Joaquín Díaz

DESCUBRE TU PATRIMONIO


DESCUBRE TU PATRIMONIO

Sobre la colección dirigida por Concha Casado

30-11-2004



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El libro que hoy se presenta, entra dentro de la categoría de lo extraño y sugestivo, apartados que no suelen existir en los estantes de las librerías, ni siquiera de las especializadas. Ambas definiciones le cuadran, no sólo por lo escasa que es en España la literatura sobre paisaje y arquitectura populares sino porque de su lectura podremos extraer reflexiones que irían de la esfera de lo estrictamente personal al ámbito de lo social o incluso de lo académico. Debo reconocer, para empezar, que me ha alegrado mucho la invitación de la Fundación Hullera Vasco Leonesa, de su director, Daniel Rivadulla y de Concha Casado y quisiera justificar su generosidad con la exposición de algunas ideas y reflexiones que descarten la sospecha de que estoy aquí sólo por mi incapacidad para decir que no a los amigos.
Para el asunto del que vamos a tratar hoy, apenas nos interesa saber en qué momento de la historia de la humanidad comienza la lucha del individuo por fijar su residencia en un terreno concreto. Es cierto que la mayoría de los especialistas en geografía humana y en arquitectura popular hablan de las primitivas cabañas circulares dedicadas a la ganadería, como el primer paso para convertir los asentamientos temporales en viviendas. De hecho, hay dos momentos cruciales en ese proceso lento y dilatado: el crecimiento en superficie y el crecimiento en altura. Respecto al primero, se produce en el instante en que el ser humano abandona la construcción circular para adoptar la figura cuadrada, seducido sin duda por la posibilidad de ampliar o completar con otras edificaciones auxiliares su propia casa a partir de los lados del cuadrado. Se produce en esa circunstancia también un curioso cambio que trastoca, lo que llaman los estudiosos de las religiones primitivas “la nostalgia del paraíso” (es decir, la búsqueda del centro), en aceptación intuitiva de que el paraíso podría estar en el mundo y además muy cerca: en la propia naturaleza. De un movimiento centrípeto, mandálico, que situaba al individuo en el centro del universo y le obligaba a replegarse constantemente en sí mismo, se pasa a una fuerza centrífuga que le impulsa a conquistar su entorno, a abandonar el vasallaje que le sometía al capricho del ámbito natural, para transformar el medio en el que vive o hacer uso de él en su propio beneficio.
Respecto al segundo momento crucial, el crecimiento en altura, se produce a partir del instante en que los materiales y la experiencia en el uso de los mismos permiten aumentar el volumen, la capacidad o la altitud sin necesidad de doblar o multiplicar la superficie y además sin riesgos.
Estos dos momentos surgen, por supuesto, a partir de una evolución considerable de las mentalidades y después de una modificación sustanciosa de las creencias. Algunos mitos antiguos, sin duda de origen religioso, advierten, desde el instante mismo en que el ser humano amplía el núcleo familiar y decide transformarlo –por conveniencia o por convicción- en social, acerca del peligro que encierra la búsqueda del conocimiento y más aún el anhelo de la sabiduría. Esos mitos estarían representados dentro de la civilización judeo cristiana por la torre de Babel y por la búsqueda del Grial. La torre de Babel, como símbolo del efecto que podría causar en una sociedad establecida sobre normas (lingüísticas, morales, convivenciales) el hecho de relacionarse con otras comunidades y otras culturas, amenazando al orden, alterando la identidad, haciendo tambalearse en suma los principios básicos de la personalidad colectiva. Probablemente el mito está enraizado en el origen mismo de los oficios, de las artesanías y del desarrollo de léxicos propios con el consiguiente riesgo de incomprensión entre unos gremios y otros. El Grial, como leyenda en la que se mitifica la búsqueda de lo elevado y se limita su acceso sólo a quien descubra la magia de la sencillez y de la humildad, dudándose siempre de que ese acceso pueda ser colectivo: cuenta dicha leyenda que un rey, poseedor del vaso sagrado sobre el que Cristo instituyó el sacramento de la eucaristía, se halla aquejado de un mal terrible que seca, paraliza y esteriliza todo a su alrededor. Su reino, tocado por la muerte, languidece inexorablemente hasta el momento en que Parsifal, infatigable buscador de lo imposible, llega ante el rey. Mircea Eliade, al analizar este mito y sus significados, escribe: “Sin tener en cuenta el ceremonial cortesano, se dirige directamente al rey y sin ningún preámbulo le pregunta al acercársele: ¿Dónde está el Grial?...En el mismo instante todo se transforma. El rey se alza de su lecho de dolores, los ríos y las fuentes vuelven a correr, renace la vegetación, el castillo se restaura milagrosamente. Las palabras de Parsifal habían bastado para regenerar la naturaleza entera. Pero es que estas pocas palabras eran el problema central, el único problema que podía interesar no sólo al rey pecador sino al cosmos entero: ¿Dónde se halla lo real por excelencia, lo sagrado, el centro de la vida y la fuente de la inmortalidad? ¿Dónde estaba el santo grial? A nadie se le había ocurrido hacer esta pregunta central antes de que la hiciese Parsifal, y el mundo perecía por esta indiferencia metafísica y religiosa, por tamaña falta de imaginación y por tal ausencia de deseo de lo real”.
