Joaquín Díaz

MUSEOGRAFÍA Y ETNOGRAFÍA


MUSEOGRAFÍA Y ETNOGRAFÍA

Reflexiones sobre el papel de los museos en la sociedad actual

04-04-2006



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El auge que han tenido los museos etnográficos en las últimas décadas revela un interés del público en general por los espacios expositivos, pero también unas tendencias culturales que me atrevería a interpretar de la siguiente manera. De una parte –y esto no es un fenómeno actual sino casi un mecanismo genético-, se manifiesta un impulso del ser humano por dejar en herencia la propia experiencia a sus descendientes; ese deseo de permanencia se ve complementado y preservado posteriormente por el respeto natural de esos descendientes hacia quienes les precedieron, conservando en consecuencia sus creencias y sus formas culturales. Tal respeto parece querer imponerse a toda costa en la siguiente generación por parte de la anterior, agregando para conseguirlo las claves que hicieron posible el descubrimiento y la transmisión de todos aquellos conocimientos a los que cabría denominar ya idiosincrásicos. Se reúnen o quedan conectadas de esta forma las tres generaciones que suelen, en el transcurso del tiempo, compartir conocimientos y participar de su sentido, interpretación y esencia. Cuando una de esas generaciones, normalmente la más reciente, se aparta, voluntaria o involuntariamente, de tal visión de las cosas o fallan las claves que explicarían adecuadamente el uso o conservación de ese material, puede surgir un efecto reflexivo muy curioso: todos esos conocimientos y objetos, agrupados o almacenados para tratar de explicar el pasado en su conjunto, se convierten en una especie de espejo que devuelve con exactitud, y a veces extraordinaria crudeza, lo que cada uno de los miembros de esa generación trata precisamente de ocultar o de cambiar por mor de la novedad o la renovación. Pero aún cabría añadir otra consideración: los museos etnográficos, en su pretensión de conservar y mostrar seriamente los usos y costumbres de antaño, tratan de ser la urna donde se exponga con apariencia científica –casi heurística- el resultado de la investigación sobre el transcurso del tiempo y sus consecuencias, incluyendo entre éstas la creación de una identidad o, lo que llamaría exageradamente Hobsbawm, “la invención de una tradición”. De esa forma, los museos y exposiciones etnográficas vendrían a ser una especie de refugio de la identidad, en suma.
Refugio o hasta cárcel de la identidad también, podría denominarse a esa tendencia actual que trata de sepultar o confinar todo lo antiguo en vez de exhumarlo y exponerlo a la observación. En ese intento de aislar se dan pasos que aparentemente tienen que ver con un respeto a las formas culturales desaparecidas o en peligro de extinción y que, sin embargo, guardan más relación con un sentido de pudor o vergüenza con respecto a esas formas que con una verdadera exaltación de lo esencial. Para quienes creemos en el valor perenne y polisémico de aquellas formas no deja de ser chocante a la par que triste esa actitud, que sólo revela una falta de curiosidad y de confianza hacia los logros del ser humano como miembro de un grupo y representante de una especie. Porque, si bien esos logros han sido producto de un pensamiento o de una actitud individual, han tenido siempre una consecuencia favorable y positiva sobre la comunidad, acrecentando sus recursos de supervivencia o ayudándola a desarrollarse gracias al ingenio y a su consecuencia inmediata, la tecnología. Todas estas consideraciones acerca de la evolución humana no sólo no invalidan los pasos previos dados por el individuo y la sociedad, sino que contribuyen a reconocerlos, más como un recurso o una posibilidad permanente y siempre renovable de progreso que como el banzo de una escalera por la que jamás se volverá a pisar. De este modo claramente positivo, aunque también con la sensación de humildad que nos puede dejar la idea cierta de que en un millón de años el individuo ha progresado tan escasamente, las exposiciones de “trastos” –como se suele decir ahora con un tono peyorativo- podrían mostrarse –y en consecuencia contemplarse- con un sentido más crítico y más inteligente.
Es evidente que los intereses y criterios con que nacen hoy los nuevos Museos añaden retos a la museología tradicional, que en España nació, en muchos casos, como consecuencia de la Desamortización, es decir, como resultado de un acto de enajenación contrario al espíritu de respeto por lo artístico, que tuvo que compensarse forzadamente, como siempre, con la creación de las Comisiones Provinciales de Monumentos en 1844 y la iniciativa de los primeros Museos en los que las Diputaciones provinciales reunieron, al estilo de los príncipes renacentistas, todo el arte procedente de iglesias, conventos y monasterios desamortizados. No podemos olvidar que, en buena parte, la intención de esas mismas Diputaciones era, siguiendo la corriente todavía en boga del romanticismo, recoger en las salas de sus museos todo aquello que contribuyera a hacer historia nacional y a reforzar la noción de España, tan endeble entonces como ahora por razones que no vienen al caso. Recordemos las palabras de Alcalá Galiano cuando escribía en su Indice de la revolución de España en 1808, que los liberales debían encargarse de hacer “de la nación española una nación, que no lo es ni lo ha sido hasta ahora”. De cualquier manera, a los afanes diversos -personales, artísticos, recopiladores, políticos, históricos o científicos- que guiaron a instituciones y particulares en la creación de Museos durante los dos siglos pasados se incorpora en estos momentos la necesidad de una información exhaustiva que facilite el acceso a la documentación con una tecnología avanzada. En los últimos tiempos, y sobre todo desde el campo de las ciencias sociales (aunque también va apareciendo poco a poco jurisprudencia sobre ésto), se viene insistiendo en las cuatro funciones que debe desempeñar el patrimonio artístico y cultural, sobre todo el que se expone: servir para el estudio y aprovechamiento por parte de cualquier miembro de la sociedad; preservar del olvido o del deterioro el bagaje histórico y cultural; servir de acicate para la creatividad y, finalmente, constituir una base sobre la que el individuo se integre en la sociedad que le resulta familiar. Algunas voces se han alzado desde el campo del derecho para recordar que la administración pública sólo es la titular de los bienes patrimoniales pero que la propiedad es de todos y de cada uno de los individuos que han ayudado a conservarlos y los disfrutan. De este modo, cabría hacer una distinción entre el objeto y el bien que se obtiene de ese objeto, existiendo en consecuencia un dominio directo que atañe a la pieza y otro indirecto o funcional que atañe a la utilidad que se puede extraer de ella. “El reto del moderno derecho del patrimonio histórico, artístico y cultural, está en aclarar y fijar esta interferencia entre el disfrute colectivo y la pertenencia económica individual. Es una consecuencia de la evolución teórica del derecho de la propiedad y cuya solución depende de las diferentes concepciones socioeconómicas”, nos recuerda José Fernández Arenas en su Introducción a la conservación del patrimonio y técnicas artísticas. El titular del Museo tiene la obligación de gestionar adecuadamente ese bien útil para cumplir con los fines de la propia institución que, como nos recuerda el ICOM en su Asamblea de 1974, debe ser permanente y abierta al público, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, sin fines lucrativos y dedicada a adquirir, conservar, investigar, comunicar y exhibir los testimonios materiales y artísticos del individuo y su entorno, para que sean motivo de estudio, educación o deleite. La Ley del Patrimonio Histórico- Artístico español va más allá recordando que las colecciones pueden añadir al valor material y artístico, el histórico, el científico, el técnico o el de cualquier otra naturaleza cultural.

