16-03-2004
Para algunas personas de mi generación constituye una anécdota inolvidable de la niñez el haber sido testigos de las actuaciones callejeras de los vendedores de coplas -ciegos o no- que, como un fenómeno más de la postguerra, excitaban nuestra imaginación con relatos de aventuras de arcaico sabor o nos robaban horas de sueño con sucesos espeluznantes recién acaecidos en éste o aquel lugar. Esta forma de "vender" noticias antiguas y nuevas, difundida y practicada en casi todos los países del mundo que conocieran la escritura y dispusieran de la imprenta, tuvo en cada época sus detractores (encarnados en la nuestra por nuestros propios padres, quienes identificaban cualquier acto callejero con una alteración del orden público). El definitivo aniquilamiento de esta forma de comunicación no se debió, como cabía esperar, a la acción de esos enemigos sino al uso indebido de otro medio de masas -la televisión- cuyo exceso ha terminado, sin plan ni propósito previo, con acendradas tradiciones decantadas a lo largo de siglos.
Vamos a tratar de explicar en los próximos minutos algunas claves de un género -podríamos denominarlo así más por su continente que por su contenido- cuya fuerza y difusión fue tanta que sobrevivió durante cerca de cinco siglos, manteniendo, renovando y adaptando un repertorio extensísimo que, sin duda, influyó en el corpus popular y tradicional de todas esas épocas.
Las coplas o pliegos de cordel se ofrecían habitualmente en varios formatos, aunque el más frecuente hasta nuestro siglo era el de cuarto, oscilando su tamaño entre los 13 y los 17 cms. de ancho por los 20 a 25 de alto. También había pliegos en folio, en doble folio y en octavo. Los ya mencionados en cuarto se vendían de medio folio, de doble folio plegado que venía a hacer ocho páginas y, a partir de ahí, en dos, tres o cuatro pliegos, hasta donde daba de sí el tema narrado. Aquellos romances largos que tenían más extensión se dividían en partes, que no necesariamente coincidían con los pliegos o con los encabezamientos de página. Como material de apoyo se solía ilustrar la primera página con un grabado sobre cobre o una xilografía que ocupaba la mitad superior de la plana y que, pese a lo tosco de su diseño en muchas ocasiones, solía contener alguna figura alusiva al caso relatado en cuyas imágenes hallaban las gentes sencillas que acostumbraban a escuchar y comprar el relato, una fuente gráfica donde saciarse con el agua de la ilusión o la fábula. Hasta la extinción del género, los impresores copiaban textos y grabados unos de otros, dándose la circunstancia de que una efigie de la Virgen del Carmen, por ejemplo, igual aparecía en una copla sobre algún milagro atribuido a su bondad, que se la utilizaba precediendo unas estrofas hechas por los mozos de una quinta para celebrar su incorporación a filas.
El género literario más frecuente empleado por los poetas callejeros era el romance en asonante y en tiras de versos seguidos, aunque también abundaba el romance estrófico y algo menos el romance con estribillo. En orden de importancia seguían las canciones, representadas principalmente por décimas, seguidillas, quintillas, cuartetas y pareados. No eran infrecuentes los cuentos y durante el siglo XIX proliferaron las novelas cortas (muchas de ellas traducidas del francés o del inglés) y las historias noveladas. La literatura dramática, principalmente el sainete, también tenía su apartado, apareciendo a veces autos, tonadillas, monólogos, reducciones de zarzuela y de ópera y, más recientemente, revistas y cuplets sin olvidar los bailes popularizados que en cualquier momento tenían cabida. Pero vayamos al tema que nos interesa.
Decía que el género más abundante en los pliegos era el romance y apenas necesito testimonios para confirmarlo. Lope de Vega en Santiago el Verde da, en dos versos, la clave de esa proliferación: Además de ser su métrica la preferida por los españoles para expresarse, sus temas se aprendían desde la más tierna infancia bien en el hogar bien en la escuela, donde eran usados los pliegos como material de lectura, lo que lleva al Fénix a hablar "de los antiguos romances / con que nos criamos todos", opinión que se ve corroborada por Rodrigo Caro cuando, para demostrar que el romance del Marqués de Mantua era uno de los más leídos por los pequeños en sus primeros encuentros con las letras, dice:
"Oh noble marqués de Mantua
qué de veces repetido
fue tu caso lastimero
que en la escuela deprendimos".
Y Quevedo remata en su Discurso de todos los diablos que "los romances de garganta en garganta" eran cantados y recantados "al son de las alcuzas y de los jarros y de los platos" por los muchachos que iban a la taberna a por vino con el maravedí o por las mozas de fregar.
