02-08-2001
Ilustres vecinos de Villavicencio de los Caballeros:
Aunque sigo dudando de que sea yo la persona más idonea para dar este pregón de Semana Santa, me avengo a ello sin más cuestiones, con la esperanza de que, una vez finalizada la lectura de estas líneas, su contenido nos ayude a reflexionar, a mirar dentro de cada uno de nosotros, para enjuiciar con serenidad y sin dramatismos nuestra propia existencia.
En realidad, pregón significa anuncio y creo que, en ese aspecto, poco puedo añadir a lo que otras voces más autorizadas hayan dicho en pasados años acerca de la historia y la tradición que existe en esta localidad durante la Semana Santa. Sin embargo, para empezar, me intersa reivindicar la palabra Pasión, que significa padecimiento, porque parece que nuestra Sociedad actual ha inventado un nuevo universo en el que sólo el placer tiene cabida.
Siempre he pensado que no son un bien verdadero esas cosas a las que parece que aspiran todos los seres humanos de nuestro tiempo. Las he encontrado vacías, disfrazadas por fuera de seductoras mentiras; sin nada en el fondo que responda a las esperanzas que en ellas se depositan. En lo que se llama sufrimiento, no veo todo el horror, todo lo terrible que el mundo le achaca. Es más, creo, como muchos filósofos lo han hecho, en el dolor como liberación del espíritu, como purificación. Parece que los avances de la moderna Sociedad no conciben la existencia del mal físico pues, aparentemente, menoscaba ese mundo feliz que se basa en el goce epicureísta de todo lo que nos rodea. Se llega incluso a prolongar la vida con medios artificiales, considerando una meta exclusiva elevar la media de edad y olvidando que la mente también se agota y que la Naturaleza, sabia, nos ofrece el descanso en el momento preciso.
Y es que yo creo que no siempre el progreso progresa. El progreso es como un tubo o una tubería que nos puede llevar muy lejos, pero como no le demos contenido no sirve de nada. Y el contenido está ahí, en el pasado, en la historia. Necesitamos el agua que vivifique nuestras futuras cosechas y ese agua está muy cerca de nosotros; está bajo nuestros pies. A veces no podemos verlo y es preciso excavar un pozo; profundizar en el espacio y en el tiempo para descubrir el rico venero que fecundará nuestras tierras. Para mí, que ese manantial abundante y fértil está en la tradición; en la sabiduría antigua transmitida de padres a hijos. En la fe y en el ritual que le acompaña. En el fondo y en la forma de esa raíz que nos une a este suelo y al acontecer histórico de sus habitantes, nuestros antepasados.
Las Cofradías son un ejemplo. Una interpretación incorrecta e iconoclasta de la vida social, llegada sin duda desde las ciudades, dio un golpe mortal a estas instituciones el siglo pasado. Pero las Cofradías no eran solamente reuniones de fieles bajo la advocación de un santo patrón, sino la respuesta social a problemas que sólo en comunidad se podían resolver. Tan importante era (y así lo reflejan los estatutos) acudir a la celebración religiosa de la fiesta anual, como atender a los enfermos o cuidar del traslado y definitivo reposo de los muertos. Tan fundamental reunirse en capítulo o tomar la colación, como cumplir con las obligaciones (paradójicamente voluntarias) que cada cofrade prometía para mantener económicamente la institución.
De la lectura de las reglas se desprende que muchas de estas Cofradías perseguían, no sólo la perfección moral de sus miembros, sino una ordenada vida en Sociedad, pacífica y ejemplar.
"Que no sólo tengan los hermanos paz entre sí, sino que la procuren entre los extraños", dice el capítulo V de la regla para la Venerable Orden Tercera de San Francisco. Y continúa el capítulo XV: "Que los empleos no sean perpetuos y todos admitan con humildad los que les dé la Venerable Junta". Normas prácticas, experimientales, que atienden tanto al mejoramiento del propio espíritu, como a la concordia y el bienestar entre vecinos.
Esta misma Orden Tercera es la que ha mantenido dos tradiciones que, si bien se popularizaron en otras localidades de la provincia a partir del siglo XVIII, sólo aquí se han conservado. La Orden, tercera de las fundadas por San Francisco de Asís, fue aprobada de viva voz por el Papa Honorio III en 1221 y tuvo como primer título "Memorial del propósito de los hermanos y hermanas de penitencia que viven en sus casas". Reafirma este último concepto el Papa León XIII en 1883 cuando al publicar una constitución revisada para la Orden, escribe: "A la verdad, las dos primeras órdenes franciscanas, adiestrándose en la escuela de grandes virtudes, tienden más a lo perfecto y divino; mas estas dos órdenes son accesibles a pocos; es decir, sólo a aquellos a quienes se ha concedido por especial gracia de Dios aspirar con singular ahínco a la santidad de los consejos evangélicos. La Tercera Orden, sin embargo, nació para el pueblo".
