores de aquellos bardos heroicos que probablemente se equivocaron de época, se fue completando la información variada, humana y musical, que acrecentó mi interés por el modelo de publicación –ligero, vendible, cantable, recordable- y me impulsó a coleccionarlo con mejor o peor fortuna. No tengo duda de que el interés popular, general diría mejor, hacia estos papeles de formato humilde, de apariencia intrascendente, se mantuvo inalterable durante siglos tanto por la curiosidad que despertaban en todos –ricos y pobres, letrados e iletrados, jóvenes y viejos- las vidas de sus protagonistas, como por la forma atractiva, fascinante, en que contaron esas mismas vidas quienes tuvieron, por suerte o por desgracia, que ocuparse de ello. La simple impresión quedó de esa manera ligada para siempre a otros valores añadidos: sonidos, imaginación, recuerdo, entonación, fórmulas melódicas y rítmicas, etc. que fueron dando forma a un género peculiar.
Sin embargo, y pese a esa peculiaridad que fue excluyendo este tipo de papeles de otras clasificaciones más definidas, resulta difícil hoy mismo calificarlo por sus características físicas. Puede que el título de esta reunión sea la demostración más palpable de la perplejidad que nos produce su estudio o su simple lectura. En general, y aunque estemos hablando de un manuscrito o de un conjunto de hojas atadas o cosidas de poca entidad, hablamos también de un conjunto de conocimientos o noticias susceptibles de enriquecerse –por exceso o por defecto- en el ámbito siempre cambiante de las versiones orales. Puede que alguno de los oficios que se encargaron de mantener tradicionalmente esta industria –como el oficio de impresor- tuviese una mayor sensación de responsabilidad que otros al suponer que era depositario del mapa del tesoro y que la mera presión de los tipos sobre el papel ya daba al contenido una cierta permanencia que lo fijaba y lo aseguraba contra el olvido. En cualquier caso, y del olvido sigo hablando, los últimos cincuenta años nos han proporcionado motivos más que sobrados para no creer en la permanencia de nada y para desconfiar de la indemnidad de todo aquello que parecía quedar atado y bien atado.
La misma perplejidad que produce el estudio de los pliegos y la inseguridad sobre su clasificación o definición, la puede tener quien recurra a nuestra colección de más de 7.000 (entre pliegos y aleluyas) que se halla en la biblioteca de nuestra Fundación en Urueña.
Algunos de los pliegos especifican en su última página las colecciones publicadas, sus títulos y los lugares de venta: por esas informaciones podemos deducir que los libreros, impresores o depositarios ofrecían con la misma naturalidad romances que jácaras, vendían con la misma facilidad sainetes que aleluyas, ruedas de los enamorados, de los amantes y de la fortuna que libritos de cortejar, juegos de manos, recetarios de cocina, almanaques, horóscopos o libros de sueños y planetas. Anunciaban además variados surtidos en novelas históricas, folletines, revistas teatrales, argumentos reducidos de zarzuelas y óperas, folletos de cine, cancioneros, etc. etc. etc. Está claro que un depósito no vendía lo mismo que un coplero ambulante y que la oferta de éste estaba limitada por el peso y por el tipo de público al que se iba a dirigir pero vamos conociendo poco a poco algunos de los recursos usados por los ciegos y buhoneros quienes pedían a las imprentas que les enviaran los pliegos empaquetados a fondas y posadas de confianza donde los recogían para emprender otro tramo del camino con material renovado o con las noticias más recientes aunque la novedad estuviese sólo en el título.
Las colecciones más abundantes de nuestro fondo son del siglo XIX y corresponden a imprentas que hicieron su agosto con un público adicto y entregado. Ya he recordado muchas veces algún escrito de Antonio Trueba, o sea Antón el de los cantares, en el que manifiesta que llegó a reunir 20.000 papeles de este tipo, aseveración que siempre me pareció exagerada pero que, según pasa el tiempo y voy conociendo más imprentas, me va pareciendo menos desmedida. Hubo establecimientos tipográficos que llegaron a publicar entre 200 y 500 títulos diferentes, colecciones de sainetes que fueron numerosísimas, romances que aparecieron en sucesivas versiones y ediciones, pliegos con canciones de moda constantemente cambiantes y todo tipo de remendería que sabemos se tiraba por miles de ejemplares y que, a mi modo de ver, hace cada vez más verosímil la opinión –seguramente redondeada, eso sí- de Trueba.
