01-09-2015
En España, hacia el año 1962 o 63 solo estaba de moda la música italiana. Recuerdo un tema, en particular, el titulado “Bambino”, que era una traducción de “Guaglione”, canción napolitana de Fanciulli y Salerno que habían popularizado desde Renato Carosone a Pérez Prado y que en España introdujo Gloria Lasso. Su éxito fue tan grande que en muchas radios se organizaron concursos para que la gente se animara y cantara por teléfono el tema e incluso se llevara un premio si así lo consideraba un jurado “competente”. Muchas veces estuve a punto de llamar porque siempre pensaba que los oyentes que se presentaban lo hacían fatal y a mí me salía mucho mejor. Otra canción que estuvo de moda y que me gustó, antes de dedicarme a la canción francesa de los Brel, Brassens, Ferrat, etc., fue “Dieciséis toneladas”, traducción literal de “Sixteen tons” que interpretó con su voz profunda y aterciopelada José Guardiola. Letra y música eran de Merle Travis, músico de Kentucky y uno de los mejores guitarristas americanos de todos los tiempos (no exagero nada) junto con Doc Watson. De Merle Travis o de Bill Monroe aprendieron muchas cosas cantantes posteriores de éxito universal como Elvis Presley o Bob Dylan, quienes partieron de esas raíces para hacer crecer su propia personalidad, esto es bien sabido. En realidad todos los que comenzamos a cantar en esa década tuvimos algún “encuentro” con ellos y con su peculiar manera de cantar o tocar. Sin embargo, no se puede decir que la música de los Estados Unidos hubiese tenido todavía su momento y se difundía con timidez y a golpes de suerte. Quienes cantábamos en inglés éramos todavía una minoría.
Cuando llegué a EEUU por vez primera, en el año 1967, estuve de visita en el estado de Virginia. Uno de mis primeros contactos fue el antropólogo y folklorista Charles Perdue, profesor e intérprete, quien me invitó a su casa para una fiesta en la que iban a participar gentes relacionadas con la música de la zona. Canté “Dark as a dungeon”, de Merle Travis, para abrir boca y algunos de los músicos que estaban presentes -mineros retirados- cantaron conmigo y echaron alguna lagrimita. Luego se organizó un hootenanny, clásico de la época, en donde fuimos desgranando temas y recuerdos hasta las tantas de la madrugada. Nancy, la esposa de Charles tuvo especial interés en que escuchase algunos de los discos que todavía no conocía de Pete Seeger y bien podría decirse que en ese momento se confirmó mi interés por un tipo de música que llenó una parte importante de mi vida.
En España, hasta ese momento, había tenido algunos encuentros con la música que se hacía en los Estados Unidos gracias a los cantantes de aquí y de allí que participaban en unas reuniones con público que tenían lugar en la Casa Americana de Madrid. Allí conocí a muchos cantantes y amplié notablemente el repertorio.
Poco más tarde me marché otra vez a los Estados Unidos a dar recitales. Como por esas fechas ya escribía en Mundo Joven, una revista de la empresa Movierecord, me encargó José María Iñigo que mandara algún artículo desde el otro lado del charco para no dejar totalmente abandonada mi colaboración semanal. Así lo hice, entrevistando a Pete Seeger o comentando los conciertos a los que asistía –Phil Ochs en Nueva York, Peter Paul and Mary en San Francisco, etc-. El viaje fue un aprendizaje permanente pero tal vez lo que más me marcó fue la posibilidad de dar clases de español en diferentes "Colleges" y universidades por los que pasé. Pronto me di cuenta de que la idea que se tenía de España en la sociedad americana era estereotipada y endeble. Los medios de comunicación no daban una sola noticia sobre Europa a no ser que estuviese unida a una gran catástrofe. Sobre España, que a juicio de muchos era lo mismo que Méjico, apenas se conocía nada y Castilla sólo estaba representada por un alcázar de Segovia algo estilizado que aparecía en las películas de Walt Disney. ¿Cómo podía abordar un planteamiento didáctico eficaz y cercano al nivel de conocimiento de los posibles alumnos? Era muy distinto tratar de dar una imagen de España a través de las canciones populares, que explicar de forma coherente su cultura y peculiaridades. Para ello tuve que reciclarme yo mismo y entender que nuestra vida está ordenada por ciclos cuya repetición sirve para medir el tiempo y rememorar circunstancias o aspectos destacados de la historia propia o de nuestras creencias. En la medida en que esa repetición se realice ritualmente (rite=correctamente) nuestra existencia adquiere una dimensión más abierta y refuerza unos pilares básicos para la comprensión del pasado y para la explicación de nuestro comportamiento. De ahí se derivaba la importancia de conservar costumbres o compartir fiestas cuyo contenido llevase una información complementaria para vincularnos con lo propio y dar sentido a nuestra existencia.