Algunos de esos textos, de lenguaje oscuro y altisonante no eran siquiera entendidos por sus intérpretes o sus oyentes, quienes con héroes y caballeros se fabricaban una mitología de andar por casa. Flotaba en el aire la desconfianza de las gentes normales hacia el género caballeresco; es cierto que una afición desmedida a tales romances junto a una lectura indiscriminada y poco selectiva pudo trastornar alguna mente y alborotar el juicio a más de uno, pero en el fondo de toda esa sátira subyacía el verdadero problema: El romance de pliego estaba en ese momento a punto de dar un giro a su temática y pasar de los textos viejos caballerescos a esos otros de "hombres que en las ciudades de España fuerzan a sus hijas, matan sus madres, hablan con el demonio, niegan la fe, dicen blasfemias... y fingen milagros", como dice Lope de Vega en su Memorial dirigido al rey de España, que María Cruz García de Enterría descubrió en el British Museum en un tomo de Varios. Ya en el siglo XVIII vendrán a añadirse los romances de valientes y guapos mezclados con los relatos de cautivos, para ampliarse en el XIX los capítulos dedicados a sucesos espectaculares y sangrientos y a las narraciones fantásticas o milagros portentosos de la Virgen.
Desde luego no hay duda de que el romance, con su estructura sencilla, era el cauce preferido por los autores, populares o cultos, para dar salida a todos esos temas; cuando algún poeta más avezado o más ambicioso quería hacer un exceso componía en seguidillas, décimas u octavas reales pero el efecto, a decir verdad, no era el mismo.
En cualquier caso, y sobre este asunto no merece la pena insistir porque se ha tratado desde casi todos los puntos de vista, el recorrido que seguía el pliego solía ser siempre el mismo: Un poeta componía unos versos y los daba a un impresor, quien se encargaba posteriormente de entregar el papel a un coplero para que lo difundiese entre el público. Vayamos por partes: El oficio de vate no necesitó nunca de títulos oficiales, así que cualquier mediano zurcidor de versos podía meterse a componer y dar a la luz romances. Quevedo, en el Buscón, nos narra la aventura que éste tuvo con un compañero de viaje, prolífico autor, quien escribía sobre cualquier tema que se le viniese a la mente: "Oiga vuesa merced un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil vírgenes, en donde a cada una he compuesto cincuenta octavas, cosa rica... Yo, por excusarme de oir tanto millón de octavas le supliqué que no me dijese cosa a lo divino, y así me comenzó a recitar una comedia que tenía más jornadas que el camino de Jerusalén". Ambos viajeros se detienen en una posada -seguimos escuchando a Don Pablos- "y hallamos a la puerta más de doce ciegos; unos le conocieron por el olor y otros por la voz; diéronle una barbanca de bienvenido. Abrazólos a todos y luego comenzaron unos a pedirle oración para el Justo Juez en verso grave y sentencioso, tal que provocase a gestos; otros pidieron de las Animas... recibiendo ocho reales de señal de cada uno".
El Buscón ve el negocio tan provechoso y elemental que, al poco tiempo y dándose una ocasión propicia, se hace poeta de lance para los copleros, pudiendo de este modo decir con toda razón: "Ciegos me sustentaban a pura oración -ocho reales de cada una-; y me acuerdo que... fui el primero que introdujo acabar las coplas, como los sermones, con aquí gracia y después gloria".
Estas novedades o cualquier pequeña recreación con sello de autor no siempre se reconocían. Dado el carácter preferentemente anónimo de los textos, los recitadores se apropiaban pronto de las innovaciones haciéndolas suyas sin pudor. Juan Molledo, autor palentino que escribió romances en las primeras décadas de este siglo, se quejaba así (en respuesta a una pregunta del periodista Eduardo Ontañón) de esa inveterada e ilícita costumbre: "Una vez me encontré a un ciego que vendía coplas y le dije: -¿Tiene usted alguna de Juan Molledo de la Pinta, natural de Piña? -No señor, que no la tengo; que esas coplas no están bien hechas-, me contestó. -Y entonces, ¿de quién es esa del blasfemo labrador que está usted explicando? -Esta es de un autor de Valladolid que ha hecho ya otras muy buenas... Aquello me descompuso. -Sepa usted -le dije- que eso es de Juan Molledo y que Juan Molledo soy yo".
Más recientemente -y según me contaba Ataulfo Rodríguez de Llano, último impresor de este tipo de pliegos en Madrid-, escritores como Eugenio Revilla Sanz o Manuel Alonso Niño dedicaban toda su atención al negocio de los versos para ciegos; suscritos a varios periódicos de España, solían buscar en la sección de sucesos los crímenes más llamativos y escabrosos para inventar sobre ellos un romance y enviarlo rápidamente a la zona donde había tenido lugar el suceso. Julio Nombela, en Impresiones y recuerdos, relata el caso de ese tipo de poetas a los que contrataba un impresor -en este caso concreto uno que había sido cocinero antes que fraile-: "Un cajista que trabajaba en la imprenta del Diario Español cuando yo formaba parte de la redacción de ese periódico, y que pasó a prestar servicio en otra imprenta que se dedicaba a imprimir los llamados romances de ciego -que, según parece, continúan ofreciendo buenas ganancias a los que los publican- me enteró de que en la calle de los Estudios vivían un ciego ya muy viejo que vendiendo aquel género averiado de literatura callejera había hecho ahorros, de vendedor se había convertido en editor y se entendía con los vendedores de romances de toda España. Cuando ocurría un crimen de los que ahora se llaman pasionales o adquiría fama algún bandido de los que recorrían los campos de Andalucía o las escabrosidades de Burgos y Toledo; cuando se cometía algún robo con el correspondiente asesinato o era ajusticiado algún reo de importancia, llamaba a uno de los dos o tres poetas que no tenían sobre qué caerse muertos y estaban a su devoción, les daba instrucciones detalladas respecto del romance que les encargaba, y si éste quedaba a su gusto remuneraba su trabajo con treinta o cuarenta reales".
