09-04-2009
Una bibliografía es un instrumento de extraordinario interés para investigadores y profesionales relacionados con bibliotecas y archivos, pero también es un texto de cuya lectura, si se realiza atentamente, pueden extraerse conclusiones sorprendentes, aparentemente encriptadas para el lector común. Quiero decir con esto, que de la eficacia y minuciosidad de los autores de dichas bibliografías se deriva el número mayor o menor de claves que aparecerán en la obra y que compartirá el autor con quien pretenda usar el texto para algo más que recurrir a referencias bibliográficas. Así, una bibliografía será un espejo donde se reflejen, si el acopio es exhaustivo, todas las tendencias y corrientes por las que discurra o haya discurrido el interés académico o profesional en las disciplinas que abarque. La simple lectura de algunos títulos desvelará las preocupaciones de los autores más allá del enunciado escueto en el que, por supuesto, aparecerán también los motivos principales de la obra. Pero una bibliografía es, además, un trabajo interminable. Es algo así como pretender agotar el agua de un pozo cuyo venero sigue manando y cuyo nivel puede subir en cualquier momento por circunstancias imprevisibles pero explicables. Una bibliografía es, asimismo, un termómetro que marca la temperatura cultural de un pueblo o de los temas que le atañen e identifican.
A todos estos argumentos, y otros que se le podrían ocurrir a cualquiera que accediera a la documentación que encierra un trabajo de este tipo, se podría añadir finalmente que una bibliografía puede ser el trabajo de una vida. Yo diría que estamos ante ese caso y explicaré porqué.
Tuve la fortuna de conocer al profesor Israel J. Katz hace muchos años con motivo de una visita suya a España, a donde le traían regularmente sus estudios –realizados con otros dos inolvidables profesores, Samuel Armistead y el fallecido Joseph Silverman- y su interés por la musicología española. Ya en aquel momento –y estoy hablando del año 1985- Katz estaba empeñado en la tarea de hacer una completa y actualizada bibliografía que sirviera de referencia para los investigadores que entonces trabajaban en el ámbito de la tradición y para los futuros científicos. Su admirable insistencia chocaba con defectos inveterados de nuestra idiosincrasia como la dejadez, la imprecisión, la falta de formalidad, la presunción y otras “virtudes” sobre las que no merece la pena extenderse demasiado, salvo para abundar en el mérito y constancia de Katz que las supo superar y las venció definitivamente con sus dotes de convicción. A ese bagaje personal se añadía su formación universitaria y sus estudios: desde su doctorado musical en la Universidad de California en Los Angeles, sus preferencias se habían decantado por los estudios históricos partiendo de la Edad Media y por los vericuetos de la tradición (incluyendo los recorridos por otros como es el caso de las biografías de Manrique de Lara o de Kurt Schindler). En su haber, e insitiendo en su versatilidad, estaba además el hecho de haber sido editor de las publicaciones Ethnomusicology, Yearbook of the International Folk Music Council y Musica judaica. Los viajes a España y su dedicación académica en los Estados Unidos le sirvieron, como no podía ser menos, para tomar contacto con escritores, investigadores, profesores, archiveros, bibliotecarios, músicos y recopiladores, que ampliaron el panorama de sus estudios bibliográficos y le añadieron el conocimiento humano imprescindible para identificar a muchas obras con sus autores y para conocer sus perfiles. Todo esto simultaneando la actividad recopilatoria con la investigación y la docencia. No insistiré en el mérito, pero no dejaré de pensar tampoco que su bibliografía es una especie de milagro, dadas las circunstancias y los obstáculos encontrados en el camino. Uno de ellos, sin duda, afectó a la ordenación definitiva de los materiales: en el tiempo que duró su trabajo, la división administrativa y política de España se transformó. De la delimitación provincial, que había tardado en asentarse más de siglo y medio, se pasó a una división por “comunidades autónomas” en la que algunas de las antiguas provincias se convertían en “entes autonómicos” mientras que otras se integraban en gobiernos regionales agrupados, como casi siempre, arbitrariamente. De esta circunstancia se derivaron dos factores: por un lado se potenció desde los nuevos Gobiernos y Juntas el interés por el patrimonio etnográfico y antropológico local, pero por otro algunas zonas geográficas que habían tenido nombre propio y representación en la España anterior quedaron en la sombra por razones exclusivamente políticas. Las mismas encuestas de campo, de las que salieron muchos