Joaquín Díaz

LA TRANSMISIÓN DE IMÁGENES RELIGIOSAS A TRAVÉS DEL NO-LIBRO


LA TRANSMISIÓN DE IMÁGENES RELIGIOSAS A TRAVÉS DEL NO-LIBRO

Grabados de imágenes y su contenido

04-03-2010



-.-


Podría decirse que el II Concilio de Nicea, celebrado en la provincia de Bitinia en el año 787, señala inequívocamente el comienzo del interés ortodoxo y oficial –o sea bendecido por la Iglesia- hacia las imágenes y representaciones religiosas. Convocado por la necesidad de sentar doctrina y acabar con la desviación que provocó la iconoclastia de León III el Isáurico, los asistentes al Concilio acordaron y determinaron lo siguiente: “Continuando la enseñanza divinamente inspirada de nuestros santos Padres y la tradición de la Iglesia católica definimos con toda exactitud y cuidado que las venerables y santas imágenes, como también la imagen de la preciosa y vivificante cruz, así como también las santas imágenes, tanto las pintadas como las de mosaico u otra materia conveniente, se expongan en las santas iglesias de Dios, en los vasos sagrados y ornamentos, en las paredes y en cuadros, en las casas y en los caminos: tanto las imágenes de nuestro Señor Dios y Salvador Jesucristo, como las de nuestra Señora inmaculada la santa Madre de Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y justos” (II Concilio de Nicea: DS 600). San Juan Damasceno, en su defensa razonada de las representaciones de santos, había justificado pocos años antes el uso de toda esa iconografía al escribir: "La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios" (San Juan Damasceno, De sacris imaginibus oratio 1, 47). Esta necesidad personal del espíritu que asimilaba la oración con las sensaciones estéticas o de los sentidos vino a añadirse a una larga lista de fines didácticos que también encontraban argumentos a favor de la contemplación devota de los iconos. La acendrada tradición de la Iglesia, desarrollada durante toda la Edad Media, de adoctrinar y catequizar (principalmente a los iletrados, que eran mayoría) con la ayuda de grandes cartelones llamados carocas o con los argumentos vertebrados y catequéticos de los retablos (cuyas imágenes podían transmitir ideas y hechos de forma asequible y ordenada), se complementó con el uso de un tipo concreto de papel suelto, sobre el que se dibujaban e iluminaban representaciones de santos, que se vendía con el fin de fomentar la devoción a los mismos. En la obra de Antonio Lobera El por qué de todas las ceremonias de la Iglesia y sus misterios (Higinio Reneses, Madrid, 1853) el presbítero coloca la siguiente pregunta en boca de “un “curioso” a quien contesta un vicario por boca de San Buenaventura: “¿Qué fruto sacamos de las pinturas de los santos en las iglesias y habitaciones donde asistimos o en la calle donde las colocamos?: Mucho, dice San Buenaventura. Lo primero, para que los sencillos, que no saben leer y los niños, se vayan instruyendo en la humildad, en las vidas, tormentos y martirios que padecieron los santos. Lo segundo, para que a su ejemplo nos conformemos en los trabajos, siguiendo su vida y su paciencia. Lo tercero para levantar nuestro corazón a amar a Dios, a sus santos y a nuestros prójimos por amor de Dios. En el Sínodo 7 se dice que san Gregorio Nacianceno al ver la imagen de Abraham que iba a sacrificar a su hijo Isaac, no podía detener el llanto. Nosotros los católicos, al ver la imagen de Cristo crucificado, nos movemos a dolor, sentimiento y lágrimas. Al ver a Nuestra Señora de los Dolores, se nos rompe el corazón. Oh, cuántos han dado fin, y dejado sus malas intenciones, al ver una imagen de un santo penitente…”.
Antes de la invención de la imprenta ya se usaba la técnica xilográfica para imprimir, sobre tejidos especialmente, aunque también conocemos la existencia de barajas para jugar y de imágenes religiosas para todos los usos citados. 1 El taco de madera más antiguo que se conoce para aplicar probablemente a este propósito formaba parte de un conjunto hallado en una abadía de Francia y denominado "El centurión y dos soldados" o también "Le bois Protat" en recuerdo de quien lo adquirió tras ser hallado en La Ferté y después lo donó a la Biblioteca Nacional de Francia. 2 Representa una escena de la crucifixión en la que uno de los militares romanos, Longinos según algunos evangelistas, exclama "vere filius Dei erat iste", frase famosa que se reproduce en una filacteria. El taco de nogal fue fechado por Protat (que era impresor y coleccionista) hacia 1370, aunque no se sabe si se habría utilizado para imprimir sobre tela o sobre pergamino. Un poco posteriores son, pero ya españolas, las estampas citadas en unos inventarios de la ciudad de Vic utilizadas para adornar dormitorios y salas. La fecha del primer inventario, 1403, indica con toda probabilidad que ya serían populares años atrás; todas son de tema religioso, predominando la coronación de la Virgen, Jesús crucificado y algunos arcángeles como San Miguel y San Gabriel.
