04-06-2001
La Iglesia cristiana de los primeros siglos mantuvo viva una costumbre religiosa, heredada del pueblo hebreo, que consistía en alabar a Dios a lo largo del día, ya fuese individualmente en el propio hogar o en el trabajo, ya congregándose varias personas en el templo.Dicha tradición venía precedida generalmente -y sobre todo cuando el rezo era común- por el toque de algún instrumento que anunciaba la hora de la meditación o de la fiesta religiosa.La Biblia ya había instituído, al precisar Yahveh a Moisés la cantidad de fiestas y sacrificios a celebrar, que habría una conmemoración llamada de los clamores en el mes séptimo (1); en el mismo mes, pero cada período de cuarenta y nueve años, ordenaba el Levítico que se hiciese sonar "clamor de trompetas" coincidiendo con el jubileo, o tocar el cuerno el día de la Expiación (2).El salmo 33 pedía que se dieran gracias a Yahveh con la cítara o el arpa de diez cuerdas pero, en cualquier caso, haciendo sonar "la mejor música" en esa aclamación.Tal recuerdo, actualizador de las relaciones entre el género humano y la divinidad, solía ir siempre, pues, precedido del toque de algún instrumento, actividad que, pese a tener a juicio de los exégetas un origen militar, quedó instituída como costumbre religiosa gracias a la preocupación de una y otra religiones por alabar ordenadamente a Dios y hacerlo además sin descanso.De ahí esa Laus perennis de los monasterios medievales y de ahí también las Horas canónicas, que se dividieron en siete durante el día para seguir el consejo del salmista ("Siete veces al día te alabo"), decidido a no olvidarse de los mandamientos del Señor, pero también a convertir los preceptos en música o sonidos.
Había, pues, desde hace muchos siglos, una voluntad primero jerárquica y después colectiva de que las oraciones -fuesen éstas sencillos encuentros con la propia conciencia, fuesen auténticas celebraciones de exaltación- estuviesen precedidas de un toque de aviso que pudiera servir de recordación pero también de convocatoria cuando se trataba de concitar muchas voluntades. La
Iglesia primitiva (de antes e incluso después de Constantino) tan proclive a la sencillez -y tan abocada a ella por la propia escasez de medios en el caso de eremitorios y cenobios- utilizó durante mucho tiempo para esos avisos unos desnudos leños que se golpeaban con un mazo -ligna sacra-; esos maderos quedaron representados en la liturgia por medio de las matracas, tablillas y carracas que todavía suenan en los Oficios de la Semana Santa o en los claustros de algunos monasterios para avisar o advertir de algo.
Con el paso del tiempo, ese carácter humilde de la primera Iglesia dejó paso a una actitud expansionista que coincide con el comienzo de la utilización de la campana para usos sagrados y su consiguiente colocación en la torre del templo.Ésta, marcada en el período románico por su doble aprovechamiento -religioso y civil (defensivo sobre todo)- pronto ampararía entre sus muros y en la parte más elevada de los mismos a uno o varios de esos instrumentos que habrían de convertirse en poco tiempo en algo más que un signo.Bajo su jurisdicción se creaban límites o se administraba justicia; se marcaban las horas de la vida o se despedía a quienes dejaban de existir.