Sabemos que las críticas más frecuentes a las exposiciones y museos en el siglo XX han contenido, habitualmente, los mismos argumentos, entre los que casi siempre se destacaba que los recintos museísticos eran cementerios del arte que sepultaban en contenedores deteriorados objetos cuya funcionalidad era nula y cuya visión aportaba muy poco al visitante por hallarse descontextualizados…Todo eso, unido a la formación técnica excesivamente focalizada del personal de esas exposiciones o museos y a una nula intención didáctica dejaba a las instituciones museísticas un escaso margen de maniobra en la sociedad del siglo XXI, preocupada por otros escaparates. Dicha sociedad –la del siglo XXI- comienza a percibir las tendencias culturales que se fueron fraguando durante la segunda mitad del pasado siglo y que, entre otras, podrían ser las siguientes:
1.-La relación entre los conceptos tiempo y espacio ya no es la misma que en tiempos anteriores. La prisa y la necesidad de aprovechar al máximo el tiempo ha roto el equilibrio tradicional en el que la vida y el trabajo del individuo se marcaban con medidas humanas basadas en conceptos astrológicos o mitológicos. Un espacio se recorría o se trabajaba mientras transcurría un período de tiempo y, de ese modo, lenguaje, longitud o extensión y duración venían a tener la misma raiz: el área de terreno labrada por una yunta de bueyes en un día, por ejemplo, se llamaba yugada, del mismo modo que aitz, piedra, daba nombre al hacha en vasco recordando el tiempo antiguo en que la herramienta se construyó con lascas.
2.-La actitud ante la tecnología tampoco es la misma que en el pasado ni puede serlo: en efecto, no parece tan importante el avance tecnológico como la modificación que experimenta o puede experimentar la conducta humana al hacer uso de esa cultura tecnológica o al someterse involuntariamente a ella.
3.-La ambigüedad del arte y la ruptura con el pasado en el orden de los conceptos estéticos ha creado evidentemente un complejo de incertidumbre e inseguridad. Además, al convertirse cualquier objeto en “posible” obra de arte sus contenidos se someten a un método estético,a una filosofía hermenéutica y consiguientemente a un lenguaje en el que el propio objeto significa algo, más allá de formas, materiales, usos, etc. En ese código, el recuerdo tiene un valor vital y el objeto no sólo tiene el valor de signo o de imagen sino que pasa a convertirse en un símbolo. Todo esto tiene un aspecto positivo: si cualquier objeto puede ser observado como una obra de arte, ¿cómo no van a serlo piezas que no sólo han sufrido una evolución secular en sus formas o estructuras y han ido puliendo su diseño en el uso diario y bajo la funcionalidad más severa, sino que significan un camino abierto para la interpretación de la propia historia en un mundo coetáneo y familiar?
A lo largo del pasado siglo XX, los Museos –cualquiera que fuese su origen y contenido- han ido ajustando su idea primigenia, así como sus características de funcionamiento, a la realidad. Esa realidad ha venido determinada por una constante social que se podría resumir en la palabra “comunicación”. El siglo XX ha sido un período de tiempo en el que cualquier acto, por individual o intrascendente que nos pareciese, tenía un reflejo en la pantalla o en el escenario sobre el que personas y colectivos desarrollaban su papel. La comunicación, pues, no ha sido sólo un concepto relacionado con la formación o la información del individuo, sino un sistema organizado para conseguir que todos aquellos conocimientos o noticias que se producían o se generaban, llegasen de forma adecuada o atractiva al receptor.
Los Museos, como digo, no han estado de espaldas a esa tendencia y los distintos niveles que componían su organización interna no han podido mantener por más tiempo una estratificación que conllevara aislamiento o supusiera falta de comunicación entre los profesionales dedicados a la actividad museística. Es evidente que la idea que el director o el conservador de un Museo pretenden transmitir, debe ser conocida en toda su dimensión por quien va a montar la exposición o la colección museística y por quien va a preparar y ordenar los materiales didácticos para visitantes. Estos, a medida que ha ido avanzando el tiempo, han ido aumentando las posibilidades de integrar la idea o ideas comunicadas por la colección en su propia formación y han dejado de ser, por tanto, simples espectadores. Es curioso, porque esta actividad intelectiva contrasta con la actitud pasiva que el individuo de hoy muestra hacia aquellos actos –fiestas, costumbres, etc- en que tradicionalmente el ser humano se integraba en la colectividad a través de una participación consciente o inconsciente.