Los dos mitos, originados en tiempos pretéritos, reflejan sin embargo problemas eternos: el peligro del conocimiento para el alma del ser humano (porque la adquisición de ese conocimiento le hace progresivamente más consciente de su debilidad y le “aleja” de la sociedad y de quienes la controlan) y la esterilidad de una existencia carente de imaginación y de esfuerzo. En ambos casos, sin embargo, el principio es idéntico: ese esfuerzo del individuo y los pasos dados para mejorar el conocimiento de sí mismo le producen temor y desasosiego porque le alejan de la seguridad y le enfrentan al entorno o a la realidad, pero también producen alarma social en cuanto que pueden desmembrar esa sociedad o debilitarla. El debate permanente, por tanto, consistiría en saber adaptar los avances individuales al paso lento y desconfiado de la sociedad. Y de eso, que sería la moraleja derivada de este largo preámbulo, vamos a hablar algo hoy.
La casa como refugio y como símbolo del propio individuo tiene, por otra parte, innumerables referencias y apasionados defensores. Carl Jung, hijo de padres muy religiosos y protestantes, se debatió durante muchos años entre el respeto a las creencias de sus antepasados o a las teorías de su propio maestro Freud, y la evolución personal. En la época en que trabajaba con Sigmund Freud tuvo precisamente un sueño que transcribe en uno de sus libros y que tiene que ver con el origen del texto que hoy se presenta: “Soñé que estaba en mi casa –escribe Jung- al parecer en el primer piso, en una salita abrigada, grata, amueblada al estilo del siglo XVIII. Estaba asombrado de que jamás hubiese visto esa habitación y empecé a preguntarme cómo sería la planta baja. Bajé la escalera y me encontré que era más bien oscura, con paredes apaneladas y mobiliario pesado del siglo XVI o aun anterior. Mi sorpresa y mi curiosidad aumentaron. Necesitaba ver más de la restante estructura de esa casa. Así es que bajé a la bodega, donde encontré una puerta que daba a un tramo de escalones de piedra que conducían a un gran espacio abovedado. El suelo estaba formado por grandes losas de piedra y las paredes parecían muy antiguas. Examiné la argamasa y vi que estaba mezclada con trozos de barro cocido. Evidentemente, las paredes eran de origen romano. Mi excitación iba en aumento. En un rincón, vi una argolla de hierro en una losa. Tiré de la argolla y vi otro tramo estrecho de escalones que llevaban a una especie de cueva que parecía una tumba prehistórica donde había dos calaveras, algunos huesos y trozos rotos de vasijas. Entonces me desperté”.
Como podemos comprobar, Jung –para quien su casa significa su propia alma- pasa de la comodidad de los conocimientos cercanos, representados por la estancia en la que se encuentra, a un piso inferior donde muebles pesados y materiales más sólidos le sugieren antigüedad y le invitan a investigar. En la piedra y la argamasa reconoce la deuda con el mundo clásico representado por la cultura de la antigua Roma. Finalmente, el descenso a la parte más lóbrega y profunda de la casa le pone en relación con el mundo prehistórico y con el origen de la especie. La explicación que la psiquiatría da a los sueños en que nos vemos en nuestra propia casa está siempre unida a la interpretación de nuestra personalidad. Y no es difícil de comprender: en realidad, aunque no siempre haya sido así, la casa significa la construcción del propio entramado anímico y algunas de sus características podrían servirnos para desvelar secretos íntimos nunca confesados o aspectos de nuestra alma sobre los que probablemente nunca hemos reflexionado conscientemente.
