Joaquín Díaz

LOS INSTRUMENTOS EN LA LITURGIA


LOS INSTRUMENTOS EN LA LITURGIA

El uso de algunos instrumentos para fines litúrgicos

02-07-2006



-.-


La liturgia, que significa servicio público, tuvo siempre como fines fundamentales la alabanza de Dios y el perfeccionamiento del ser humano. El Papa San Celestino escribió : “La oración litúrgica es el índice de nuestras creencias” y la frase parece querer compendiar todos aquellas acciones en que la Iglesia, con sentido atractivo y universal –es decir, de manera que todo el pueblo pudiese tomar parte-, educaba y difundía su propio Dogma para admiración y beneficio ético y estético de los cristianos.
Siempre fueron la Pascua y la Navidad, es decir los dos momentos principales de la redención de la humanidad –nacimiento y muerte de Jesús- las épocas en que mejor y más adecuadamente se podía percibir en la liturgia el cuidado exquisito que la Iglesia quería poner en los actos conmemorativos. La Semana Santa y la Navidad serán, pues, los hitos del ciclo anual en los que nos detendremos para observar el uso de los instrumentos musicales en los actos rituales. Instrumentos que en ocasiones serán objetos litúrgicos propiamente dichos y en otras simples elementos de acompañamiento.
El uso de los instrumentos musicales en la época de la Semana Santa tuvo siempre un sentido particular, marcado por la significación del período litúrgico; durante ese tiempo, por ejemplo, las campanas, habituales testigos del paso del tiempo y eficaces comunicadoras, quedaban mudas, mostrando así su silencioso respeto por la muerte del Salvador y haciendo buenos algunos relatos legendarios que aseguraban que en caso de ser volteadas saldrían volando.
La utilización de los instrumentos se reducía en general a dos funciones: dar aviso y crear música de acompañamiento para los actos litúrgicos. Para los avisos se solían utilizar carracas, mazos, matracas y tablillas, esos mismos que en las Tinieblas servían para “matar judíos” o para recordar dentro de los templos con estruendo (sólo en lo que duraba un Pater noster) el momento de la muerte de Cristo. Todos esos crepitacula lignea o instrumentos restallantes de madera, procedían de la primitiva Iglesia –después quedaron definitivamente instalados en la Iglesia Oriental- donde, en manos de canonarcas –directores de coro- o de los monjes sirvieron para dar las horas o para advertir en los monasterios del cambio de actividad. En muchas ocasiones se usaban también para recordar y venerar a través del sonido seco y duro de su madera (por ejemplo en el caso del simandrón), el sacrum lignum o leño sagrado donde murió Jesús. En cuanto a las tablillas, que habían permitido a leprosos y mendicantes pedir limosna desde lejos durante esos tiempos en que la peste y la miseria se enseñorearon de Europa, se acabaron apellidando “de San Lázaro”por ser precisamente instrumento obligado en los lazaretos.
También para dar aviso o, por utilizar un término más preciso para hacer claro o dejar paso –esto es, para advertir que llegaba una procesión y que había que despejar la plaza o calle-, se utilizaba una trompeta (generalmente propiedad de la cofradía cuyo desfile se acercaba) o un timbal con los parches destensados (esas cajas destempladas que se conocían tan bien en el mundo de la milicia y en el campo de batalla) que se cubría, por respeto, con un paño negro.
Desde el siglo XVI aparecen también los pífanos (o flautas traveseras) y las flautas para una sola mano, acompañadas por el tamboril. Los primeros, procedentes del ámbito cortesano y militar pero también presentes en las capillas de ministriles de las catedrales junto a otros instrumentos menos populares como bajones, salterios y arpas; las segundas, es decir las flautas de tres agujeros, llegadas desde el medio rural donde también servían para alegrar fiestas y bailes públicos. Todos estos instrumentos tenían su propio repertorio ya que desde el siglo XVI hasta nuestros días los Maestros de Capilla de las catedrales tuvieron como obligación de su cargo la de componer anualmente música incidental para las celebraciones de más importancia litúrgica: Navidad, Semana Santa y Pascua, y la fiesta del Corpus Christi.
En tiempos más recientes, y hablo ya de las primeras décadas del siglo XIX, las bandas de música –civiles y militares- sustituyeron a esas capillas incluyendo bugles, figles, clarinetes, tubas, bombardinos y otros instrumentos de metal e interpretando un repertorio más ecléctico -apropiado o no, según el acierto en la elección de ese repertorio- que casi ha llegado hasta nuestros días. Las dulzainas y chirimías ocuparon, asimismo, durante prolongados períodos (sobre todo en el caso de las primeras) un espacio particular entre los pasos o acompañando a los hermanos de disciplina y de luz o cera que constituyeron la espina dorsal de las cofradías rurales.
La Semana Santa ha visto a lo largo del tiempo condicionada su liturgia a distintos factores: La Iglesia, la propia Sociedad y las Cofradías. Entre las tres, son éstas últimas las que, herederas de una riquísima historia de beneficencia y piedad cristianas (ya en las Cortes de Valladolid de 1258 se habla de cofradías para dar de comer a los pobres, para enterrar a los muertos y para luminaria) han mantenido con sus estatutos particulares una cierta disciplina en el correcto cumplimiento de sus fines. Estos, por lo general, eran, además del perfeccionamiento personal de los cofrades, invitar al resto de la comunidad a observar las prácticas religiosas prescritas por la Iglesia durante el año, así como (a través del ejemplo) promover el fervor y la piedad populares con devociones concretas durante la Cuaresma que culminaban en la conmemoración de la Pasión de Cristo y, a veces, su escenificación. Esta conmemoración se llevaba a cabo de diversas formas, aunque una de las más arraigadas era la de los desfiles procesionales, acompañando los cofrades a una cruz o una imagen que fuesen objeto de su especial veneración. Los miembros de cada cofradía según su propio deseo (hasta el siglo XVIII) tenían distintos cometidos y obligaciones: unos eran penitentes y otros eran cofrades de luz o de cera; es decir, los unos se comprometían a hacer determinados sacrificios o penitencias públicas (como irse azotando o flagelando en la procesión, cosa que fue prohibida por una real orden de Carlos III en 1777) y los otros a iluminar o costear la iluminación del desfile procesional. El incumplimiento de los ofrecimientos era sancionado por la Junta General, que tenía lugar una vez al año, con un castigo económico que engrosaba las arcas, generalmente exiguas, de la cofradía. A partir del XVIII y tras el edicto real casi todos los cofrades pasaron a ser de luz y, posteriormente, el mismo deterioro de la primitiva filosofía de las cofradías vino a cambiar su influencia dentro de la Sociedad. En la actualidad creo que su supervivencia o engrandecimiento pasan por un estudio minucioso de sus estatutos y un aprovechamiento correcto de las características religiosas y profanas de sus leyes internas.