Decía que en el funcionamiento de un Museo no debe de existir incomunicación entre departamentos.
Andreas Huyssen, para quien el individuo de hoy suple el ancestral temor al olvido con un reverencial respeto al pasado, descubría en un curioso trabajo publicado en la revista “El paseante”, la coincidencia temporal que vincula el interés actual hacia los museos con el aumento de las cadenas de televisión y de su programación. Al hablar de que el individuo moderno busca en el museo un contacto con objetos reales frente a la irrealidad que contempla en la pantalla, observaba que, sin embargo, en los antiguos museos la exhibición de aquellos objetos perseguía precisamente lo contrario, es decir, sacarlos de “su realidad” para ofrecer de ellos otra lectura. La aparente antinomia no es tal si consideramos que el museo y sus objetos sirven en cualquiera de los casos de factor de equilibrio al individuo. Tampoco podemos olvidar que tanto la realidad como la idea aceptarían el complemento de un contexto, absolutamente necesario en un museo donde el director decide la importancia que han de tener las primeras (realidad e idea) y el segundo o sea el individuo). Una concepción moderna del museo permitirá a su director elegir unos objetos en vez de otros, otorgándoles con esa simple acción un valor que no siempre se ajustará a los criterios del pasado.
4.-La necesidad permanente de justificar con resultados cuantitativos las políticas culturales o las inversiones sociales crea una mentalidad mercantilista que excede en importancia a las consideraciones artísticas o de disfrute estético.
La solución sería establecer un criterio que permitiera contribuir al estudio de la etnografía desde una postura filantrópica que además pudiera hacer gala de todo el rigor que una sociedad exigente como la actual espera de una inversión económica, sea ésta pública o privada. Mostrar la importancia de las fuentes en la comprensión y estudio de la etnografía como ciencia, pero también, y por encima de todo, la capacidad de determinados individuos para crear, perfeccionar y transmitir sus propias experiencias en favor del común. Es decir, no sólo los efectos producidos por la creatividad y su inmanencia, sino las causas que llevaron al ser humano a plantearse una solución para los problemas que le rodeaban a diario y le hacían a veces la existencia más complicada. Precisamente del dominio sobre el entorno y de la idea de hacer perdurar esa experiencia individual surgió la necesidad de adquirir una sabiduría común que se pudiera transmitir. Esa sabiduría y los hechos que generó y sigue generando constituyen la etnografía. En resumen, la ciencia que ayuda a interpretar y valorar procesos trabajando sobre hechos.
Un museo moderno no busca sólo conservar o defender el patrimonio cultural -es decir, los monumentos artísticos, pero también el lenguaje, las ideas y la creatividad- sino alertar a la población acerca de comportamientos descuidados que pueden incidir –en realidad ya lo están haciendo- sobre el ser humano sin crearle por otra parte expectativas que mejoren su condición o le ayuden a realizarse. El desprecio sistemático por el pasado –y en particular por el pasado pobre o de escasos recursos económicos- es una de las contradicciones sociales que a menudo se deploran individualmente pero que terminan imponiéndose al apoyarse en la desidia y en la falta de determinación colectivas, cuyas consecuencias son, finalmente, actuaciones interesadas o espurias. El problema no es sólo español. En realidad existen y conviven dos tipos de civilización que no tienen que ver con las fronteras geográficas o políticas ni siquiera con el mayor o menor grado de progreso. Una civilización va delante del carro -voy a conservar todavía un símil rural de fácil comprensión- y es esa civilización que decide en Londres, Bruselas o Nueva York, y la otra va montada en el vehículo y parece que lleva las riendas, pero no conduce. He denunciado más de una vez la incoherencia de las administraciones que alaban la artesanía, por ejemplo, desde algunas instancias culturales mientras gravan mortalmente a los escasísimos y ejemplares artesanos con impuestos de índole empresarial. Por último, un turismo inmoderado, que sin querer fomenta los desplazamientos de un tipo de viajero depredador, escasamente interesado en los modelos culturales que visita, está defendiendo la cantidad frente a la calidad. Las estadísticas, casi siempre engañosas, hablan de números cada vez más elevados de turistas, sin especificar si comprendieron mínimamente lo que iban a ver o si fuimos capaces nosotros de convencerlos de su importancia en medio de tanta incuria que revela un secular menosprecio por lo propio.