La primera cualidad de la casa como elemento integrante de la arquitectura tradicional sería, pues, que le sirve al individuo para expresar sus sentimientos y reflejar, con materiales del entorno y con técnicas derivadas de la propia experiencia, su personalidad.
Cuando la casa alberga a una familia se aprecia una segunda característica: la funcionalidad. Es decir, además de manifestar las preferencias estéticas del constructor, su aprecio por algunos valores contrastados y su predilección por materiales sólidos y cercanos, la casa ha de servir para distribuir y dar cobijo a los diferentes miembros de la familia, ha de albergar los animales necesarios para el cultivo de la tierra o para el alimento y ha de proteger los productos derivados de ese cultivo de los peligros de la intemperie.
Lo que podría ser una tercera cualidad por parecer un avance en el proceso del que estamos hablando –es decir que la casa estuviese habitada por una comunidad-, viene a ser un inconveniente, porque despersonaliza el edificio y priva a cada uno de sus habitantes de la posibilidad de cumplir con ese rito de paso, presente durante siglos en la existencia de tantos millones de personas, consistente en construir la propia casa, esto es, la propia personalidad. He aquí un peligro evidente que no atañe sólo a la arquitectura sino al desarrollo del individuo y de la sociedad: el esfuerzo personal que antes se hacía para construir una casa y gozar de su propiedad ha sido sustituido hoy día por el esfuerzo económico. El cuidado puesto en su construcción se delega y, como mucho, se sustituye por aspectos decorativos que contribuyen a crear la ilusión de que uno ha participado en la fundamental tarea de edificar la propia existencia.
Por eso es importante la arquitectura popular: porque ayuda a construir la estructura social con aportaciones de cada uno de los individuos que componen una sociedad; porque responde al esfuerzo personal y colectivo, contribuyendo a encontrar la verdadera identidad que surge de la adaptación armónica al paisaje y al entorno.
Y por eso es importante este libro: en realidad estamos ante un verdadero inventario de ideas y recursos que son necesarios para la comprensión de la arquitectura popular o tradicional. Caminos, invitaciones al viajero, observatorios de privilegio para pensar y reflexionar...El libro cumple su función con desahogo y además propone lecturas nuevas del inventario catalogado y de las zonas que abarca. Uno de los valores más atractivos del texto es el uso, por parte de los autores, de una ingente cantidad de términos técnicos que nos desvelan un lenguaje al tiempo funcional y bellísimo, descriptivo e inspirado. En la sociedad actual es muy necesaria esta actitud de retorno a posturas elevadas, no sólo como compensación al mundo de materialismo que nos oprime, sino como sensato freno a soluciones naturalistas poco sinceras; y me refiero en concreto a determinado tipo de turismo denominado rural –presunta solución a todas las dificultades económicas por las que atraviesa el campo- pero también elemento predador que no respeta lo visitado ni se interesa por ello y además ridiculiza a quien lo mantiene, obligándole a creer que vive en un pasado ignominioso o que defiende una posesión ridícula o absurda. No exagero un ápice en esa denuncia y mucho menos en las consecuencias de un talante tan proclive a la burla y al desprestigio: ya he advertido en más de una ocasión que en los últimos años ha sido mucho más perjudicial la actitud de los propios habitantes de los pueblos, empeñados en aparentar que también están instalados en la modernidad, que la presencia de ese tipo de turista ocasional que sólo busca lo que conoce y desprecia lo que ignora. El perjuicio, sin embargo, no es producto exclusivo de esa situación y se ha venido preparando e incubando en el ámbito rústico por tres causas fundamentales: el dominio de la productividad o de la economía en detrimento de la sensatez, las consecuencias desestabilizantes de esa postura en el deseado equilibrio entre agricultura y ganadería y la dejación de responsabilidades comunes en manos de una administración excesivamente proteccionista que todo lo soluciona aparentemente. Todas estas causas han motivado el descepado de montes de encinas, la desecación de fuentes, la eliminación de humedales, la concesión de permisos para instalación de todo tipo de antenas y torres metálicas en lugares presuntamente protegidos, el abandono de las labores colectivas -las hacenderas, que daban un sentido a la vida en común y una solución inteligente al cuidado por el entorno- y, finalmente, el desprestigio de la casa rural cualquiera que sean su tipología y materiales de construcción.