Pero la Semana Santa es, además de la conmemoración cristiana que recuerda el sacrificio de Jesús en la cruz, un rito cuya liturgia nos enraiza personalmente en el pasado y nos sitúa, en el espacio y en el tiempo, junto a unas formas culturales determinadas. La evolución y el cuidado de esas formas suele corresponder a dos o tres generaciones cuyos papeles se distribuyen de diferente manera : mientras que la más antigua es partidaria de mantener una tradición presumiblemente creada y perfeccionada en el pasado, la intermedia y la más nueva aspiran a llevar la contraria sucesiva y respectivamente a la anterior con la intención, ya de renovar aquellas formas ya de recuperarlas de nuevo o acabar con ellas definitivamente. Quiero decir con esto que, del mismo modo que en mi infancia no comprendía por qué mis padres me prohibían cantar durante los días de la Semana Santa, tampoco participaba de la alegría con que alguna generación posterior a la mia realizaba las procesiones camino del sur buscando desesperadamente un efímero bronceado.
Aprovecho esta incursión en el terreno de los recuerdos para confesar que mi primer encuentro con la música en la Semana Santa vino de la mano de Thalberg y aconteció en Zamora; ya he dicho en alguna ocasión que, probablemente, ese encuentro con los metales serios –casi trágicos- de la Banda zamorana, marcó definitivamente mi futuro y me inclinó hacia la actividad musical. El arreglo que de la Marcha fúnebre había realizado el maestro Inocencio Haedo me convenció de la necesidad de vivir con esa armonía que era capaz de reflejar tanta emoción. Después, ya en Valladolid, salí durante algunos años, siendo niño cantor en la escolanía del colegio, para acompañar a la Cofradía de la Vera Cruz. Recuerdo como si fuese ahora mismo los lugares en que hacíamos un alto para interpretar, con una seriedad casi impropia de nuestra edad, aquellos motetes que el director del coro, el Hermano Julián, había seleccionado y ensayado cuidadosamente durante horas suponiendo un esfuerzo importante que siempre iba en detrimento de los recreos y ratos de juego. Pasión significa padecimiento y así entendíamos desde nuestras pueriles mentalidades aquellas horas de preparación que, sin embargo, pasado el tiempo, constituyen –al menos para mí- los recuerdos más significativos.
En la observación de los pasos inigualables de aquella Semana Santa vallisoletana destacaba para mí la figura de un sayón tocando la trompeta. Eusebio, Domiciano y San Ambrosio parecen estar de acuerdo en determinados pasajes de sus obras acerca del hecho de que a Jesús, ya camino del Calvario, le precedía un pregonero con una bocina -según era costumbre hacer con los malhechores entre los romanos- llevando el título o motivo por el que se castigaba su delito. Esta bocina, representada en la primitiva iconografía de la Pasión como un cuerno de animal, fue siendo sustituida poco a poco por un tipo de trompeta recta, sin llave alguna. La costumbre de llevar a cabo en la época medieval representaciones de diferentes episodios de la vida de Jesús, incluyó seguramente a estos pregoneros, de cuyo menester quedó la tradición de preceder un clarinero a las procesiones sirviendo al propio tiempo para anunciar el paso del cortejo y para pedir "claro" o espacio por donde pudiera transcurrir el mismo. Los muñidores de algunas cofradías de la Pasión también se acostumbraron a utilizar la trompeta con que se abría la procesión -conservada en el armario correspondiente y registrada en el libro de inventarios- para dar los avisos a los cofrades. El Merlú zamorano, por ejemplo, es heredero de esta antiquísima tradición, así como el Barandales lo es de la costumbre (habitual entre los cotaneros) de utilizar una campanilla de mano, de tamaño variable, para comunicar a los hermanos los actos por celebrar o para llamarles a capítulo. Cómo se las arreglarían esas cofradías para conservar el uso de la campana en una época del año en que la Iglesia lo prohibía expresamente, es algo que no sabemos. Sí conocemos el hábito de sustituir este instrumento -mudo en los tres días de la Semana Santa como mudo quedó San Pedro, el primer prelado, pastor y predicador evangélico- por las matracas, de torre o de mano, cuyo mazo o martillo fijado a la tabla simbolizaba a las mujeres que junto al leño de la cruz dieron testimonio con su voz y su presencia del amor que profesaban a Cristo. Acerca de por qué pedía la Iglesia que acabando las Laudes se hiciera ruido con carracas, tablillas y matracas en el Oficio de Tinieblas varían los autores, porque unos creen que se hacía en recuerdo del alboroto organizado por los soldados que acompañaron a Judas para prender a Cristo y otros en memoria del terremoto espantoso que hubo tras su muerte.
En lo que concordaban todos era en que las voces que cantaban el suceso en el acto litúrgico debían de ser distintas. Jesús con voz baja, honesta y dulce, sin adornos ni gorjeos, simbolizando la mansedumbre y modestia. El cronista santo, representado en el Oficio por una C.-una cruz y una S. sustituían respectivamente a las palabras Cristo y Sinagoga- se expresaba sin embargo con fuerte voz para hacer las veces de los Evangelistas, quienes predicaron los hechos públicamente antes de escribirlos. El pueblo o sinagoga, por último, se manifestaba con insolentes y amargas palabras, intrépido y orgulloso, como dice Durando que hablaron a Jesús las turbas.
Esto en los Oficios; en las procesiones, los tiempos y las modas fueron trayendo y llevando instrumentos musicales, desde la flauta y el tamboril tocados por una sola persona, como ya hemos visto, hasta los grupos de las capillas musicales -de cuyo conjunto quedó a veces algún instrumento suelto y característico- o las bandas de metales del pasado siglo con sus marchas lentas, de son fúnebre y dolorido, cuya emoción captó y resumió tan cabalmente el virtuoso pianista suizo Segismundo Thalberg, según he comentado en el caso de Zamora.