En suma, si la etnografía quiere ser hoy una contribución al estudio y comprensión de las distintas formas que adoptaron las sociedades que nos precedieron, un museo que pretenda exhibir colecciones etnográficas deberá ofrecer una visión interpretativa del universo desde el individuo que creó y encarnó aquellas mismas formas, tratando de evitar la visión exclusivamente localista y parcial de los objetos. Ese enfoque debería permitir también el descubrimiento de los objetos expuestos bajo un concepto positivo y digno de admiración, mostrando factores destacables como el ingenio, la funcionalidad o la estética popular. Tan importante como la pieza, por tanto, serían la idea o la necesidad que la habían generado y tan necesarios los objetos como el contexto en que se habían producido o el lenguaje que habían generado.
Durante siglos el ser humano hizo uso del lenguaje oral para dos necesidades básicas: desarrollar su capacidades creativas y relacionarse. En el primer caso, la actividad se manifestó a dos niveles, uno especializado y otro más básico; en el especializado entraban quienes, gracias a una preparación fomentada desde la infancia, eran capaces de recoger de sus antepasados más cercanos una sabiduría tradicional, representativa de una cultura antigua, pero también estaban preparados para crear, sobre las bases de esa cultura, fórmulas y recursos expresivos nuevos de alto interés artístico y estético. En los últimos años el estudio de esos recursos y de las personas que los utilizaban desde los museos se ha hecho más intenso y concreto pero aún falta una visión general que concilie y compare las numerosas llamadas de atención que se han ido produciendo acerca de las fórmulas orales y sus protagonistas. Algunas entidades internacionales como la Unesco y el Icom han insistido en la urgencia de esa actividad –de la recopilación y salvaguarda de todo ese material desde los archivos y museos- al percibir la desaparición o la valoración casi nula del lenguaje oral, no sólo frente al escrito sino frente al icónico o de la imagen.
La segunda necesidad del ser humano fue la de relacionarse y poner en común actividades y oficios. Cada una de esas actividades permitió crear un lenguaje preciso, directo y muy concreto que alcanzó un alto grado de desarrollo con la multiplicación de gremios y la diversificación de oficios en una sociedad que pretendía ser autónoma en los niveles básicos de subsistencia. De este modo, junto a un lenguaje coloquial y familiar –en el que se entreveraban fórmulas y expresiones muy creativas-, se fue perfeccionando otro profesional que recogía términos de uso imprescindible para actividades artesanales y gremiales. La perfecta adaptación de esa cultura oral a la vida de cada individuo le daba además una base lingüística muy amplia y una capacidad para comunicarse de forma precisa y funcional.