La figura del coplero -generalmente ciego o aun fingiendo serlo- está todavía tan reciente como decía al comienzo, que una simple evocación basta para despertar situaciones, cantinelas, aleluyas de cartelón y otras instantáneas dormidas o aletargadas en la trastienda del recuerdo. Ha sido el ciego desde hace varios siglos un intérprete con características lo suficientemente marcadas como para causar rechazo o devoción en su auditorio; y puede asegurarse que los ciegos sabían (bien por un sentido desarrollado de la orientación, bien por un agudo olfato comercial) dónde colocarse en cada población para que nadie quedase indiferente a su reclamo. Acerca de quienes se quejan a lo largo de la historia de su influencia sobre la sociedad, cabría hacer un examen sosegado para comprobar si sus reproches estaban movidos por una auténtica filantropía o surgían más bien de un prejuicio hacia el medio de difusión utilizado -directo y eficaz- al que se consideraba vulgar o innoble. Lope de Vega, en el Memorial citado, escribe: "Antiguo remedio fue, y permitido, que los ciegos aprendiesen oraciones y las rezasen a las puertas (si bien tan mal compuestas que antes quitan la devoción, como la mala pintura) para que viviesen y se sustentasen pidiendo limosna por este camino (que no es prudencia urbana de la cabeza sublime desamparar los miembros defectuosos de la naturaleza); pero ser pregoneros públicos de mentiras y aleves difamadores de nuestra nación, es artificio nuevo de algunos hombres que se valen de ellos como de ministros y oficiales para ganar de comer, siendo ellos ricos y con oficios en la República, y aun en la Casa Real, de que merecerían ser depuestos".
Parecido sentido tienen las palabras de un escritor romántico, Antonio Trueba, seducido en sus primeros años por aquellos romances y en su madurez comprador y lector arrepentido de lo que él consideraba una auténtica basura; su reacción ante tanto papel acumulado es, por lo menos, atrabiliaria: "Así que me repuse un poco de mi desencanto, llamé al gallego, le hice cargar con los veinte mil romances de ciego, y me encaminé tras él a la era del Mico, y allí pequé fuego a aquel infame y estúpido centón de groserías morales y artísticas, no sin haber tenido que andar antes a percozones con el gallego y la gente del barrio que querían salvar de las llamas lo que yo había condenado a ellas, porque lo creían el prototipo de la belleza artística y moral".
La reacción y el juicio de Trueba, repito, son exagerados, aunque no se puede negar que predominara entre quienes movían este género más un interés comercial que un fin didáctico; de hecho muchos ciegos formaron sociedades que casi tenían un carácter gremial y protegían a sus asociados, como nos recuerda Domingo Faustino Sarmiento en sus Contrastes madrileños: "Los ciegos en España forman clase social con fueros y ocupación peculiar. El ciego no anda solo, sino que aunados varios en una asociación industrial y artística a la vez forman una ópera ambulante que canta y acompaña con guitarra y bandurria las letrillas que ellos mismos componen o que les proveen poetas de ciegos, último escalón de la jerarquía poética de la España... El paisano español posee además todas las cualidades necesarias para ejercitar con éxito la profesión de mendigo. Un aire grave, una memoria recargada de oraciones piadosas y de versos populares y un vestido remendado".
Vistas la descripción y los juicios anteriores, parecería imposible pedir buenos propósitos o una clara intención moralizante, pero en honor a la verdad, la doctrina o un sentido moral siempre estaban presentes, aunque fuesen muy particulares, y tal vez fuese ésa una de las causas de su éxito constante, como parece desprenderse de la lectura de este texto de Estebanillo González: "Y después de haber corrido a Hernán Núñez y otras dos villas llegué a la de Montilla, a tiempo que, con un numeroso senado y un copioso auditorio estaba en su plaza, sobre una silla sin costillas y con sólo tres pies, como banqueta, un ciego de nativitate, con un cartapacio de coplas harto mejores que las famosas del perro de Alba, por ser ejemplares y de mucha doctrina y ser él autor; el cual, chirriando como carrucha y rechinando como un carro, y cantando como un becerro, se rascaba el pescuezo, encogía los hombros y cocaba todo el pueblo. Empezaban las coplas de aquesta suerte:
Cristianos y redimidos
por Jesús, suma clemencia,
los que en vicios sois metidos
despertad bien los oidos
y examinad la conciencia...
Eran tantas las que vendían, que no llegar la noche dieran fin a todas las que traía".