Y aún nos queda el pueblo que rememoraba todos esos hechos; el mismo que entonaba vagarosamente el "Poderoso" por la vía del Calvario de piedra, o que desgranaba los romances de la Pasión alternando las roncas voces de los hombres con el tono agudo de las mujeres, o que hacía del "Miserere" en décimas uno de los cantos más hermosos de penitencia y perdón interpretado jamás.
Una interpretación incorrecta e iconoclasta de la vida social, llegada sin duda desde las ciudades, dio un golpe mortal a las cofradías el siglo pasado. Pero las Cofradías, ya lo he dicho, no eran solamente reuniones de fieles bajo la advocación de un santo patrón, sino la respuesta social a problemas que sólo en comunidad se podían resolver. Tan importante era (y así lo reflejan los estatutos) acudir a la celebración religiosa de la fiesta anual, como atender a los enfermos o cuidar del traslado y definitivo reposo de los muertos. Tan fundamental reunirse en capítulo o tomar la colación, como cumplir con las obligaciones (paradójicamente voluntarias) que cada cofrade prometía para mantener económicamente la institución
De la lectura de las reglas se desprende que muchas de estas Cofradías perseguían, no sólo la perfección moral de sus miembros, sino una ordenada vida en Sociedad, pacífica y ejemplar.

"Que no sólo tengan los hermanos paz entre sí, sino que la procuren entre los extraños", dice el capítulo V de la regla para la Venerable Orden Tercera de San Francisco. Y continúa el capítulo XV: "Que los empleos no sean perpetuos y todos admitan con humildad los que les dé la Venerable Junta". Normas prácticas, experimentales, que atienden tanto al mejoramiento del propio espíritu, como a la concordia y el bienestar entre vecinos.

Esta misma Orden Tercera es la que ha mantenido dos tradiciones que, si bien se popularizaron en otras localidades de la provincia de Valladolid a partir del siglo XVIII, sólo en Villavicencio se han conservado. La Orden, tercera de las fundadas por San Francisco de Asís, fue aprobada de viva voz por el Papa Honorio III en 1221 y tuvo como primer título "Memorial del propósito de los hermanos y hermanas de penitencia que viven en sus casas". Reafirma este último concepto el Papa León XIII en 1883 cuando al publicar una constitución revisada para la Orden, escribe: "A la verdad, las dos primeras órdenes franciscanas, adiestrándose en la escuela de grandes virtudes, tienden más a lo perfecto y divino; mas estas dos órdenes son accesibles a pocos; es decir, sólo a aquellos a quienes se ha concedido por especial gracia de Dios aspirar con singular ahínco a la santidad de los consejos evangélicos. La Tercera Orden, sin embargo, nació para el pueblo".