La Etnografía, y también la Antropología, es ciencia joven y muy ligada al individuo moderno. Entre la Antropometría ochocentista y la Antropología cognitiva hay un enorme tramo que han ido cubriendo la Antropología cultural y la Antropología social. Pero todas esas formas de estudiar y reflexionar sobre el individuo han aportado nuevas miradas a la cuestión, nuevas interpretaciones, del mismo modo que la nueva etnografía se deriva hacia preguntas más filosóficas: más que interesar qué hace la gente, qué sabe o qué inventa (cuestiones que responderían a la conducta, a los conocimientos y a las formas de expresión), hoy nos preguntamos por qué el individuo necesita crear y diferenciarse, y en qué modo lo hace según las circunstancias y el entorno. En verdad, no se podría asegurar que esta forma de observar las cosas sea totalmente nueva pero aporta constantemente preguntas incómodas que pueden ayudar a mejorar las bases de una ciencia siempre incompleta cuyo discurso esta en constante mutación. Hoy no se pretende ya fijar verdades inmutables sino describir y traducir al lenguaje moderno realidades culturales que afectaron a nuestros antepasados y nos afectan a nosotros.

Resumiendo lo esencial de esta intervención recordaré que, a las habituales cualidades de un Museo que para mí se encierran en tres (buenas ideas, buenas piezas y buen gusto) habría que añadir en el primer apartado ideas positivas (no proponer las piezas como objetos anticuados y de escasa significación); en el segundo, piezas que ayuden a pensar y reflexionar sobre la importancia que su construcción y uso han tenido en el desarrollo y evolución de la sociedad; en el tercero, procurar que cada pieza sea una joya que merezca un tratamiento especial y la convierta en fuente de admiración hacia el pasado y no en motivo de desprecio o de indiferencia. La misma cualidad de todo lo tradicional, que es aquello que se entrega de una generación a otra de forma personalizada y que tiene la ventaja de irse transformando y adaptando a los tiempos, la debe tener el museo que contenga esas formas de sabiduría antigua y nueva al tiempo. Es decir, debe servir para conocernos mejor, para apreciar con más nitidez nuestra capacidad de adecuación al medio y para reconocer la tensión evolutiva como un logro social en cuyo proceso el ser humano ha progresado y se ha realizado, combinando adecuadamente experiencia e intuición. El contenedor que albergue todo eso y las ideas que lo generen han de estar tan abiertos al pasado como al futuro. Han de ser tan sensibles al ansia de conocimiento como a la emotividad del recuerdo. De esta manera el objeto dejará de serlo para convertirse en representación de nuestro ser esencial, en la imagen o el retrato de nuestra personalidad histórica, pero siempre bajo el aval de ese sentido hermenéutico que nos va a ayudar en todo momento a interpretar mejor la validez de lo representado. Parafraseando entonces a Roland Barthes, interpretar un objeto no será dar de él una explicación sino aceptar la pluralidad que lo constituye.