16-07-2010
Uno de los aspectos más destacados y fundamentales del llamado “proceso de Bolonia” –iniciado en Italia tras la firma en 1999 de un tratado de convergencia entre varias universidades europeas- es el de la recuperación de la interdisciplinariedad como medio eficaz para relacionar los conocimientos y extraer de ellos un mayor provecho. El asunto no es nuevo, y si ahora puede parecérnoslo es porque hemos ido prescindiendo de la sensatez y nos hemos ido alejando de tal modo de la auténtica diana que ya no hay instructor capaz de corregir o modificar el ángulo de tiro. Con respecto a esa relación imprescindible entre disciplinas recuerdo que, en mi infancia, hubo algunos libros que me ayudaron a comprender que nada en el mundo se producía aisladamente o por casualidad. Uno de ellos lo tenía en mi propia casa y se titulaba Problemas de aritmética y álgebra sobre temas de mitología. La obra estaba en la biblioteca de mi padre porque su autor, Eugenio Alvarez Díaz, era tío y padrino suyo. Siempre me sorprendió, sin embargo, que el libro se hubiese publicado en Méjico (1944), aunque para muchos de mis familiares, sobre todo aquellos que se exiliaron después de la guerra civil española, aquel país llegara a ser su segunda casa. Eugenio Alvarez tuvo que huir a América, como tantos otros profesores, científicos y escritores a los que no respetó la barbarie ni valieron títulos o conocimientos en la hora del odio fraternal, y en Méjico fue acogido y admirado no sólo por ser alumno y discípulo de Rey Pastor sino por sus propios talentos, que eran numerosos. Aunque había nacido en un pequeño pueblo asturiano, Puertas de Cabrales, pudo estudiar gracias a un suceso que, indudablemente, marcó su vida. Al ser un muchacho despierto y muy bien dispuesto, sus padres solían enviarle a por el correo al cercano pueblo de Arenas en un borrico. Parece que esa disposición le llevaba también a clasificar y ordenar por el camino las cartas (me imagino que no sería una tarea excesivamente problemática dados los pocos vecinos) de modo que su trabajo era apreciado por todos. Una tarde, sin embargo, el burro se espantó y tiró al pobre Eugenio a una zanja donde tuvo que pasar, malherido y asustado, toda la noche. Cuando sus padres le encontraron al día siguiente, el mal ya estaba hecho: Eugenio tuvo que usar muletas el resto de su vida. Cualquier persona con menos espíritu y decisión hubiese sacrificado la existencia en el altar del dolor y de la incapacidad, pero él extrajo de aquella situación la fuerza para, con la ayuda de sus padres, dedicarse plenamente al estudio, llegando a terminar siete carreras con brillantes calificaciones. Algunos de esos estudios, aparentemente innecesarios para la mentalidad práctica de hoy, le valdrían después, andando los años, para sobrevivir en las difíciles circunstancias del destierro. Como profesor de química estuvo adscrito a la Academia Hispano-Mexicana, institución que se creó en 1940 como centro de enseñanza para hijos de exiliados y que se mantuvo fiel a los principios de la Institución Libre de Enseñanza con un profesorado extraordinario y unos resultados científicos y sociales inmejorables pese a las penurias económicas. En esa Academia desarrollaron una actividad científica y humana ingente muchos de sus compañeros de exilio y otros que, de forma altruista, quisieron unirse a una aventura docente y solidaria. Durante ese tiempo, Eugenio se casó con una joven a la que había conocido en Barcelona en el transcurso de una fiesta organizada en homenaje a García Lorca por uno de sus estrenos de teatro en la ciudad condal.
En 1944, y animado por algunos de sus compañeros de la Academia, Eugenio Alvarez se embarcó en la tarea de editar un libro en el que, no sólo podría verter sus conocimientos de matemáticas y álgebra, sino demostrar que sus estudios sobre la mitología le habían llevado a respetar y amar el mundo clásico desde una vocación poética dentro de su formación integral. En el prólogo de aquella obra escribía: “Algunos de mis compañeros de profesión criticaron la segunda de mis devociones (se refería a la lectura de los clásicos como Homero, Aristófanes, Sófocles o Eurípides) y me colocaron ante la prueba de armonizar Mitología y Matemáticas. Día a día fueron saliendo enunciados de problemas y ejercicios, y por decisión de los mismos investigadores llega este libro a manos del lector, eliminando de la colección la mayor parte de los que tenían su origen en las obras de Aristófanes, por razones que es obvio dar”.