Para el pueblo eran, en efecto, muchos de los ritos y oraciones que rodean los actos con los que dicha Venerable Orden conmemoraba la Pasión y muerte de nuestro Señor. Independientemente de ceremonias como el descendimiento, tradición del XVIII conservada ya en muy pocos lugares desgraciadamente, determinadas costumbres, como la de rezar en la Corona un septenario (más dos avemarías) se basaban en piadosas creencias como la de que la Virgen vivió 72 años antes de abandonar este mundo para ser trasladada al cielo. Hubo mucha discusión acerca de este punto, aunque el sabio alemán Euger, que publicó el texto árabe del Tránsito de la Bienaventurada Virgen María en 1854 tras descubrirlo en una biblioteca de Bonn, no dudaba en afirmar que la Virgen tenía 48 años en la época de la Pasión. Otros autores como Evodio, citado por Nicéforo, calculaban que tendría 57 años cuando se produjo su tránsito. San Hipólito de Tebas, decía que 59. San Epifanio sube a los 70 y Melitón, obispo de Sardis, sostiene que la Asunción tuvo lugar 21 años después de morir Cristo. La tradición franciscana acepta los 72 basándose en relatos apócrifos como el citado y tradiciones antiguas como La Vie de trois Maries, del clérigo francés Jean Vennet, del siglo XIII, época en la que, por cierto, vive San Francisco de Asís.

Sin duda es entonces cuando se produce una renovación en el interés por llevar a cabo representaciones sobre la Pasión de Cristo. El hecho de que existan textos como el de Montecasino (casi un siglo anterior, pues es de mediados del XII) y restos de tropos más antiguos ya dialogados, reflejan una tendencia a convertir los episodios evangélicos que narran la muerte de Jesús en drama litúrgico, representado generalmente dentro del templo. Así, el tropo llamado Visitatio Sepulchri se manifiesta como la primera escenificación conocida en España de tales pasajes. Que esa costumbre era ya popular en la Edad Media, se evidencia en el comentario que hace el rey sabio Alfonso X, en la primera partida, título sexto, ley trigésimo quinta, cuando dice que los clérigos no deben hacer dentro de las iglesias juegos de escarnio; y continúa: "Pero representaciones hay que pueden hacer los clérigos, como el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, y también su Resurrección, que demuestra cómo fue crucificado y resucitó al tercer día".

Esta tradición dramática se ve reforzada por autores posteriores, como Lucas Fernández, Lope de Vega y tantos otros, que elevan la costumbre a la categoría de obra de arte literaria. Todos ellos contribuyen en gran manera a lo largo de siglos con la representación de sus obras, a desarrollar facultades como la memoria o la inteligencia, y a mantener viva la fe sobre todo en el medio rural, siendo por ello elementos de verdadera civilización, como todo aquello que enseña a pensar y contribuye a ennoblecer los sentimientos.
Gracias a todo lo anterior o precisamente para que se produjera cíclicamente, la llamada Semana Santa, denominada antiguamente por la Iglesia Semana Mayor, Semana Penal o Semana de Indulgencia, ha venido a significar para el individuo de hoy -sea cristiano o no- una semana sin actividad, circunstancia que no es, como podría pensarse, un producto más de esta civilización de ocio en la que vivimos, sino el legado de una tradición bien antigua: los obispos de Oriente, antes del siglo VI, habían establecido para esa época del año en sus Colecciones de Estatutos llamadas después Constituciones Apostólicas, dos semanas de vacaciones; la propia de Semana Santa conmemorando la Pasión de Cristo y la siguiente, por su Resurrección. En todo ese tiempo el comercio, el tráfico, los procesos y pleitos, así como los trabajos manuales estaban vedados, costumbre que con diversa suerte y alternativas varias ha llegado hasta nuestros días.