Las imprentas de Marés en Madrid, del Abanico en Barcelona, de Santarén en Valladolid o de José María Moreno en Carmona llenaron los cuatro puntos cardinales de la geografía española de papeles mejor o peor impresos, de calidad más o menos contrastada pero permanentemente aceptados por un público deseoso de noticias y necesitado de sorpresas. Tal vez la clave de esa aceptación nos la dé Julián Iriarte Lorea, vendedor manco que recorrió España desde 1880 vendiendo papeles y anunciándose, bien cantando bien pregonando, por todos los mercados y esquinas de innumerables ciudades españolas: sus canciones podían ser viejas o nuevas, pero eran “todas bonitas”. Creo que si pudiésemos saber qué entendía Iriarte por bonitas tendríamos las cualidades que harían un pliego vendible, es decir las características que ayudarían a difundir un tema y por tanto harían necesaria su impresión previa. Esta palabra la he escuchado después en boca de muchas personas con quienes he conversado haciendo trabajo de campo, para calificar o definir ese tipo de papeles que se adquirían por poco precio, que aportaban un modelo de información avalado por la credibilidad de un “forastero conocido” (y matizo la aparente antinomia con unas comillas) y que servían de entretenimiento o de solaz (o sea de consolación) para tantas almas atribuladas por la dureza de lo cotidiano. No me parece desacertada la palabra “bonito” cuando siempre ha estado entre las premisas requeridas para que un producto que se vende sea convincente: bueno, bonito y barato. De la bondad en un sentido moral ya hablé recientemente al presentar un libro de Antonio Rodríguez Almodóvar sobre cuentos tradicionales recordando que la ética popular suele presentarse más en forma de propuesta razonable que de imposición moralizante, lo cual es, de entrada, más aceptable para las audiencias heterogéneas. Lo barato del producto es incontestable porque siempre estaba en el límite de la moneda más pequeña del sistema monetario. Nos quedaría lo bonito considerado como cualidad cercana a la perfección.
Si buscamos la palabra en los títulos de los pliegos de nuestra biblioteca hay casi cien que la contienen para calificar algo: o una colección, o una creación, o un cantar, o una relación…Sólo el calificativo “nuevo” aparece con más frecuencia en el encabezamiento de los pliegos y como parte de la propia descripción del contenido, pero, desde luego, bonito es algo más que curioso, o jocoso, o burlesco o gracioso, que son otros adjetivos que se usan en los títulos para calificar un suceso, un baile o una composición. Dejo esta cuestión para una posible reflexión pero recuerdo que para Borges lo bonito, lo bello, era la espera de una revelación que no llegaba a producirse…¿Tendrá algo que ver esa espera con la tensión que provocaba en las audiencias la forma de expresarse de los cantores que sería un elemento más a la hora de explicar el interés del público por estos papeles?
En cuanto al fondo en sí, aparte de considerarlo variadísimo, no tengo dudas acerca de su interés bibliográfico a pesar de que estemos incluyéndolo hoy en el apartado de los no-libros. Aporta datos poco conocidos sobre imprentas ya desaparecidas, completa estudios ya realizados acerca de colecciones publicadas o reimpresas por determinados establecimientos tipográficos, abre nuevos caminos en la investigación sobre algunos personajes considerados secundarios que tuvieron más importancia de la que se piensa en la difusión y venta de estos papeles, permite comparar algunos temas que fueron populares en España con otros similares o idénticos que se extendieron por toda América gracias a algunas aportaciones que van incorporándose al fondo desde Brasil, Cuba, Chile o Méjico…En fin, contribuye en gran medida a responder a esas pequeñas o grandes preguntas que van jalonando el camino de los estudios sobre lo popular, siempre apasionantes y siempre de actualidad.