No se sabe si las razones “obvias” que alegaba Eugenio eran de orden político, ético o moral, pero es evidente que la fecha de 1944, con la campaña del episcopado mejicano en contra de los no católicos no sería precisamente una coyuntura favorable para los exiliados españoles de la Institución Libre de Enseñanza. En cualquier caso el pobre Aristófanes sabía muy bien que no había enemigo pequeño cuando quería vengarse a toda costa, como nos hizo ver en Lisístrata con la fábula del escarabajo. De ello también podría hablar quien cuidó de la edición del libro, Romualdo Sancho Granados –secretario de la Academia Hispano-Mexicana-, que fue separado definitivamente de su cátedra en España por una orden del Ministerio de Educación en 1940.
Independientemente de todos estos daños colaterales y de las dificultades de la época, el libro es una joya y Q.E.D. -o sea “quod erat demonstrandum”, frase que haría feliz tanto al padrino de mi padre como a Euclides- un ejemplo de que la relación entre materias y la observación de los hechos desde disciplinas distintas enriquece siempre. La obra contiene 205 problemas y soluciones en los que conjuntos, ecuaciones, progresiones y logaritmos encuentran su razón de ser en la curiosidad del ser humano por los relatos antiguos -tanto los griegos y romanos como los procedentes del hinduismo o del Islam-, transmitidos armoniosamente gracias a la afición del autor hacia los rapsodas griegos y hacia su espléndida cualidad para vincular el universo con lo numérico. Seguramente cuando Eugenio redactó el problema 116 estaba pensando, fatalmente, en su propio destino: “Clistenes introdujo en Grecia el ostracismo, institución por la cual un ciudadano considerado como peligroso para la patria podía, sin otro motivo, ser condenado al destierro durante un número de años igual a 1/√2 de la suma de los módulos de las raíces cuadradas del número complejo 48-14i. Hallar este número (D:4)”.
La solución de 10 años, que le salía a él, se prolongó ya hasta su muerte. Probablemente fue lo único que no calculó bien. Mejor dicho, hay otro episodio, casi al final de su vida, que se convirtió también en problema con difícil solución. Me gustaría pensar que para Eugenio, tan amante de la mitología, aquella aventura le situó al lado de Jasón y de los marineros del Argo navegando hacia la Cólquida en busca del vellocino de oro. A él se le ocurrió que, para ayudar a algunos amigos que habían montado una empresa de fabricación de varillas y clavos, dedicaría sus esfuerzos (y nunca mejor utilizada la palabra conociendo sus dificultades motrices) a visitar algunos puertos para comprar barcos a punto de ser desguazados. Probablemente su afición a los barcos era anterior, pero se fue acrecentando al tener que visitar y comprar algunos, de modo que determinadas piezas selectas de los camarotes y cuartos de máquinas fueron embelleciendo poco a poco la decoración de su hogar. Por fin, decidió tener su propio barco. Pero no un barco cualquiera, sino el buque mercante más grande de México, con 332 metros de eslora y dispuesto para trasladar petróleo desde las costas americanas hasta Europa. Por amor y reconocimiento a su segunda patria lo llamó “El Aguila Azteca”, seducido probablemente por el texto de fundación de la Cronica Mexicayotl. Las ilusiones quedaron destrozadas por la realidad, que fue mucho más dura, sin embargo. En uno de los viajes a Europa el barco encalló en las Bermudas y el sueño de Eugenio también. Sus recuerdos, finalmente devorados por la crueldad del Alzheimer, quedarían anclados a medio camino entre los dos continentes que supieron de su trabajo y de su nobleza…
Escribiendo estas líneas he recordado la razón por la que Antonio Piedra, Director de la Fundación Jorge Guillén, me ha pedido este prólogo. A él como a mí nos dejó fascinados el libro y a él como a mí nos sorprendió grandemente que ambos supiéramos, cada uno por un camino, de su edición. Cuando en una ocasión, compartiendo todavía despacho, nos confesamos admiradores del texto y de la intención de esta obra, mi confesión pudo ir aún más lejos y le declaré mi parentesco y la vinculación de mi padre con Eugenio. El episodio debió quedar grabado en la mnemoteca de Piedra –tan rica y tan singular- de modo que al cabo de un tiempo y con motivo de la aparición de algunos episodios de su infancia en el poemario de la obra Estamos en alta mar, decidió incluirlo en prosa bajo el epígrafe “Los dioses bajan al pupitre”, manifestando así su devoción por Don Eugenio y su admiración por su talento. Ambos, pues, nos declaramos ahora deudores del legado de un español tan singular y del afecto de sus hijas, Josefina y María Teresa a quienes dedicamos especialmente esta edición facsímil.