La Semana Santa es un maravilloso conjunto de rituales, de signos externos, que son patrimonio de todos y, hoy más que nunca, un tesoro añadido que debemos esforzarnos en conservar. Pero además, y voy a referirme a ello con especial dedicación por estar en una zona particularmente sensible al tema, la Semana Santa vallisoletana es un mundo sonoro con un característico poder ambientador; ese mundo, que ha sido creado sobre una inteligente alternancia de sonidos y silencios, nos envuelve -querámoslo o no- y condiciona nuestro estado de ánimo. En el silencio -interior y exterior- hablan las imágenes y nos comunican una doctrina antigua, a medias aprendida y a medias figurada, que con voz magistral nos manifiesta un extraordinario Misterio. En el sonido intervienen juntos ethos, el carácter, y etnos, el pueblo, creando una música o unas resonancias que provocan en el oyente una determinada disposición. La trompeta ronca o la caja destemplada, de las que tanto se habla en los libros de cofradías vallisoletanas desde el siglo XVII, sobrecogían invitando a la meditación y a la piedad. No por casualidad los instrumentos musicales cumplían -y deben seguir cumpliendo desde mi punto de vista- un papel importante durante los días en que la Iglesia había decidido honrar la memoria de un acontecimiento tan extraordinario. Así, las campanas enmudecían, según indica ya en el siglo XI el Ordo Romanus, desde la hora nona del Jueves Santo hasta las tres de la tarde del Sábado Santo, cuando el sacerdote pronunciaba el "Gloria in excelsis Deo"; una razón mística asistía esta antiquísima costumbre, razón que explicó Guillermo Durando a comienzos del siglo XIV alegando que así como las campanas representaban a los predicadores evangélicos y durante estos tres días los Apóstoles estuvieron escondidos y callados habiendo abandonado a Cristo que tuvo que dar él solo el testimonio de la Verdad desde el leño de la cruz con voz apagada, así sólo debían hablar los maderos. Estos maderos que sonaban de Gloria a Gloria servían para dar aviso del comienzo de los Oficios, para acompañar el Viático o tocar el Angelus y, fundamentalmente, para las Tinieblas. Me refiero a esos instrumentos de madera que crepitaban al chocar una tabla con otra (como en el caso de las tablillas), al golpear el leño con un mazo o aldaba (como en el caso de las matracas) o haciendo sonar unas lengüetas accionadas por una rueda dentada (como sucedía en las carracas). De este modo y con esos elementos, la Iglesia nos convocaba con una madera por haber muerto Cristo sobre ella y ser su símbolo. Y justamente por simbolizarle a El, por ser su alegoría, la Iglesia permitía que estuviese en manos de todos y se hiciese vibrar por todos en los momentos de más dolor y angustia.

Durante el Oficio de Tinieblas de los tres últimos días de la Semana Santa se cantaban, ya caída la tarde, los salmos acostumbrados en las principales iglesias y templos. Delante del altar y al lado de la Epístola se colocaba el Tenebrario, candelabro triangular con quince velas, siete a derecha y siete a izquierda flanqueando a una de mayor tamaño denominada la vela María. Según se iban desgranando salmos y lecciones se iban apagando las luces por riguroso orden: La primera, la más baja del lado del Evangelio; la segunda, la inferior del lado de la Epístola; la tercera, la situada inmediatamente a la primera; la cuarta, la contigua a la segunda...y así, sucesiva y alternativamente, se iban extinguiendo todas las velas del candelero menos la vela María, continuando con los seis blandones amarillos que estaban sobre el altar y con todas las demás lámparas y luces de la iglesia. Cuando el acólito, arrodillado en las gradas del altar mayor y con la vela María entre sus manos, iba a esconderla detrás del altar en el mismo lado de la Epístola fuera del alcance de la mirada del pueblo, la oscuridad se acentuaba en la Catedral o en el templo Expectantes, todos los fieles presentes aguardaban de rodillas a que el sacerdote entonase el "Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem". Después, escuchaban el sosegado cántico del Miserere: "Darás gozo y alegría a mis oídos y mis huesos humillados saltarán de contento". Y finalmente, al escuchar las palabras "fue llevado el Señor como oveja a la víctima y no abrió su boca", el mundo se venía abajo como se vino con la muerte de Cristo. Cientos de carracas, matracas y tablillas quebraban el aire reposado, silente, de los templos para protestar por el tránsito del Salvador, para estremecerse como se estremeció el Universo en la efeméride.
La costumbre era bien antigua en Valladolid pues ya Gómez Riberano, en tiempos del Emperador Carlos, escribió estos versos:
Las damas con sus matracas / los azotes semejaban
y los hombres golpeaban / confesionarios o estacas,
texto que venía a hacer referencia a la tradición de golpear cualquier objeto que fuese de madera en la iglesia si no se tenía a mano un instrumento adecuado de crepitar.
Tras el estrépito, que como he dicho anteriormente no debía durar más allá de lo que durara un Pater Noster, de nuevo el silencio en las calles y casas mientras llegaba la hora de ir a la procesión. Y allí, el sonido de la trompeta ronca o del áspero clarín volvía a rasgar la atmósfera nocturna. Era la misma trompeta que en los días de Cuaresma anunciaba al muñidor de una cofradía solicitando de los fieles limosna o cera para el Monumento y que ahora hacía sonar el "claro y paso", toque que –ya lo hemos citado- servía para despejar de gente la carrera o recorrido de la procesión. La cofradía de la Pasión de Valladolid mostraba al sayón de Gregorio Fernández tocando una trompeta similar y precediendo al pregonero que, a voces, proclamaba fieramente el motivo o título por el que se castigaba a Jesús, costumbre romana que prevaleció entre los artistas de distintas épocas al reflejar la escena del camino del Calvario y siguiendo probablemente los textos citados de Domiciano, Eusebio o San Ambrosio. Incluso en algún pliego suelto de las imprentas de Santarén o Cuesta donde se reproducía la sentencia de Pilatos contra Jesús aparecía la frase: "La cual sentencia mandamos publicar a son de trompeta y en voz alta de pregonero porque venga a noticia de todos y no puedan alegar ignorancia alguna...". La renovación del instrumental de viento en el pasado siglo por influencia de las bandas militares alcanzó a alguna de esas antiguas trompetas y clarines,que fueron sustituidos en muchos casos por bugles, todavía hoy en poder de determinadas cofradías.

