25-10-2003
Escribía Séneca que para aprender a vivir hace falta toda la vida. Durante ese proceso, quienes nos rodean también pueden ayudarnos a sacar conclusiones. Aquellos que nos critican contribuirán involuntariamente a mostrarnos nuestros defectos y a darnos la oportunidad de corregirlos...Luego, los amigos vendrán a disculparlos o a justificarlos. Luis Miguel de Dios ha hecho hoy una relación benévola y original de algunos de los míos, usando además su experiencia en el mundo de la comunicación para transformarlos en algo positivo. Es obligado, por tanto, que el primero de los agradecimientos vaya para él, de quien se pueden aprender tantas cosas en el terreno de lo personal y en lo profesional.
El segundo reconocimiento, sincero y rotundo, va para el Instituto de Estudios Zamoranos “Florián de Ocampo”, de la Diputación de Zamora, por proponerme y aceptarme como socio de honor.
Mi gratitud se extiende a Zamora, esta buena tierra que acogió tan cariñosamente a mis padres cuando decidieron tejer la trama de la vida con la urdimbre de sus primeras ilusiones como pareja. De su mano y en este escenario di mis primeros pasos y fui aprendiendo a enjuiciar mis actos en relación con los demás. Tal vez esa base, inconscientemente asimilada, fuera el germen de la preocupación posterior que siempre he sentido por el ser humano y su comportamiento. Hoy, coincido con Erich Fromm en que la supervivencia física de nuestra especie depende de un cambio radical del corazón humano. Cómo se realice ese cambio es algo que todavía no está escrito, y si lo está, aún no está aceptado. Lo cierto, sin embargo, es que me gustaría contribuir de algún modo a la redacción de esas pautas que nos permitan entender en profundidad por qué debemos cambiar si queremos construir una sociedad mejor. Ya sé que no puedo pretender modificar modelos de conducta en los demás cuando mi propia vida es una contradicción confusa, pero el hecho de saber que otras personas te miran con benevolencia o comparten tu entusiasmo, si no alivia por completo del desgaste sufrido en el empeño, al menos te anima a no renunciar nunca a esa formidable experiencia.
La primera Zamora que recuerdo, pues, se inscribe en ese lugar numinoso y sagrado de la evocación en el que sensaciones y sentimientos se dan la mano y se reconocen la mutua inocencia. Aromas, sonidos, paisajes indefinidos, personas sin rostro y rostros sin personas, habitan en ese paraíso sin jerarquía y sin orden del que jamás han salido porque ninguna culpa tienen ni tuvieron.
La segunda Zamora –recientemente lo he dicho en la presentación de un disco sobre Sanabria que realizó el Consorcio de Fomento Musical- pertenece al mundo de las emociones y tiene nombre y geografía propios: en Ungilde, en Puebla, en Santiago de la Requejada, en Galende, en Padornelo y en tantos otros pueblos aprendí a respetar y admirar a esas personas con nombres y apellidos (Julio Prada, Joaquina Sampedro, Manuel Prada, Manola, Marcelina) a las que algunos investigadores del pasado llamaron “legión” con expresión desafortunada y que encarnaban la cultura y la sabiduría de esta tierra. De ellas recibí muchas lecciones personales y profesionales que sólo podré agradecer con una invariable fidelidad a sus enseñanzas y a sus valores.
La tercera Zamora, finalmente, me llega cuando la edad de la vida sería más propicia para la meditación que para la acción. Sin embargo nunca he soslayado los compromisos, por difícles que parecieran, y me he incorporado a éste de crear un Museo Etnográfico con la convicción de que el emplazamiento es el idóneo y la oportunidad irrepetible. Irrepetible, no sólo por las circunstancias que se dan (la colección extraordinaria de Caja España, el nuevo edificio, la voluntad de la Junta de Castilla y León y de las Instituciones locales) sino porque se hace cada día más perentoria una reflexión seria y profunda sobre la cultura tradicional, sus agentes -que son nuestros antepasados- y sus beneficiarios, que somos nosotros mismos. Creo que uno de los peligros inherentes a un mundo tan variable y veloz como el nuestro es la imposibilidad de ejercitar la introspección. Reflexionar significa plegarse, doblarse sobre uno mismo, y contemplarse a la luz de lo que nos rodea. Los medios de que la sociedad dispone para el intercambio de ideas y para la comunicación de conocimientos, sin embargo, nos invitan a lo contrario: a contemplar y no pensar, a ser espectadores pasivos de casi todo. Mirarnos desde fuera tiene el inconveniente de objetivizar todo aquello que difícilmente es comprensible salvo cuando uno mismo lo posee y cree en sus virtudes. Ese desdoblamiento es un peligroso ejercicio que nos hace sentirnos incómodos, ridículos a veces, al observarnos practicando algo que sorprende o repugna a la razón. Más de una vez se ha dicho que el gran pecado de los primeros antropólogos era llevar espejos, regalos envenenados en los que las tribus primitivas objeto de estudio sólo veían un aspecto externo grotesco y absurdo que acababa con su fe y sus creencias seculares. Del mismo modo, el moderno turismo rural, organizado en oleadas de ciudadanos cuyo único anhelo es alejarse temporalmente de la contaminación y del agobio cotidianos, puede constituirse en un factor depredador que acabe con las convicciones más acendradas. Una danza, una expresión, una forma de vida pueden parecer inadecuadas, extravagantes e incluso cómicas para quien desconoce su sentido. Por el contrario, para quien represente el esfuerzo colectivo e histórico, la forma más depurada de identidad o de fusión con la tierra, el respeto a la propia esencia, todas aquellas formas de expresión serán la última oportunidad de conocer y venerar el largo camino que la humanidad ha tenido que recorrer.
La tercera Zamora, por lo tanto, representa el reto más glorioso al que puede enfrentarse el individuo de hoy: descubrir lo esencial del pasado e incorporarlo sin traumas al futuro. Redescubrir el sentido verdadero y cardinal de los objetos cotidianos puede servirnos para colocar al ser humano en el lugar que le corresponde, que es el de inventor y usufructuario de esa realidad. Tener fe en la cultura tradicional no significa necesariamente defender a ultranza las creencias, porque las creencias no ostentan verdades sino posibilidades. Lejos de las teorías, casi olvidadas hoy día, de quienes sólo veían en el folklore el dogmatismo riguroso del pasado, la cultura tradicional nos muestra la capacidad de evolución y la libertad de pensamiento sin necesidad de renunciar a lo propio,a lo patrimonial. En una época en que parece más sensato aniquilar el patrimonio que defenderlo o en que parece más progresista patinar por las superficies heladas de una cultura de ocasión que detenerse a conocer de qué aguas están compuestos esos hielos, la cultura tradicional es una bendición y una fuente de sabiduría permanente.
Yo estoy seguro de que esta Zamora, que en mi pensamiento va indefectiblemente unida a las otras dos, será un punto de referencia inexcusable en los próximos años porque habrá sabido conjugar sabiamente lo antiguo y lo nuevo, haciendo de un tesoro local un ejemplo universal.