La llamada Biblia de los pobres, La Historia Christi in figuris y otros libros y no- libros similares (hay alguna Biblia de 40 páginas, cada una de ellas con 9 viñetas 3 ) demuestran a las claras la afición por pintar estos temas y extender su uso devocional en cualquier ámbito. Las figuras pintadas excitaban la imaginación, del mismo modo que antes lo hicieron los relatos sobre la vida de Jesús, particularmente aquellos que servían para explicar o complementar a los evangelios sinópticos y que quedaron relegados y tildados de apócrifos a partir del tercer Concilio de Cartago del año 397. Esta imagen 4 que adornaba el Fasciculus temporum, por ejemplo, podría haber sido perfecta para introducir en un escapulario del tipo de los que describiré más adelante: id por toda la tierra y predicad la buena nueva a todas las gentes. Los dramas que se representaban en los templos durante toda la Edad Media eran también y precisamente eso: actuaciones dramáticas con las que se conmemoraba y difundía principalmente el nacimiento o la pasión de Cristo y a través de las cuales se seguía atentamente la historia contada y escenificada. En cualquier caso, hasta el descubrimiento del citado taco del centurión, se consideró como el más antiguo grabado xilográfico uno que representaba a San Cristóbal 5 que se halló pegado a un manuscrito; en él se observaban algunos de los hechos milagrosos atribuidos al santo que ya se habían narrado en escritos legendarios como el libro de Santiago de Vorágine La leyenda dorada. Se veía a San Cristóbal, cuyo nombre anterior a la conversión era el de Réprobo, atravesando un profundo río con el niño Jesús a sus espaldas y ayudándose de una palmera como báculo, mientras era orientado hacia la orilla por el farol que empuñaba en su mano el ermitaño que lo convirtió.
Recordado ya, siquiera sea someramente, el uso de las imágenes pintadas o impresas para fomentar devociones y mover corazones, veamos qué formatos y soportes se usaron para difundirlas y popularizarlas.
Comenzaremos con dos ejemplos de Aleluyas en pliego impreso por una sola cara. En este foro no es necesario, afortunadamente, explicar qué es una aleluya. Pero, pese a ser una costumbre antigua, estimada y divertida, hay poca documentación sobre la forma de ejecutar el simpático y multicolor arrojamiento de aleluyas o papeles recortados desde los coros de las iglesias hacia los bancos de la nave central. Dejo además para un próximo encuentro –el que tendrá lugar en el mes de julio en Urueña sobre literatura e imágenes- el descubrimiento y comentario de algunos textos que ha exhumado recientemente Luis Resines sobre la costumbre medieval de “enterrar el aleluya”, con un ceremonial escenificado. Conocemos algunos grabados sobre niños que van vendiendo los pliegos e incluso de aleluyeros vendiendo pliegos a niños, pero escasean las láminas en las que se pueda observar la costumbre (última parte de ese ceremonial mencionado) de arrojar los papelitos desde el coro sobre el público que asistía a la iglesia el día de la Resurrección, costumbre que todavía se puede presenciar hoy en varios lugares de España como Astorga o Elche. Entre esos escasísimos ejemplos o láminas hay un dibujo de Cibera 6 que acompaña la edición decimonónica del periódico "El Duende Crítico de Madrid" y en concreto la hoja del 12 de abril de 1736, en el cual se puede observar al Duende que se incorpora de un catafalco sobre el que reza la leyenda: "Aleluya, Aleluya, que el Duende se sale con la suya" (naturalmente se refiere a que el periódico y su incansable artífice fray Manuel de San Joseph, volvían a la carga contra José Patiño, ministro de Felipe V, después de un período de ostracismo). Delante del ataúd, y en ademán de mostrar triunfalmente algo, un niño señala hacia la parte derecha del espectador, donde otros pequeños están arrojando alborozadamente unos papeles de un tamaño como de octavo. Sin duda el grabado, publicado en 1844, se basa en la antigua costumbre -existente todavía en la época en que se xilografía- de arrojar esos trozos de papel o vitela con dibujos bíblicos y las palabras “Aleluya, Aleluya”, en el interior de la iglesia. Los temas favoritos de esos billetes u octavillas eran, por supuesto, la Resurrección de Cristo 7 y la de las almas que esperaban su redención, pero también el arca de la alianza, Moisés ante la zarza ardiendo, el arca de Noé, David tocando el arpa, Abel (símbolo de la fe) ofreciendo su sacrificio, las insignias de la pasión, un cordero Pascual, unos porteadores de un enorme racimo de uvas, los cuatro símbolos de los evangelistas e incluso algunos ángeles con diferentes objetos asimilables a la época del año de que hablamos, como un ancla, tradicional sustituto de la cruz en la iconografía cristiana. 8 La costumbre de arrojar papeles al paso de las procesiones también es muy antigua. Sabemos que el demostrar la alegría lanzando pétalos de flores, papeles o pequeños fragmentos de piel es uso antiquísimo. Probablemente las fiestas barrocas contribuyeron en España a centrar una tradición y a dejarla reducida a unos términos que hoy, por desusados, se nos antojan excepcionales. Una de las primeras menciones que hallamos sobre el hecho de arrojar papeles que ya se llamen aleluyas nos la da el Diccionario de Autoridades en la voz "Aleluya" y en su tercera acepción que presenta en plural: "Aleluyas. Se llama por analogía las estampas de papel o vitela, que se arrojan en demostración de júbilo y alegría el Sábado Santo, al tiempo de cantarse la primera vez solemnemente por el celebrante la Aleluya. Y se les dio este nombre porque en ellas está impresa o escrita la palabra Aleluya al pie de la imagen o efigie que está dibujada en la estampa". Estamos, pues, ante una costumbre antigua, venerable y permitida por la iglesia, aunque poco documentada, de lanzar al aire papelillos con la palabra aleluya y algún dibujo alusivo a la fiesta de la Pascua o su significado.