No sería ocioso analizar esa desidia y esa incuria a la luz del abandono que sufrió el medio rural por parte de quienes, en pasados siglos, tuvieron la responsabilidad de mantenerlo y el encargo de engrandecerlo. Para nadie es un secreto que la economía rural está hoy para pocas fiestas. Pero esa misma lectura habría valido también para el siglo XVI, momento en que la nobleza española abandona sus solares de procedencia para incorporarse a una corte cada vez más exigente y dispendiosa. A esa defección presencial o física de la aristocracia –y digo física porque en realidad las tierras seguían produciendo para el señor, que controlaba sus posesiones a través de un administrador- , a esa defección, digo, que se prolonga durante más de un siglo en España pero no en Francia o Inglaterra, sucedió en el siglo XVIII el abandono de los ilustrados: demasiado teóricos y con frecuencia considerados como visionarios, gente como Gaspar Melchor de Jovellanos o Zenón de Somodevilla esperaba del medio rural una resurrección técnica que mejorara los cultivos, despertara a la población de su secular atonía y convirtiera los pueblos españoles en ese tipo de paraíso tan cantado por los poetas neoclásicos, que por todas partes veían Arcadias. El siglo XIX no trajo mejores perspectivas; envuelto en estériles conflictos, el Estado centró su actuación en desamortizar bienes o fincas que no producían, consiguiendo que cambiaran de manos pero no de nivel de producción. Pese a los intentos teóricos de personajes como Fermín Caballero, que llegaron a promover verdaderos tratados acerca del fomento de la población rural diferenciándola de la urbana y proponiendo leyes y programas concretos, la centuria acabó con aires de crisis. El siglo XX, trajo, tras la guerra civil pero incluso antes de ella, un éxodo masivo de la población rural, seducida por la posibilidad de encontrar en la prometedora urbe –y sobre todo en la capacidad de la industria para generar empleo- ese medio de vida que los pueblos parecían incapaces de ofrecer. La vertiginosa caída del censo de habitantes repartió las cargas y beneficios, creando una impresión de crecimiento económico gracias a la política continuada de subvenciones. Esta política, que llega hasta nuestros días y aborda en estos momentos inexorablemente su última etapa, ha creado a mi modo de ver tres contradicciones que agravan la cuestión: la primera, que el interés de la vieja y nunca bien conocida Europa –espacio en el que estamos enmarcados política y económicamente y de cuya eficiencia proceden las ayudas para la mejora del medio rural español-, es sólo aparente; en el reparto de subvenciones prima la macroeconomía y abundan los planteamientos de despacho, muy lejanos de la realidad. La segunda, que el obligado interés del propio Estado español por una parte de su territorio, es sólo parcial; la sociedad, influida sin duda por una campaña de desprestigio de todo lo tradicional que se llevó a cabo sistemáticamente durante décadas, está de espaldas a los verdaderos problemas rurales porque cree a ciencia cierta que los pueblos deben desaparecer y sólo espera el momento de su sepelio. Esta actitud, por último, condiciona fundamentalmente el comportamiento de la población rural que, aleccionada por las subvenciones recibidas, invierte de forma compulsiva en maquinaria de imposible amortización por un solo productor o apuesta por la adquisición de inmuebles urbanos para que los hijos o hijas puedan estudiar carreras que les alejen definitivamente del solar donde se asentó la empresa de sus antepasados durante siglos. Porque, curiosamente, como ya he dicho, el menosprecio hacia el medio natural parte precisamente de quienes lo habitan, que parece que consideran indigno que sus hijos continúen ejerciendo el oficio al que se dedicaron todos sus antecesores a lo largo de generaciones y generaciones. El problema tiene demasiadas facetas, aunque todas convergen en un resultado común y preocupante. De un lado tenemos la crisis del núcleo familiar y la soberbia del individuo de hoy que cree que no necesita aprender nada. Ha desaparecido el interés por la sabiduría antigua como fuente de conocimiento