Hay que advertir que, pese al tiempo transcurrido desde entonces y al carácter novelesco de la obra, ésta última afirmación no es exagerada: las coplas se hacían por miles porque a millares se vendían. Aunque en las primeras décadas de este siglo decayó algo el comercio, todavía llegó a nuestros días este pingüe negocio. La imprenta Santarén de Valladolid, por ejemplo, hizo tiradas de cientos y cientos de millares de papeles sueltos. De su establecimiento salían, a mediados del siglo pasado, más de trescientos títulos distintos de romances y canciones, una colección de historias, otra de sainetes y otra de aleluyas o redolines. Junto a todo ello, novenas y libros de instrucción para las escuelas, además de opúsculos como el Ofrecimiento del Rosario, Via Crucis, Ramilletes de la misa y un ejemplario sobre cómo escribir cartas. Todo ese surtido componía el repertorio de una imprenta que pasó de ser la sexta en volumen de ventas en 1813 a la cuarta en 1857, la tercera en 1871 y la primera en 1904. Uno de los encargados de la posguerra, con quien pude llegar a conversar en un par de ocasiones, me decía que la imprenta hizo tiradas increíblemente largas de un papel contra las brujas que llevaba la imagen de San Caralampio. Su mejor cliente era el peculiar Dorimedontes, único heredero de una acaudalada familia gallega, quien, tras casar con una rica heredera, tuvo una hija; la desgracia vino a cebarse sobre él llevándose a su mujer y a la pequeña de muerte repentina. Dorimedontes atribuyó a las meigas el suceso, aparentemente inexplicable, y se dedicó desde entonces, abandonando casa y tierras, a regalar por los pueblos estampas contra las brujas. Una manta y un zurrón al hombro eran su único equipaje, completando su imagen un largo bastón con el que a duras penas disimulaba su cojera y una barba que le daba venerable apariencia.
A este respecto, solían recordar los impresores que había dos tipos de clientes, los que andaban de pueblo en pueblo por cumplir una promesa (como en el caso que acabo de narrar) y los que practicaban el oficio simplemente para ganar dinero (a los que ya me he referido brevemente antes). De éstos últimos, sin duda, partiría la costumbre de cortar en dos trozos el papel del romance (aprovechando que solía haber una primera y una segunda parte), para vender la historia en dos veces y obtener el doble de beneficio.
También en alguna ocasión he hecho referencia al carácter valiente y decidido de algunos ciegos quienes, pese a su disminución física, llegaban a jugarse el tipo por un ideal, preocupados por el desarrollo y evolución de la sociedad en que vivían. Convertidos en portavoces eficaces de proclamas políticas, escribían relaciones como ésta que voy a leer, cantada por los copleros en muchas calles españolas inmediatamente después de que José Bonaparte anunciara al país, mediante fijación de pasquines, sus pretensiones al trono:
"En la plaza hay un cartel
que nos dice en castellano
que José, rey italiano,
roba a España su dosel.
Y al leer ese cartel,
Manolo, por ahí debajo
que me cago en esa ley
porque acá queremos rey
que sepa decir carajo".
Versos de este tenor son los que mueven a un ciego a confesar en la obra El Pilluelo de Madrid que las coplas que van a interpretar en la habitación del protagonista no las pueden cantar "por los aires, ni en la Puerta del Sol, ni en la calle de Carretas, por la sencilla razón de que no hay libertad de canto... nuestras gargantas están oprimidas y no falta más que nos cuelguen de un árbol como los perros".
No es de extrañar que con esta animosidad y arrojo, con este carácter, hasta los diablos temiesen a los ciegos como queda reflejado en este delicioso pasaje de El Diablo Cojuelo: "Cuando iba el Cojuelo refiriendo esto, llegaron a la plaza mayor de Ecija, que es la más insigne del Andalucía, y junto a una fuente que tiene en medio de jaspe, estaban unos ciegos sobre un banco, de pie, y mucha gente de capa parda de auditorio, cantando la relación muy verdadera de cómo una maldita dueña se había hecho preñada del diablo y que por permisión de Dios había parido una manada de lechones, con un romance de don Alvaro de Luna y una letrilla contra los demonios que decía:
Lucifer tiene muermo
Satanás sarna
y el Diablo Cojuelo
tiene almorranas.
Almorranas y muermo
sarna y ladillas
su mujer se las quita
con tenacillas.
El Cojuelo le dijo a don Celofás: -¿Qué te parece los testimonios que nos levantan estos ciegos y las sátiras que nos hacen? Ninguna raza de gente se nos atreve a nosotros si no son éstos, que tienen más ánimo que los mayores ingenios; pero esta vez me lo han de pagar, castigándose ellos mismos por sus propias manos, y daré, de camino, venganza a las dueñas, porque no hay en el mundo quién no las quiera mal y nosotros las tenemos grandes obligaciones, porque nos ayudan a nuestros embustes; que son demonios hembras. Y sobre la entonación de las coplas metió el Cojuelo tanta cizaña entre los ciegos que, arrempujándose primero, y cayendo dellos en el pilón de la fuente y esotros en el suelo, volviéndose a juntar, se mataron a palos, dando barato de camino a los oyentes, que les respondieron con algunos puñetes y coces".