Para el pueblo son, en efecto, muchos de los ritos y oraciones que rodean los actos con los que la Venerable Orden conmemora la Pasión y muerte de nuestro Señor. Independientemente de ceremonias como el descendimiento, tradición del XVIII conservada ya en muy pocos lugares, determinadas costumbres, como la de rezar en la Corona un septenario (más dos avemarías) se basan en piadosas creencias como la de que la Virgen vivió 72 años antes de abandonar este mundo para ser trasladada al cielo. Hay mucha discusión acerca de este punto, aunque el sabio alemán Euger, que publicó el texto árabe del Tránsito de la Bienaventurada Virgen María en 1854 tras descubrirlo en una biblioteca de Bonn, no dudaba en afirmar que la Virgen tenía 48 años en la época de la Pasión. Otros autores como Evodio, citado por Nicéforo, calculaban que tendría 57 años cuando se produjo su tránsito. San Hipólito de Tebas, decía que 59. San Epifanio sube a los 70 y Melitón, obispo de Sardis, sostiene que la Asunción tuvo lugar 21 años después de morir Cristo. La tradición franciscana acepta los 72 basándose en relatos apócrifos como el citado y tradiciones antiguas como La Vie de trois Maries, del clérigo francés Jean Vennet, del siglo XIII, época en la que, por cierto, vive San Francisco de Asís.
Sin duda es entonces cuando se produce una renovación en el interés por llevar a cabo representaciones sobre la Pasión de Cristo. El hecho de que existan textos como el de Montecasino (casi un siglo anterior, pues es de mediados del XII) y restos de tropos más antiguos ya dialogados, reflejan una tendencia a convertir los episodios evangélicos que narran la muerte de Jesús en drama litúrgico, representado generalmente dentro del templo. Así, el tropo llamado Visitatio Sepulchri se manifiesta como la primera escenificación conocida en España de tales pasajes. Que esa costumbre era ya popular en la Edad Media, se evidencia en el comentario que hace el rey sabio Alfonso X, en la primera partida, título sexto, ley trigésimo quinta, cuando dice que los clérigos no deben hacer dentro de las iglesias juegos de escarnio; y continúa: "Pero representaciones hay que pueden hacer los clérigos, como el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, y también su Resurrección, que demuestra cómo fue crucificado y resucitó al tercer día".
Esta tradición dramática se ve reforzada por autores posteriores, como Lucas Fernández, Lope de Vega y tantos otros, que elevan la costumbre a la categoría de obra de arte literaria. Todos ellos contribuyen en gran manera a lo largo de siglos con la representación de sus obras, a desarrollar facultades como la memoria o la inteligencia, y a mantener viva la fe sobre todo en el medio rural, siendo por ellos elementos de verdadera civilización, como todo aquello que enseña a pensar y contribuye a ennoblecer los sentimientos.
Por ellos -y permítanme que ésta sea mi reflexión postrera-, volvamos una y otra vez a la fuente de la tradición; sobre todo en aquellos momentos en que la eliminación sistemática de costumbres no contribuye a sustituirlas por otras mejores o más interesantes. A lo largo de años de estudio en el medio rural, tratando con gentes de múltiples orígenes e ideas, he llegado a una conclusión: Que no cabe hablar de ámbitos (el rural y el urbano, el campo y la ciudad) donde el ser humano desarrolla su actividad, sino, más bien, de sistemas filosóficos. Sí; hay una tendencia natural, tanto en algunos habitantes de pueblos como en algunos cuidadanos, a respetar lo antiguo, lo tradicional, incorporándolo a la vida actual sin traumas. Esa tendencia incluye formas de vida, costumbres, lenguaje, estilos arquitectónicos, materiales, etc., etc., que, en ningún modo son incompatibles con la sensación de modernidad que nuestro siglo exige. El otro tipo de sistema invita a despreciar invariablemente lo antiguo, considerándolo caduco o poco práctico. Terrible error que se observa tanto en el campo como en la ciudad. El hecho de que célebres arquitectos extranjeros, por ejemplo, nos vengan ahora a decir que, desde hace muchos siglos, no se ha creado un material de construcción que tenga mejores propiedades (en relación costo-aplicación) que el adobe, del que todos solidariamente renegamos hace un par de décadas en aras de un falso progreso, debe hacernos considerar si acaso no nos precipitamos en este y en casos similares.
La crisis de valores que nos llegó con la fiebre de la industria -el cólico industrial, como yo le llamo- provocó un deterioro injustificado en formas de vida que, sin duda, eran perfeccionables en lo material, pero que habían alcanzado elevadas cotas de perfección en el entramado social y en los sistemas de convivencia. Toda esa urdimbre, tejida pacientemente durante siglos, quedó dañada, afectada seriamente, al ser alcanzada por la furia confusa y desatinada del hacha de un desarrollo enloquecido. Hemos comprobado después que nivel de vida no equivale a calidad de vida, y que el ser humano se acerca más a la plenitud de su esencia cuando es capaz de entender su pasado, asimilarlo con orgullo y hacerlo compatible con el porvenir, con el futuro; con la vida, en suma.