En otro tipo de instrumentos, los de membrana, también vinieron las cajas claras a reemplazar a los tambores con el parche destemplado. En general puede asegurarse que, a lo largo del siglo XIX y principalmente en su segunda mitad, la música militar, es decir los grupos de viento y percusión formados para acompañar acontecimientos castrenses, entró de lleno en la vida civil amenizando bailes y paseos o interviniendo en las procesiones para sustituir paulatinamente en protagonismo a la música de la Catedral, formación que había sobrevivido durante siglos y que habitualmente estaba compuesta por violines, oboes, trompas y bajos, más los cantores de la capilla. Esa sustitución se llevó a cabo, como digo, en un amplio período de tiempo, circunstancia que permitió que convivieran y salieran juntas durante muchos años en diferentes procesiones, pero sobre todo en la del Viernes Santo, donde compartían repertorio y recorrido con las músicas de los regimientos y con alguna formación de aficionados.

Los músicos profesionales vallisoletanos, sobre todo el siglo XIX, cumplían con su oficio en las representaciones que venían cada año a los teatros y que recordaban la Pasión de Cristo. Durante más de cuatro horas los espectadores seguían en fervoroso silencio el desarrollo de los diferentes autos sacros que convertían el coliseo del Lope de Vega, habitualmente cerrado para otros espectáculos durante nueve días, en un lugar de culto. En particular tuvo gran aceptación entre nuestros antepasados vallisoletanos de la segunda mitad del XIX el drama sacro-bíblico musical titulado "Los siete dolores de María Santísima", del músico Juan Carreras, cuyos ecos llegaron muy frecuentemente hasta los pueblos de la provincia al desplazarse allí la compañía una vez acabada la Semana Santa en la capital. No pudo la prohibición de don Patricio de la Escosura de 1856 con la afición devota de la gente que, ciertamente, no se conformaba con asistir a las sesiones escénicas sino que iba a los templos a escuchar los Misereres compuestos por García Valladolid, Fernández Pérez o Goicoechea, o se desplazaba la mañana del Jueves Santo a escuchar la música de Santa Cecilia acompañando al Santísimo para la comunión que se daba a los enfermos del Hospital de la Resurrección, o acudía a cantar la Salve y el Alabado en san Lorenzo el Sábado Santo, o caminaba en las procesiones al son de las marchas fúnebres compuestas por La Serna, director de la banda de música del Hospicio, o atendía -si así se le demandaba- a la invitación de este o aquel concierto sacro en casa de algún prohombre vallisoletano.

El siglo XIX cambió el ámbito sonoro de la Semana Santa en la ciudad de Valladolid. La escueta sencillez del instrumento solista (la solitaria trompeta negra, el tamboritero de extracción rural o la pequeña y grave capilla musical con bajos y violones) fue sustituida por el poderoso metal de las bandas envolviendo con su reciedumbre los compases de la música fúnebre. Ese tono "lúgubre y doliente que movía a compasión y tristeza", según expresión de algunos extranjeros que nos visitaron en el siglo XVII, fue arrinconado por la robustez cerrada y sólida del sonido de las agrupaciones ochocentistas.

Pero el instrumento verdaderamente simbólico en todos los tiempos seguía siendo la campana, enmudecida por el ritual desde el Jueves Santo e incluso por la propia Tradición, que aseguraba que si se la hacía doblar en esos días saldría volando por los aires. Sin embargo la campana, que simbolizaba a los predicadores e iba a dar testimonio alegre de la Resurrección el Sábado de Gloria, tenía como aquellos una jerarquía, y así, las de las parroquias debían esperar a que empezaran a sonar las de la Catedral, siguiendo la costumbre que instituyó León X. Y es que la campana, que representaba con su sonido el ejemplo, doctrina y persuasión con que los prelados debían de atraer a los fieles al amor de Dios, estaba sustentada por la melena, yugo de madera en forma de cruz que significaba el leño en que murió el Salvador, y, asida a ese madero, la campana venía a manifestar la caridad que debían tener los predicadores y confesores, unidos a la cruz y a la Pasión del divino Maestro que había de ser su Gloria.

Acompañaba el tañido de las campanas el estruendo de fusiles y escopetas disparados al aire, costumbre antigua y militar de respeto que empezó siendo salva de homenaje y acabó en diversión profana prohibida una y otra vez sin éxito por los bandos de la Alcaldía que pedían el decoro y compostura debidos a las prácticas religiosas de la Semana Santa.