Esta afición a satirizar, esta inclinación de los poetas populares a opinar sobre lo divino y lo humano, hizo surgir a lo largo de la historia del pliego suelto -que como hemos visto es la de la imprenta- no pocas voces, en ocasiones autorizadas y las más de las veces autoritarias, como la de la censura. Del siglo XV se conservan pocos pliegos y además no se conoce ningún Indice de libros prohibidos, pero ya en el XVI y desde sus primeros años se observa un interés especial de la Iglesia por frenar determinadas licencias o abusos que habían llegado con el Renacimiento, como el de "explicar" la Sagrada Escritura. Por supuesto que las obras condenadas son obras -llamémoslo así- mayores, es decir libros o tratados con cierta entidad que contenían doctrinas o ideas filosóficas que pudieran poner en entredicho lo establecido; de pliegos poco hay, aunque, por testimonios coetáneos sabemos que existía ya la norma de enviar a la censura cualquier tipo de escrito que se quisiera publicar, si bien este tipo de papeles, por descuido de los impresores o por desprecio de los censores, pasaría casi siempre inadvertido. Uno de esos testimonios es el que nos da Cristóbal Bravo, poeta y coplero ciego cuya figura estudió Rodríguez Moñino, que en unas quintillas contra la lujuria, gula y blasfemia escribe la siguiente nota: "Para que ésta mi obra y las demás sean corregidas y enmendadas, las someto y pongo debajo del gremio y corrección de la Santa Madre Iglesia Católica y de sus ministros".
Salvo en casos anecdóticos y voluntarios como éste, sin embargo, la preocupación principal de la censura, como he dicho, estaba en los libros y por poner un ejemplo aunque sea exagerado recordaré las citas de contemporáneos de Cisneros que le atribuyen la celebración de un Auto de Fe, siendo arzobispo de Toledo, en el que quemó más de un millón de volúmenes prohibidos, aunque algunos fuesen de gran valor. Esta hecho, como se podrá imaginar, revela una obsesión que no es solamente de índole moral, como muy bien acierta a señalar Antonio Márquez en su obra Literatura e Inquisición: "En términos sociológicos o de fenomenología religiosa, la Inquisición representa el aparato policíaco de una casta sacerdotal en un momento determinado de la historia de Europa, cuya denominación política no puede ser otra que la de absolutismo".
En el siglo XVII apenas aparecen tampoco pliegos con licencia expresa y entre los documentos conservados en los que se citen pliegos recogidos por la censura sólo se mencionan aquellos que atentan gravemente contra la Iglesia y su doctrina, amén de los que, por su grosería o falta de decoro atacan el buen gusto. María Cruz García de Enterría se pregunta si esta aparente permisividad de la Inquisición se debe a una poco conocida liberalidad o a un descuido casi voluntario, por considerar a los pliegos material de segundo orden.
Las normas, sin embargo, seguían existiendo y, en algunos casos bien tajantes: Se prohibía la impresión de "canciones, coplas, sonetos, prosas, versos y rimas, en cualquier lengua compuestos, que traten cosas de la Sagrada Escritura interpretándola contra su debida reverencia y respeto, profanamente y a otros propósitos, contra lo que común y ordinariamente la Santa Madre Iglesia admite".
Cabría sospechar también que una cierta práctica en el trato con los ministros y representantes del poder eclesiástico había habituado a los impresores a ejercer sobre todo lo publicado una autocensura. Sería una afirmación difícil de demostrar para esa época pero no para la actual, como luego veremos.
El siglo XVIII es otra cosa. Jovellanos, como buen ilustrado, rechaza la proposición del impresor Ybarra para editar sus poesías en pliegos que luego puedan ser vendidos por los ciegos en las plazas. ¿Recelo ante una reacción directa y descarnada del público hacia su obra? Francisco Aguilar Piñal reproduce en una documentada antología de pliegos del siglo XVIII, la opinión que le merecían todos estos papeles volanderos a Meléndez Valdés, quien llegó a escribir un Discurso sobre la necesidad de prohibir la impresión y venta de las jácaras y romances por dañinos a las costumbres públicas: "Nada presentan al buen gusto -dice Valdés- ni a la sana razón que las deba indultar de la proscripción que solicito. Son sus temas comunes guapeza y vidas mal forjadas de forajidos y ladrones, con escandalosas resistencias a la justicia y a sus ministros, violencias y raptos de doncellas, crueles asesinatos, desacatos de templos y otras tantas maldades que, aunque contadas groseramente y sin entusiasmo ni aliño, creídas cual suelen serlo del ignorante vulgo, encienden las imaginaciones débiles para quererlas imitar, y han llevado al suplicio a muchos infelices. O son historietas groseras de milagros supuestos y vanas devociones... o presentan, en fin, narraciones y cuentos indecentes...". Aguilar Piñal agrega que una prohibición del Consejo del año 1798 para imprimir esos papeles sin licencia fue, como en tantísimas otras ocasiones, desoída.