El auge de las catedrales, que tenían en su origen el sentido de cátedra o asiento desde donde el obispo ejercía su magisterio, coincidió con la decadencia progresiva de la vida monástica.La agrupación de los fieles, primero bajo una única parroquia y después bajo núcleos más próximos a cada individuo, es un fenómeno que se produce a lo largo de la Edad Media.Sin embargo ya desde comienzos del siglo VII, en el breve pontificado del papa Sabiniano (3), se había hecho general el uso de las campanas cuya invención se atribuía al obispo San Paulino, de la región de Nola.Desde sus mismos orígenes la función de la campana estaba clara:reunir a los fieles para que pudiesen escuchar la palabra divina y para poder rezar, pero también para otros fines más casuales como expulsar demonios o conjurar tormentas. Por eso se hace decir al propio instrumento en una Glosa:" Laudo Deum verum, plebem voco, congrego Clerum, defunctum ploro, pestem fugo, demonia ejicio, festa decoro". De esa época y de ese convencimiento proceden sin duda las leyendas cristianas que transforman en campana a todos los instrumentos que aparecen en la Biblia, aunque tuviesen otros nombres claramente diferenciados.Así, el paso del Mar Rojo lo lleva a cabo el pueblo judío siguiendo a través de la noche el sonido de la campana que va tocando Moisés (4) y el mismo profeta coloca varias campanillas en la túnica de su hermano Aarón para que los hebreos supiesen cuándo salía y entraba en el templo a ejercer su sacerdocio.
En cualquier caso, parece normal que la funcionalidad múltiple sugiriese una ejecución diversa para poder distinguir con más facilidad cada uno de los avisos.De ahí que pronto aparezcan toques para fiestas de primera y de segunda clase, toques dobles, doble mayor, semidoble, simple, de difuntos, de oración ,etc,etc. Durando decía, recogiendo otras autorizadas opiniones, que el sonido de las campanas era el símbolo de la voz de los prelados, predicadores y confesores. San Isidoro había escrito antes en sus Etimologías (5), sin embargo, que solamente se podía llamar voz a aquella que estuviese provista de alma, acuñando para cualquier otro sonido el término "suono".En cualquier caso, la Iglesia quería dejar claro que, aunque fuesen varias las voces era uno solo el Evangelio y una la palabra divina; por eso ordenaba, justo antes del sermón -es decir, antes de la explicación de la doctrina-, tocar tres campanadas, una por cada una de las tres personas de la santísima Trinidad, al fin un solo Dios. Acerca de otros avisos existía también, como no podía ser menos, una tradición de simbolismo.Los tres toques de Ave María, por ejemplo, que regían y ordenaban la vida de pueblos y ciudades, respondían a tres memorias: el nocturno, a la Encarnación del Verbo; el de mediodía a la Pasión y el matutino a la Resurrección. El toque de vísperas recordaba el momento en que bajaron a Cristo de la cruz, etc. La dureza del metal, el yugo de la campana y la misma soga con que se hacía mover el badajo (ésta significando la humildad que debían de tener los ministros de la Iglesia) eran, en fin, otros tantos símbolos y referencias constantes para el cristiano. Todos esos signos convencionales y en muchos casos crípticos, unidos al misterio de su fundición y a la diversidad de materiales que entraban en su fabricación -
barro, sebo, lino, cáñamo, borra, claras de huevo, estaño, bronce, plata- acabaron desautorizando a San Isidoro y convirtiendo a la campana en un objeto animado cuya voz transmitía algo más que sonidos.
Este libro es el resultado de una vocación clara y de un esfuerzo notable. Sus autores y todo el equipo que les ha ayudado van a contribuir, al igual que lo hicieron en su anterior trabajo, al mejor conocimiento de nuestro Patrimonio; en este caso un Patrimonio Universal que se localiza o, si se prefiere, exactamente al revés pero con el mismo y aprovechable fruto.
Joaquín Díaz
Notas
(1) Números , 29.Biblia de Jerusalén. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1982.
(2) Levítico, 25, 9. Biblia de Jerusalén. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1982.
(3)Ofrece muchos datos sobre las campanas y su uso eclesiástico Antonio Lobera y Abio: El por qué de todas las ceremonias de la Iglesia y sus misterios. Higinio Reneses, Madrid, 1853.
(4)Entre otros autores cita esta leyenda Antonio de Biedma en su manuscrito Arte de hacer campanas (1630) que se halla en la Biblioteca Nacional. Debo el dato a la gentileza de Miguel Angel Marcos.
(5)Joaquín González Cuenca:Las Etimologías de San Isidoro romanceadas.Vol.I, cap.V ,p. 241 (De la matemática). Universidad de Salamanca, 1983