Y así se completaba ese mundo sonoro, esa atmósfera dual -sonido y silencio- que singularizaba la Semana Santa vallisoletana; desde el Hosana de la procesión de la borriquilla al ritmo de las decenas de miles de ramos y palmas,venidas de Elche y de Madrid y rizadas en las estererías de la ciudad, hasta la alegría de ese Sábado Santo con la bendición del fuego nuevo y el canto del "Exultet": Den saltos de júbilo las tropas celestiales de los Angeles; celébrense con gozo los divinos misterios y resuene la trompeta saludable por la victoria de tan gran Rey...
De la mano del Padre López Calo que tanto y tan bien ha estudiado la música en las Catedrales españolas, puede cualquier estudioso seguir la evolución que siguieron dentro de los templos las capillas de ministriles que solían tener como función principal la de tañer en casi todas las fiestas y funciones a las que obligaba la liturgia. La composición de esas capillas varía poco de unas épocas a otras: suele haber flautas y orlos, chirimías, sacabuches, trombones y bajones. Había sin embargo ceremonias especiales que exigían instrumentos especiales. Al describir una representación que se hacía en la Catedral de Granada el domingo de Resurrección en el siglo XVI, la Consueta de la Catedral nos descubre un instrumento y una costumbre curiosa: “Y estando todos así (en el altar mayor donde está expuesto el Santísimo), va solamente la cruz y los acólitos que están con ella, y tras la cruz solamente los cantores, a do está el monumento, y llegados cantan los cantores a fabordón quis revolvet nobis lapidem ab hostio monumenti, y antes que los cantores digan la postrera sílaba de la dicción monumenti ha de tener cuidado uno de hacer caer la piedra que está a la puerta del monumento y tañen las trompetas y juntamente sueltan dos escopetas (si no hacen daño a los ornamentos) y salen los dos ángeles con sendas hachas y hacen inclinación al monumento, y dicen Ihesum, quem queritis, etc, como es dicho; y luego empiezan los cantores Te Deum Laudamus, y tocan otra vez las trompetas y suena la música de las aves y tañen los órganos...”
Estas aves, que aparecen tan frecuentemente en libros de cuentas como uno de los gastos habituales para Pascua o el Corpus, podían ser de tres tipos: Aves reales (tórtolas, palomas, jilgueros) que se adquirían para las fiestas mencionadas; personas hábiles que imitaban el canto de las aves con sus silbidos y que eran contratadas para la fiesta específica; y, finalmente, remedos de aves realizados con reclamos, con chillas o con flautas de agua que solían tocar los niños del coro. Estas flautas de agua solían ser de barro o de caña y, de forma individual o en conjunto, transmitían la sensación de que una bandada de aves trinaba en algún punto del templo; particularmente se situaban tras las enramadas que, dentro de las iglesias, se preparaban para la fiesta del Santísimo y delante de las cuales se paraba la procesión solemne que desde la octava al día de la fiesta recorría el interior del recinto sagrado.
Otros instrumentos imprescindibles para el culto o la liturgia de la misa eran la rueda de campanillas o las campanillas de mano, en ambos casos de indudable antigüedad y que acompañaban la elevación.
En lo que respecta a la liturgia del tiempo de Navidad los instrumentos son similares, si bien aumentan los de tipo popular. No hay que olvidar que durante muchos siglos proliferaron las chanzonetas, ensaladas, entremeses, villancicos y representaciones en las iglesias o parroquias importantes; no digamos en las catedrales, donde un maestro de capilla tenía además por obligación el componer motetes y canciones especiales para cada tiempo litúrgico. Sin embargo donde se da una mayor variedad y riqueza organológica es precisamente en los templos y conventos más recogidos, donde los medios eran más escasos y el fervor más íntimo. Todos conocemos el valor que los conventos de fundación teresiana conceden al uso de determinados instrumentos para iniciar y acabar el día: las tablillas marcan con su traqueteo las jaculatorias del principio y el final de la jornada: “hermanas, a la oración” o “no sabe de cosas buenas el que no sabe de penas”. Pero también sabemos de la costumbre de aportar en la dote, junto al escaso ajuar llevado por la novicia, unas castañuelas para acompañar los villancicos de navidad. Muchos conventos atesoran en grandes cajas las castañuelas de todas las hermanas y madres que las han usado a lo largo de su, en general, dilatada historia. En los archivos musicales de esos mismos conventos se puede observar, junto a las partituras y papeles de la música de órgano para acompañar la liturgia habitual, textos manuscritos conteniendo pastorelas y villancicos que se acompañaban con panderetas, tamboriles, tablillas o castañetas y que desvelaban el origen rural de la mayoría de las profesas. Recientemente, incluso, ha llegado a nuestro museo un maravilloso instrumento de un desaparecido convento cordobés, denominado, creo que impropiamente, “carrañaca”, que es un prodigio de ingenio al haber realizado las monjas con escasísimos medios un remedo de un bastón militar de los denominados “turkish crescent” con los que los directores de esas estruendosas bandas otomanas que asustaron a Europa, marcaban el ritmo de los grandes tambores. La media luna ha sido sustituida por una modesta campanilla y los cascabeles y algunas esquilillas terminan de darle un tono más angelical que bélico.