A la censura moral existente en siglos precedentes, aunque escasa, ha venido a sumarse la de los ilustrados (celosos vigilantes de la cultura popular) y la de los poetas cultos, que consideran ya al género como un potencial (yo diría que seguro) enemigo. Frente a esta visión global siempre aparecen los casos particulares o poco claros en los que ni moral ni buen gusto tienen explicación como causa primera de la prohibición. Uno no se explica, por ejemplo, por qué se incluye en un Apéndice del Indice Inquisitorial de 1817 el pliego titulado "Chistoso pasaje que ha acontecido este presente año en Jerez de la Frontera, sucedido entre un molinero y un corregidor". Se alega estar comprendido en la regla séptima del Indice expurgatorio, pero por esa misma razón también podría haberse retirado de la circulación el romance de Pedro Marín ya conocido en el siglo XVIII que dio origen a éste que comentamos. Más probable parece que sentaran mal estas coplas porque burlaban veladamente de las relaciones entre el Corregidor de la capital de España y Antonia Molino, famosísima intérprete de baile español, como bien acierta a suponer Emilio Cotarelo y Mori en su Historia de la Zarzuela: "Por entonces (habla de los años 1809 a 1813) fueron muy sonados los amores de esta bailarina con el Corregidor de Madrid y los ciegos resucitaron y pregonaban por las calles las antiguas Coplas del Corregidor y la molinera". El mismo Pedro Antonio de Alarcón, sin pretenderlo, legitima que consideremos injustificada aquella prohibición cuando en el prólogo de El sombrero de tres picos pone en boca del pastor que le cantó el romance las siguientes palabras: ¿Qué se saca en claro de la historia del Corregidor y la molinera, que los casados duermen juntos y que a ningún marido le acomoda que otro duerma con su mujer? Me parece que la noticia..."
Por otro lado -y siguiendo ya con el siglo XIX- se comienza a atisbar también una censura del "profesional de la información". A partir de 1850 se producen protestas entre periódicos "serios y juiciosos" por la poca fiabilidad de las noticias divulgadas por los ciegos en los papeles impresos. hay también un exceso de proteccionismo en los gacetilleros y periodistas hacia el público, al que se pretende defender de patrañas y exageraciones "poco acordes con los tiempos que corren". Se lamentan los concienzudos cronistas de que los ciegos cantan coplas contra el Papa (aunque no dicen que es porque se ha metido en terrenos políticos), contra el Rey (cuando éste es Amadeo, un monarca extranjero), o contra la propia Constitución (cuando ésta no refleja el sentir y los deseos de libertad de una sociedad en proceso de mutación). Pero lejos del apasionamiento transitorio de esas opiniones, uno cree adivinar en la actitud decidida de esos ciegos cantores un prototipo radicalmente contrario al que se nos ha descrito en algunos libros sobre la literatura de cordel, si bien esa gallardía, como ya hemos visto, pudiera estar amparada por Hermandades u organizaciones. Cuando aparecieron los organillos o pianos mecánicos, por ejemplo, los sesudos periodistas de la época se hacían cruces al observar que quienes se encargaban de dar vueltas a la manivela no estuviesen comprendidos en la ley de vagos, "porque no vemos que el simple manejo de un manubrio sea un oficio u ocupación que requieran aprendizaje, talento, habilidad o cosa parecida. Lo consentiríamos en un ciego o en los pobres impedidos como un medio decoroso de mendigar, pero a un bigardo de robustos miembros y salud potente no le toleraríamos que buscara una manera tan sencilla, fácil y cómoda de evadirse del trabajo y de vivir holgadamente a costa de aquellos cuyos oidos estropea".
Esta reprobación contra las "estruendosas" formas de comunicación ochocentistas se vuelve incluso contra los propios invidentes y su actividad, llegando a constituir un leit motiv o una buena excusa para atacar otros puntos cuya censura resultaría más enojosa o más comprometida: "Anteayer tarde -dice un periódico de Valladolid- recorrían las calles los ciegos... atronando los oídos del público y llenando el corazón de todos del horror más espantoso a los gritos de `El papelito nuevo, de los hombres vivos a quienes se les han arrancado las orejas y los ojos' y francamente lamentamos sobremanera que haya personas que se atrevan a inventar calumnias con el fin de exacerbar los ánimos".
¿Sería don Agustín Durán -como apunta Caro Baroja- quien pondría en cuarentena todo este material y prevendría a los especialistas posteriores contra su utilización y estudio, por razones estéticas y morales? Parece evidente que, si bien las palabras del autor del Romancero General son concluyentes y acreditadas, no son las únicas ni mucho menos las más duras.
Para concluir este apartado, por tanto, yo diría que no es la temática del romance de pliego la que le hace ser objeto de censuras y prohibiciones, excepto -claro está- cuando atente contra alguno de los pilares fundamentales de la sociedad establecida. Rodríguez de Llano, impresor madrileño de quien hablé anteriormente, que tuvo la gentileza de hacerme depositario de todos sus archivos, incluyendo aquellos que contenían los textos pasados a la censura desde el año 1939 hasta el sesenta, me comentaba que durante todo ese período llegó a adquirir un sexto sentido que le advertía del peligro que podía correr algún tema para ser publicado, en cuyo caso pedía al poeta una autocensura o la ejercía él mismo; pese a todas sus precauciones, sin embargo, alguna vez recibía la sorpresa de que le devolviesen el texto tachado con la advertencia: "Denegado por antiartístico" o "Llevado a la censura eclesiástica don Andrés dijo que no tenía nada malo pero que no podía darle el visado por ser muy mal verso". En el caso de "La mujer soldado" la censura fue mucho más expeditiva, pues se presentó en la imprenta un militar que exigió de inmediato todos los papeles que se hubiesen imprimido con aquel famoso suceso y se los llevó, con la advertencia de que no se le ocurriera ni remotamente reimprimirlos.