práctico...un dato como ejemplo: el libro La agricultura general, tratado escrito en el siglo XVI por Alonso de Herrera que fue libro de cabecera de millones de agricultores y ganaderos durante cinco siglos (la última edición es del ministerio de Agricultura en 1981) deja de ser una enciclopedia de uso común entre los padres de familia rurales –precisamente Herrera encabeza y representa con su obra lo que en Alemania se llamó Hauseväter literatur y creó una literatura interesantísima en Europa- para convertirse en rareza bibliográfica al considerarse innecesario en los hogares de agricultores y ganaderos, invadidos por la televisión igualadora. El libro de Herrera es una fuente extraordinaria de datos acerca de construcciones populares ya que su autor, además de tratar el tema agrícola o ganadero, incluye apreciaciones muy interesantes sobre técnicas de construcción, materiales y ámbito de los edificios reservados a almacenar productos agropecuarios. A modo de ejemplo leeré sus consejos sobre las trojes para el trigo: “Las trojes han de tener los suelos y paredes muy sanas, los tejados sin goteras, sea antes edificio nuevo que viejo, sus paredes lisas, fuertes, sin agujeros ni hendeduras. Todos los agricultores dicen que para que no haya gusanos, ni gorgojo, ni otras semejantes suciedades, que es bueno hacer un barro con alpechín (el alpechín es una especie de alquitrán que se hacía con un líquido salido del prensaje de la aceituna), que no sea salado, según Columela, y que al barro, en lugar de paja le mezclen muchas hojas de acebuche, y no sean secas, porque son muy amargas las verdes, y si no pueden haber de acebuche sean hojas de olivas, y que bien amasado el barro con alpechín, con aquello embarren las paredes y echen suelo a las trojes y que después que esté en justo lo tornen a rociar con más alpechín para que se empapen bien de ello los suelos y paredes. Dicen Plinio y Teofrasto que las trojes no sean encaladas, porque la cal, por ser caliente, hace corromper algo el trigo. Yo digo que querría mis trojes que las tuviesen bien soladas de buen ladrillo liso y bien enjuto, que las paredes estuviesen bien panderetadas de ello, para que los ratones no puedan hacer tanto daño. Dice Plinio que donde no hay aire no se cría gorgojo y por eso hacen algunos las trojes tan cerradas para el trigo, que en ninguna manera puede entrar aire en ellas y hínchenlas por arriba por un agujero y para sacar el pan está abajo otro pequeño por donde salga. Y porque pueda salir todo ha de estar el suelo acostado al agujero y para que el aire no entre es bien hacer la troje de bóveda, ahí aún son las tales más seguras contra el fuego, y así donde no entra aire no se cría gorgojo”.
De otro lado tenemos la preocupante delegación de responsabilidades en manos de la administración: la administración todo lo arregla...y si no, se le critica. Pero a nadie se le ocurre pensar: “Esto tengo que solucionarlo yo porque nadie me va a ayudar”. Finalmente, está el egoismo feroz que elimina y proscribe la idea de que la naturaleza y el paisaje, incluso el urbano, es de todos. En otros terrenos se ha estudiado y denunciado este grave problema: en arquitectura, por ejemplo, se reconoce el derecho a que cada cual arregle el interior de su casa como quiera, pero siempre se encuentran excepciones a la obligación de que respete los entornos históricos, protegidos por leyes que al final no se cumplen casi nunca porque los intereses particulares quedan por encima de los generales...
El desprecio sistemático por el pasado y las dudas acerca de lo que es patrimonio y lo que no, son dos de las contradicciones sociales que a menudo se deploran individualmente pero que terminan imponiéndose al apoyarse en la desidia y en la falta de determinación colectivas, cuyas consecuencias son, finalmente, actuaciones interesadas o espurias. Parece por lo menos paradójico que en un siglo en el que se protege tanto el patrimonio con medios y recursos se esté destruyendo al mismo tiempo tanto monumento en las ciudades y pueblos como si la propiedad y el cuidado de eso ya no perteneciese a todos y cada uno de los individuos sino a una sociedad anónima y endurecida.