El otro ejemplo que pondré de este tipo de soporte es vallisoletano 9. La única Aleluya que conozco de Dámaso Santarén, miembro de una familia a cuya imprenta he dedicado algunos trabajos, es la titulada “Modo de rezar el Rosario a María Santísima”, en la que una viñeta de la Virgen del Rosario preside el papel apareciéndose a Santo Domingo y a Santa Catalina de Siena y bajo la viñeta se encuentran las indulgencias: por cada parte del rosario rezado con devoción, “cuarenta y ocho millones, ochocientos ochenta y tres mil y once días”. Más abajo, en tres apartados cada uno con cinco viñetas (los dibujos, aunque no están firmados, probablemente son de Pérez) correspondientes a los misterios, se van desgranando y explicando los episodios gozosos, dolorosos y gloriosos que dan origen a la devoción. En la parte inferior derecha está indicado: “Valladolid. Imprenta de D. Dámaso Santarén, 1856”.
El rezo continuado del avemaría acompañado de genuflexiones se atribuye en efecto a Santo Domingo, quien no sólo difundió la costumbre entre sus discípulos más cercanos sino que lo instituyó como fórmula de saludo respetuoso y permanente a la Virgen en un momento en que los albigenses habían empañado la devoción mariana y albergaban dudas sobre la naturaleza divina de Jesús. Se conocen muchos grabados sobre Santo Domingo y sólo traigo aquí uno 10 en el que aparecen los símbolos habituales (el perro con la antorcha visto en sueños por su madre, la beata Juana de Aza, el lirio de la pureza, la Biblia abierta y, por supuesto, la estrella en la frente). La Venerable Orden Tercera de Santo Domingo, basada en la del mismo nombre que instituyó San Francisco, perseguía atraer a muchos laicos a un tipo de vida ordenada y religiosa, haciendo hincapié en las relaciones fraternales. "Que no sólo tengan los hermanos paz entre sí, sino que la procuren entre los extraños", dice el capítulo V de la regla para la Venerable Orden Tercera de San Francisco. Normas prácticas, experimentales, que atendían tanto al mejoramiento del propio espíritu, como a la concordia y el bienestar entre vecinos. La Orden tercera de las fundadas por San Francisco de Asís, fue aprobada de viva voz por el Papa Honorio III en 1221 y tuvo como primer título "Memorial del propósito de los hermanos y hermanas de penitencia que viven en sus casas". Reafirma este último concepto el Papa León XIII en 1883 cuando al publicar una constitución revisada para la Orden, escribe: "A la verdad, las dos primeras órdenes franciscanas, adiestrándose en la escuela de grandes virtudes, tienden más a lo perfecto y divino; mas estas dos órdenes son accesibles a pocos; es decir, sólo a aquellos a quienes se ha concedido por especial gracia de Dios aspirar con singular ahínco a la santidad de los consejos evangélicos. La Tercera Orden, sin embargo, nació para el pueblo".
Para el pueblo eran, en efecto, muchos de los ritos y oraciones que rodeaban los actos con los que dicha Venerable Orden conmemoraba la Pasión y muerte de Cristo. Independientemente de ceremonias como el descendimiento, tradición del siglo XVIII conservada ya en muy pocos lugares desgraciadamente, determinadas costumbres, como la de rezar en la Corona un septenario (más dos avemarías) se basaban en piadosas creencias como la de que la Virgen vivió 72 años antes de abandonar este mundo para ser trasladada al cielo. Hubo mucha discusión acerca de este punto, aunque el sabio alemán Euger, que publicó el texto árabe del Tránsito de la Bienaventurada Virgen María en 1854 tras descubrirlo en una biblioteca de Bonn, no dudaba en afirmar que la Virgen tenía 48 años en la época de la Pasión. Otros autores como Evodio, citado por Nicéforo, calculaban que tendría 57 años cuando se produjo su tránsito. San Hipólito de Tebas, decía que 59. San Epifanio sube a los 70 y Melitón, obispo de Sardis, sostiene que la Asunción tuvo lugar 21 años después de morir Cristo. Las tradiciones franciscana y dominicana aceptan los 72 basándose en relatos apócrifos como el citado del Tránsito y tradiciones antiguas como La Vie de trois Maries, del clérigo francés Jean Vennet, del siglo XIII, época en la que, por cierto, vive San Francisco de Asís.