Apenas ha hecho mención durante todo este tiempo a esos temas generales en que suelen los estudiosos dividir sus trabajos, pero es que un listado temático de los romances de ciego sería interminable y por lo mismo siempre ..... Caro Baroja da, para el tipo de romance novelesco, una cuádruple división: Caballerescos, de cuentos y prodigios, de amores y aventuras y de cautivos y renegados. A todos éstos añade los religiosos y, finalmente, los vulgares que irían desde los cuentos y relaciones fantásticas -ya sean de tipo localista o internacional- hasta los romances lúdicos, como los que contienen disputas entre el día y la noche, el agua y el vino, las mujeres y los hombres, etc. Releyendo esta y otras clasificaciones entra la sospecha de si quedará algún tema que el romance de ciego no haya tocado. Y es que una de las características principales del género es la de constituir un corpus, no creado para pensar o reflexionar, sino para imaginar; o dicho de otra forma que me convence más: Textos inventados para todos los gustos de una sociedad que tiene necesidad de divertirse. Cuando es un sainete de don Ramón de la Cruz unos labradores preguntan a unos ciegos que acaban de llegar al pueblo qué coplas conocen, aquellos contestan sin dudar que todas; después se podría rebajar en su debido momento.
Pasemos a otro apartado importante que sería el artístico. Brueghel, El Bosco, De la Tour, Holbein, Bayeu, Cruz Cano, Goya, Alenza y muchos más pintores y grabadores han retratado a ciegos tañendo distintos instrumentos: En El Diablo Cojuelo tocan la gaita zamorana, Iza Zamácola y Antonio Casero les presentan con guitarras, alguna tonadilla habla de fariñas o ferriñas (aquellos hierros que tocan los ciegos), Mesonero Romanos igual les describe tocando un monótono son de dulzaina que dando vueltas al manubrio de un organillo en el que suena "Guillermo Tell"... Violín, bandurria, pandereta son, en fin, otros instrumentos que, en algún momento aparecen también en manos de los copleros. Tal variedad organológica y la rotunda afirmación contenida en el sainete de don Ramón de la Cruz al que antes hacía mención, nos hacen dudar de la creencia (hoy generalizada, aunque apoyada solamente en determinados documentos literarios) de que los ciegos tenían un repertorio musical muy escaso que aplicaban sin remedio a todos los textos, nuevos o antiguos. Cierto que tuvieron melodías comodines, que hoy podríamos denomir "vulgatas", cuyas cualidades agradaban a todos y por tanto no había razón para asumir el riesgo de cambiarlas (sobre todo cuando la parte más destacada del romance era un texto que se quería difundir): ¿Qué mejor forma de hacerlo que a través de un soporte musical ya conocido y pegadizo? Otro caso sería el de las canciones de moda, cuya tonada particular y diferente esperaba la gente como agua de mayo. Es evidente, por tanto, que los ciegos utilizaron dos tipos de puesta en escena o de interpretación a los cuales hace mención Felipe Pedrell cuando -al hablar de los siete libros de música de Salinas, escribe: "Aunque Salinas no lo expresa, se deduce, desde luego, que había en su tiempo dos formas de entonar esas tonadas: Recitándolas sobre el ambitus reducido de dos o tres notas musicales, o cantándolas teniendo en el oído la tonada inventada por uno o varios creadores anónimos que, por la costumbre de entonarlas, hicieron que se adoptase tal tonada con preferencia a otras. Ya se comprende que aquella recitación vulgar ha de ser antiquísima y tiene sus precedentes en las recitaciones litúrgicas". Pedrell se refiere en el primer caso a las cantinelas con que iniciaban su actuación los ciegos y que, por su especial y atractivo soniquete, atraían al público, reuniendo en breve espacio de tiempo a su alrededor a un numeroso grupo de posibles compradores. Estoy hablando de melopeas que acompañaban letras como ésta:
Sagrada Virgen del Carmen
madre de Dios soberana,
ayúdame a relatar
esta historia desgraciada
que hicieron unos ladrones
con el cura y con el ama:
No contentos con el cura
se metieron con el ama...
Ya digo que pese a la prevención de algunos autores hacia el oído de los músicos callejeros (se habla de berrear, de rascar tripas, etc.) hay muchos testimonios también a favor del resultado estético. Alfonso García Tejero, en El pilluelo de Madrid, sólo se queja, por ejemplo, de que la serenata de un numeroso grupo de ciegos se lleve a cabo en un sitio pequeño y cerrado: "Y empezó una música agradable, si bien en demasía fuerte para un reducido gabinete buhardillesco". Y Antonio Casero, en De Madrid al cielo, hace decir a un castizo dirigiéndose al lazarillo de un ciego que acaba de cantar:
¿Es Espronceda el que canta
por un casual, y perdona?
-No señor, pero es paisano.
-Porque está muy bien la copla...