Es conocida también la tradición, perpetuada en algunas diócesis, de envolver la misa del gallo con una representación, habitualmente realizada por pastores, en la que se conmemoraba el nacimiento de Jesús. Como es natural, los pastores aportaban también los instrumentos que usaban a diario para entretenerse en su choza y, de ese modo, no era extraño que rabeles, tejoletas, zambombas y sartenes amenizaran la ceremonia religiosa dándole a la escena ese carácter pastoril que habían tratado de imitar, no siempre con éxito, los villancicos dieciochescos en las grandes catedrales.
Sin detenerme en particular en ningún instrumento de los mencionados, he preferido recurrir a las fuentes que hablan del uso de piezas populares para aplicar a la liturgia. Sería inútil por tanto, querer aportar algo más a la inmensa literatura que existe ya sobre el órgano o instrumentos de teclado similares. Sí convendría mencionar, sin embargo, algún instrumento como el organistrum que lo precede y algún otro como el armonio que lo sustituye a partir del siglo XIX por comodidad o por economía.
El organistrum, precedente de la zanfona y presente en muchos pórticos románicos de piedra, es un instrumento que se tocaba entre dos personas: una hacía girar la rueda con su mano derecha y sostenía con la otra mano el cuerpo del instrumento, mientras que la otra iba haciendo la melodía accionando un teclado que estaba sobre la caja y de cuyos pernos iba tirando. La primera fuente iconográfica en pergamino donde aparece la zanfona es la Cantiga CLX, donde se ve a dos músicos con dos instrumentos, similares en construcción a los actuales aunque la caja es cuadrada, sin forma, y el teclado la abarca por completo. Desde la Edad Media, época en que entró en España traída por músicos pobres que venían a hacer el camino de Santiago, la zanfona ha estado en manos de músicos callejeros y no ha tenido la evolución que, en países como Francia, por ejemplo, le permitió llegar a un alto grado de sofisticación en construcción y en ejecución.
Con el nombre de cinfonía o simfonía se menciona en el Libro de Aleixandre, en obras del Arcipreste de Hita y Juan del Encina y hasta en el diccionario de Covarrubias, donde aparece la siguiente definición: “Algunos pobres franceses suelen traer un instrumento a modo de violoncillo y en el vientre de él cierta orden de cuerdas, que con unas teclas que salen por de fuera las arrima a una rueda, que trayéndola a la redonda con la mano derecha, tocando las teclas con la mano izquierda, la hace sonar suavemente”.
En cuanto al armonio, como bien se sabe, es un instrumento dotado de un mueble cuyo tamaño varía aunque sin superar nunca el del piano vertical. Dentro de una abertura practicada en la parte frontal inferior, existen dos pedales que el ejecutante debe oprimir alternativamente con los pies. Esos pedales abren y cierran un fuelle que lleva aire a una caja interior o secreto. Por medio de teclas conectadas a un mecanismo el ejecutante puede tocar notas o acordes -con la posibilidad de modificar su sonido por medio de registros- que se producen por la vibración de las lenguetas correspondientes sobre las que pasa el aire almacenado en el secreto. Este tipo de órganos reducidos, aunque ya existiera anteriormente en diferentes formas, fue patentado en 1842 en París por Alexandre François Debain. Desde 1834 este constructor de pianos se había establecido por cuenta propia y entre esa fecha y 1851 inventó el armonio, el antifonel y el armonicordio. Este tipo de instrumentos sustituyó con diversas alternativas el uso de los grandes órganos cuyo cuidado llevaba aparejado un gasto considerable y unos conocimientos no siempre asequibles.

En fin, he tratado en los minutos precedentes de destacar la importancia de los instrumentos musicales, incluidos los populares, en la liturgia y en las celebraciones rituales. Tal vez, como en el caso de la tradición, el uso de esos instrumentos ha estado sujeto a dos vías, una conservadora y otra innovadora, de cuyo equilibrio depende, en buena manera, cualquier tipo de volución positiva. Es evidente que, de foros como este, pueden surgir iniciativas que den pautas para reforzar los estudios e investigaciones históricas al tiempo que solucionan adecuadamente los problemas presentes. Sí convendría, para finalizar, remarcar el papel simbólico que muchos instrumentos musicales tuvieron y pueden seguir teniendo en la liturgia. Creo que la desaparición o el desuso de estos elementos se debe, como en otros aspectos de la cultura tradicional, más a una indolente inercia que a motivos razonados o razonables. Todos, en la medida de nuestras posibilidades, podemos contribuir a que, en la práctica, también se valoren y usen los instrumentos tradicionales como material patrimonial y como fuente de riqueza cultural y espiritual.