Los bienes de los que se habla en este libro revelan, al menos, dos principios: la riqueza natural del paisaje, pese al desinterés y al descuido de quienes deberían disfrutar de él, y la situación de abandono en que se encuentran los elementos que el ser humano creó para controlar, mejorar o enriquecer aquella naturaleza. Parece como si la visión de quienes habitan actualmente los paisajes y campos leoneses y castellanos se hubiese reducido y empequeñecido hasta quedar incapacitada para abarcar el paisaje excesivo y la abundancia de pasado, renunciando a ellos y abandonando voluntariamente la necesidad de protegerlos para evitar la ruina como costumbre.
No quiero terminar con una visión excesivamente pesimista pero tampoco quiero engañarme ni engañar a nadie. Libros como el que hoy se presenta son una llamada de atención sobre una situación muy deteriorada en la que las acciones correctas son excepción, pero también puede ayudarnos a descubrir aspectos extraordinariamente sugestivos, a valorarlos, a protegerlos, a defenderlos cuando ello sea necesario. Esos paisajes y construcciones son nuestros, son patrimonio también, son un tesoro y, desgraciadamente, están expuestos al vandalismo, al caciquismo, a la acción de pirómanos, de desalmados o de la simple incuria... El libro “La Arquitectura tradicional” aparece en un momento crucial para la identidad y el patrimonio cultural, no sólo en España sino en numerosos países del mundo. Pasados ya los años en que cualquier tipo de raíz que nos uniera al pasado o nos identificara con él era poco menos que arrancada de cuajo para evitar la tentación de averiguar de dónde procedía, y abandonadas también algunas teorías según las cuales nadie tenía derecho a crear en el ámbito de lo popular, que recibía de la historia su derecho a existir y su carácter fundamentalmente anónimo, parece que llegamos a un momento en que el individuo tiene la posibilidad de pensar por sí mismo y reflexionar sobre los errores cometidos en el siglo XX. En ese siglo, sin embargo, algunos estudiosos de la arquitectura popular -o vernácula, como también se la ha llamado-, ya advirtieron acerca de la necesidad de estudiar y proteger lo tradicional en la arquitectura (como es el caso de Torres Balbás) y repararon en el “estilo” de ese tipo de construcción cuyas invariables (según Luis Feduchi) o invariantes (según Carlos Flores) le daban una solera y funcionalidad acendradas. Otros, incidieron en el hecho de que los factores cambiantes, de índole personal, existían en efecto, aunque apenas afectaran a la estructura tradicional (Iñiguez Almech).
Pese al reconocimiento de la creación individual en el lento proceso de maduración de las formas y estilos populares, hubo siempre poco interés en escuchar al artífice de los cambios o novedades, poca necesidad de hacer hablar a un tipo de creador, raramente arquitecto, que, a pesar de ello (o precisamente por ello), tuvo necesidad de especializarse en determinadas técnicas o precisó conocer mejor que nadie los secretos de los materiales característicos de su entorno, en los que tendría luego que imprimir su personalidad particular.
Tal vez estemos todavía a tiempo de realizar un trabajo de campo en ese sentido cuyos resultados podrían ser extraordinariamente reveladores al descubrir, en fuentes originales y sin necesidad de interpretar los datos, los procesos estéticos y artísticos por los que transcurre el acto creativo en la arquitectura popular. Porque estamos hablando de acto creativo, tanto como lo pueda ser la invención de una expresión (una canción o un romance) que luego pueda pasar al acervo popular gracias a su integración en el estilo común. Como decía al comienzo, la solución ideal pasa por el equilibrio entre la capacidad personal para ingeniar o renovar y el respeto por el sentido o sabiduría común que ya nos pertenece a todos y de todos es. Pero además ese trabajo de campo serviría para contrastar si el riquísimo léxico proporcionado por la arquitectura a lo largo de los siglos se ha ido perdiendo como tantas otras cosas o mantiene, al menos en los especialistas, su fuerza e interés. Bastaría con comprobar si los términos utilizados por esos especialistas coinciden con los recogidos por Diego Antonio Rejón de Silva, por ejemplo, en su Diccionario de las Nobles Artes, publicado en Segovia en 1788.
La colección “Descubre tu Patrimonio”, de la que este libro forma
parte como última entrega, por el momento, nos invita a descender algunos pisos en busca de una herencia compartida y todavía fascinante.