Tal vez hubiese -y volvemos otra vez al terreno comercial- un temor fundado a que los ciegos vendiesen más papeles y se les hiciese más caso que al artista popular y reconocido que ponía de moda la tonada. En 1785 el Correo de los ciegos, órgano de expresión y comunicación de este colectivo, había pedido al Corregidor que se diese copia a los invidentes de todos los romances y canciones que se interpretaban en el teatro. Inmediatamente se escribe un Memorial, firmado el 6 de mayo de 1787 por Martínez y Ribera, en el que se suplica que no se escuchen esas peticiones porque así cualquiera podrá saber una canción y, pensando que él la canta mejor que nadie, quitará el mérito a los que la interpretan sobre las tablas; por otra parte -continúa el Memorial- ya se sabe que lo que atrae al público es la novedad y que la gente acude al teatro cuando hay tonadilla nueva, hecho que dejaría de suceder si previamente las cantasen los ciegos por calles y esquinas.
Acabaré estas líneas sobre el romance de ciego con un texto de don Ramón Menéndez Pidal quien en su Romancero Hispánico describe emocionado la curiosa circunstancia en que -lejos del ámbito académico que solía frecuentar- se encuentra por casualidad con un romance de más de quinientos años de antigüedad: "En el mes de mayo de 1900 -escribe Pidal- hacía yo una excursión por ciertos valles del Duero para estudiar la topografía del Cantar de Mio Cid, y acabada la indagación en Osma, deteniéndome allí un día más para presenciar el muy notable eclipse solar del día 28, ocurriósele a mi mujer (era aquél nuestro viaje de recién casados) recitar el romance de la Boda estorbada a una lavandera con quien conversábamos. La buena mujer nos dijo que lo sabía ella también, con otros muchos que eran el repertorio de su canto acompañado del batir la ropa en el río; y enseguida, complaciente, se puso a cantarnos uno, con una voz dulce y una tonada que a nuestros oídos era tan "apacible y agradable" como aquellas que oía el gran historiador Mariana en los romances del cerco de Zamora. El romance que aquella lavandera cantaba nos era desconocido, por eso más atrayente:
Voces corren, voces corren / voces corren por España
que don Juan el caballero / está malito en la cama...
y a medida que avanzaba el canto, mi mujer creía reconocer en él un relato histórico, un eco lejano de aquel dolor, "tribulación y desventura" que al decir de los cronistas, causó en toda España la muerte del príncipe con Juan, primogénito de los Reyes Católicos, porque esa muerte ensombrecía los destinos de la nación. Y en efecto, estudiado después, aquel era un romance del siglo XV, desconocido a todas las colecciones antiguas y modernas... La exactitud con que aquel romance de la Muerte del Príncipe don Juan conservaba las circunstancias históricas del suceso era sorprendente; era fidelísima sobre todo en el nombre del doctor de la Parra, de quien se comprueba documentalmente que asistió al príncipe en su última enfermedad en Salamanca, médico muy valido entonces, pero después ignorado de todos. Aquel romance nuevamente descubierto hablaba muy alto a favor de la fidelidad con que la tradición romancística se conservaba en aquel corazón de Castilla, donde se creía totalmente decaído el antiguo espíritu épico".
¿Qué es lo que sorprende y entusiasma tanto a Pidal y su esposa, hasta el extremo de perderse el gran eclipse solar que se estaba produciendo? Sin duda el hecho de poder contemplar por sí mismos que, tras un período de ocultamiento a los ojos y a los oídos de los eruditos, volvía a brillar el sol de la tradición oral. Pidal descubría que el romance estaba vivo; y no sólo el romance viejo y tradicional, es decir aquellos textos que no habían tenido más soporte que la cadena de la tradición enlazando sus anillos de padres a hijos, sino el romance de pliego, ese que se había difundido a través de los papeles vendidos en plazas y mercados por los ciegos. Y así un tema como el de la muerte del príncipe don Juan, ya divulgado a través de hojas volanderas por composiciones de Juan del Encina y el Comendador Román en el siglo XV, siguió interesando a los lectores y oyentes de todas las épocas hasta nuestros días. ¿Un milagro? Tal vez sea más milagroso el hecho de que, colectivamente, hayamos decidido abandonar y olvidar una tradición riquísima y venerable cuyas excelencias cantaron poetas y literatos de todas las épocas. Pero esto ya es otra cuestión.
Resumiendo, yo diría que la llamada literatura de cordel -así denominada por las cuerdas de las que pendían los pliegos para ser ofrecidos al público- es un fenómeno principalmente comercial (si bien con derivaciones sociales y culturales) en el que, siguiendo la ley de la oferta y la demanda, impresores, poetas y copleros se beneficiaban de las preferencias y gustos de un público numeroso y heterogéneo que mantuvo en pie ese mercado hasta tiempos muy recientes, Los romances fueron, entre todo el material que se imprimió, una de las fórmulas favoritas, por narrar largas historias que entretenían a la gente en la plaza y en casa; por contar sucesos que sorprendían o dejaban suspenso al auditorio; por constituir, en suma, un catálogo de casuística como pocos se pueden haber dado.
Hoy cada vez más esos pliegos son material de coleccionista o de bibliófilo, como pudieron serlo en la época en que Fernando Colón (el hijo de Cristóbal) los compraba en las ferias de Medina del Campo, aunque con la certeza de que su vida ha acabado y son ya, como soporte literario, más historia que otra cosa.