También tuve ocasión de explicar que la tradición, más que una disciplina científica constituye una tendencia estética y vital que basa su existencia en el respeto a la historia y a las formas de vida del pasado, pero que también recibe su principal impulso de nuestra capacidad para evolucionar, renovando ideas y formas de expresión, usos y costumbres. Lejos de formar un conjunto arbitrario de saberes aislados, la tradición se caracteriza por dar homogeneidad a todos esos conocimientos, descubriendo y explicando sus relaciones por medio de la cultura. Aún perdura hoy -si bien ligeramente modificada-, la idea de que el fundamento de la cultura es la memoria, y tal vez el fundamento más importante pues gracias a ella, de forma mediata o inmediata, han llegado hasta nosotros los elementos que nos permiten reconocernos e identificarnos frente a quienes nos rodean.
En esa memoria donde se asientan todas las antiguas creencias y en su evolución se podrían distinguir tres mundos claramente diferenciados: el personal (nosotros y los demás), el de nuestra mentalidad que se va formando al contacto con los otros y a través de la trayectoria vital (qué pensamos y cómo lo expresamos) y el del entorno en el que nos ha tocado vivir. Esos tres ámbitos del conocimiento me sirvieron para constituir una especie de asignatura en la que múltiples preguntas iban ofreciendo una posibilidad de reflexionar sobre el ser humano en España, sus relaciones y su entorno. Más allá de la simple apariencia o del costumbrismo tópico había una trama vital que nos enraizaba a una tierra y nos contaba una historia dura y tierna al mismo tiempo, protagonizada por personas y atuendos, por símbolos y significados, por realidades y sueños.
La sociedad que vive hoy en España ha iniciado el siglo XXI con un escaso bagaje identificativo. Si por identidad entendemos el conjunto de conocimientos y creencias que caracterizan a un grupo étnico o cultural y le diferencian de otros similares o cercanos, habría que reconocer que muchos de los datos que se pudieran aportar en ese sentido podrían aplicarse a los habitantes de naciones próximas y aun lejanas. En España, sin embargo, la estructura administrativa provincial que ha funcionado durante casi dos siglos ha permitido mantener un fuerte arraigo comarcal con ciertos matices diocesanos que hacen de nuestras Comunidades Autónomas actuales un curioso dédalo cultural en el que lenguaje, trabajo y costumbres siguen siendo las principales pautas.
Tienen fama los habitantes de Castilla, por ejemplo, de hablar con mucha corrección el castellano. Las obras de Delibes han descubierto al mundo un tipo de personaje sabio y socarrón que rara vez desperdicia la oportunidad de aplicar un refrán o una coletilla adecuadas a cualquier conversación o circunstancia que se pudieran presentar. El uso ejemplar de los proverbios, sin embargo, es un arte que, si bien fue muy frecuente entre las gentes mayores hasta mediados del siglo XX, hoy es escaso. Requiere un dominio del lenguaje y de las fórmulas de expresión que parece inútil a las nuevas generaciones, decididas a convivir con los avances tecnológicos más sorprendentes pero despreocupadas del vocabulario como eje de la comunicación verbal. Hay que reconocer, sin embargo, que, pese a la poca importancia dada a la tradición oral como fuente de conocimiento, la situación ha mejorado últimamente, ya que algunos jóvenes buscan con interés sus propias raíces en el patrimonio tradicional, ése que tan natural y apropiadamente supieron transmitir los personajes delibianos.
Durante siglos, la dedicación de cada persona no sólo sirvió para identificarle ante los demás –en los siglos medios le daba apellido y más tarde le hacía diferenciarse por su indumentaria- sino que le obligó a familiarizarse con unas herramientas y un vocabulario a cuyo perfeccionamiento se entregó generación tras generación. En este sentido, también da la sensación de que las nuevas generaciones que aún se mantienen en el medio rural y viven de sus recursos, orientan sus preferencias hacia lo “natural” y lo “auténtico”, lo que está impulsando a muchos jóvenes a aprender y utilizar antiguas técnicas cuya lógica o sentido práctico las convierte en un tesoro actualizado. No poco ha tenido que ver en esa reconversión la propia publicidad de los productos alimenticios o de vestir, que considera signo de distinción ese entronque con el pasado.
Tal vez el hecho que más ha influido en la consideración de la tradición como fenómeno cultural, es el cambio producido en la comunicación y aprendizaje de los conocimientos antiguos, que pasan de ser ”cultura vivida” –es decir, incorporada e integrada en la propia existencia- a ser “cultura aprendida” -esto es, vinculada a un tipo de aprendizaje o instrucción menos natural aunque, como es evidente, mejor eso que nada.