de los textos contenidos en esta bibliografía, habían sufrido un cambio espectacular por los descubrimientos que, en la grabación analógica y digital, se realizaron en el pasado siglo XX y la evolución en los registros desde aquella grabación histórica realizada en 1890 por Jesse Walter Fewkes a los indios Passamaquoddy en Maine y considerada generalmente como la primera impresión sobre rodillo de cera de una encuesta folklórica. En España son bien conocidas, aparte las grabaciones comerciales, algunas encuestas de investigadores extranjeros que probaron los aparatos más sofisticados del momento para realizar grabaciones que todavía se conservan. Sería muy interesante, en concreto, comparar los medios técnicos con los que trabajaron Kurt Schindler, Alan Lomax y Manuel García Matos, por ejemplo, frente a las anotaciones manuscritas de otros recopiladores de la misma época que no dispusieron más que de lápiz y papel pautado. Del aparato con el que grabó Schindler en 1932, fabricado por Sherman Fairchild, al Ampex usado por Matos, pasando por el Magnecord recién estrenado de Lomax hay muy pocos años y mucha tecnología por medio. Precisamente el padre de Alan Lomax, John Lomax, había encargado en 1934 a Walter Garwick un grabador portátil más económico que el Fairchild para sus trabajos de campo con un resultado diverso: frente a los 1.500 dólares del grabador Fairchild, el nuevo “portátil” (había que trasladarlo siempre en coche por su volumen) sólo costó 450, pero los numerosos fallos hicieron desistir pronto a sus compradores de usarlo. En poco más de veinte años, pues, se transfomaron los medios de grabación de tal manera que bien puede decirse que en ese período de tiempo se establece una frontera entre los albores en el campo de los registros y la primera y fructífera etapa de la grabación sobre cinta magnética.
A todo esto hay que añadir el cambio de mentalidad en los investigadores. Casi todos los autores de cancioneros y romanceros del siglo XIX son “polígrafos” o presbíteros, es decir, personas no especializadas en los campos de la literatura, de la filología, de la música o de la etnología. De ello se derivan afectos y fobias que modifican la selección de material y que dirigen la atención hacia determinados temas evitando otros con auténtico horror (piénsese como ejemplo el numerosísimo repertorio obsceno de la tradición oral que fue sistemáticamente desechado por los sacerdotes recopiladores). En el siglo XX, y sobre todo a partir de la segunda mitad de la centuria, surgen investigadores salidos de la universidad o de los conservatorios que tienen mejor preparación específica y un espíritu más abierto pero que, por el contrario, carecen de aquella visión interdisciplinaria que se necesita para abordar los materiales de la cultura popular. Nada se produce en la tradición aisladamente, y los textos que contienen expresiones del acervo popular se producen como resultado de la mentalidad, que es el conjunto de conocimientos y creencias que identifican al ser humano. La palabra “mentalidad” sería, pues, la que mejor definiría las estructuras del intelecto sobre las que el individuo ha basado la creación de las expresiones artísticas y el edificio de su cultura. Esa mentalidad sería el soporte imprescindible y primario para la creación y a ella se incorporarían posteriormente las formas de expresión.
De todos estos cambios producidos en la intención de los autores de textos puede deducirse la importancia de contar con una herramienta como la que ha construido el profesor Katz desde la constancia y el tesón pero también desde una perspectiva histórica imprescindible. Las entradas de esta bibliografía son una fuente abundante donde el investigador tendrá la ocasión de aclarar conceptos, definir límites y trabajar en el establecimiento de criterios. La palabra criterio, tan poco usada hoy, es clave tanto en la búsqueda de sentido para la actividad humana como en la obtención de los mejores y más sensatos resultados para esa misma actividad. Criterio significa “juicio para elegir” y tan crucial puede ser su posesión y su atinado uso si hablamos de cánones de belleza como si nos referimos a la navegación por Internet. El criterio es esencial para valorar lo que nos rodea pero también para situar esa valoración en el apartado correspondiente, sin pasarnos en un sentido u otro al examinar un hecho y tener que adjudicarle la importancia que le corresponde. La obra de Israel J. Katz constituye un hito, por su carácter exhaustivo y por sus contenidos plurales, a partir del cual ese criterio vaya decantando la intención de los estudios venideros sobre la tradición hacia nuevos conceptos, más amplios y seguros. La deuda con el trabajo del profesor Katz es impagable.