La iconografía sobre la Asunción de María se estabiliza a comienzos del siglo XVI. A partir de ese momento las representaciones muestran a la Virgen elevada hacia el cielo por varios ángeles. En esta cartilla impresa por la Catedral de Valladolid 11 en el siglo XVIII se ve un grabadito representando la Asunción de María en la parte izquierda. La Asunción ya se conmemoraba desde el siglo IV pero a partir del siglo XII es cuando se afianza la creencia en el tránsito en cuerpo y alma de la Virgen al cielo. Este tipo de grabados se repiten en las cartillas que editó la Catedral de Valladolid, como se puede comprobar en el estudio de Víctor Infantes y Ana Martínez Pereira De las primeras letras, aunque al principio fueron más frecuentes los dedicados a la escena de la Coronación, como se puede observar en éste de 1674 12. Sin embargo no se puede olvidar que la Catedral de Valladolid estaba consagrada a la Asunción y por tanto el grabadito de nuestra cartilla estaría más cerca de una representación de la Asunción del tipo de Tiziano que de cualquier imagen de la Coronación, aun siendo éste un motivo más difundido, sobre todo a partir de la iconografía francesa medieval.
Así como la difusión del rezo del santo rosario fue responsabilidad de los dominicos, el Via Crucis, otra forma devota de recordar la vida de Cristo y en particular su larga pasión, fue introducido en España por los franciscanos y tuvo notable arraigo en nuestra tierra. Buena prueba de ello son las catorce cruces de piedra (denominadas popularmente “calvario”) que, partiendo de la iglesia, todavía se encuentran en los alrededores de muchos pueblos y que servían para hacer un recorrido piadoso antes de volver, siempre en procesión, al punto de partida. En ese camino se interpretaban textos y melodías que normalmente se habían publicado en imprentas especialmente dedicadas a este tipo de literatura 13.
De la Virgen, conserva la devoción popular la imagen de sus siete dolores representados por siete cuchillos, a saber 14: la profecía de Simeón al ser presentado Jesús en el templo, la saña de Herodes, las angustias por su hijo perdido hasta que lo halla en el templo, el encuentro camino del Calvario, la crucifixión y muerte, el descendimiento y la sepultura 15.
Probablemente la imagen más difundida desde el siglo XIV de ambos, Cristo y María juntos, es la conocida como La Piedad, en la que la Madre sostiene al Hijo muerto sobre las rodillas, a diferencia de otras imágenes anteriores en que se hallaba aún en la cruz. Los franciscanos ayudaron a divulgar la imagen contribuyendo a crear cofradías que difundieron la devoción que ya se tenía en algunos conventos. Veamos esta “carta de hermandad” –otro curioso soporte 16- en la que se aprecian ambos corazones –de Jesús y de María (con espinas uno y traspasado el otro)- dentro de una orlita en la que se integran otros símbolos bien conocidos como la serpiente, el cuerpo y la sangre de Cristo, etc.
Otro soporte iconográfico muy frecuente entre los impresos no-libros podía ser la esquela, cartulina que se ofrecía o se enviaba a amigos y familiares para notificar la muerte de un deudo y que habitualmente llevaba en su portada una imagen. En la que ofrezco 17, acompañada de un sobre con una cruz patada redondeada, se ve a Cristo con la cruz a cuestas. Una de la imágenes más populares en la iconografía de la Pasión es la de Cristo antes de la crucifixión, es decir cuando ha sido coronado de espinas según relatan Mateo y Marcos con palabras sinópticas y antes de ser ayudado por Simón de Cirene, lo cual quiere decir en el momento de mayor furor de sus enemigos y en el de mayor aceptación de su destino del Cristo-hombre, algo que siempre impresionó y emocionó al pueblo. El instante por tanto más difícil pero más ejemplar del Dios-persona que acepta las burlas a sabiendas de que podría no aceptarlas. Su humildad le coloca por encima de sus verdugos y le convierte de ese modo en el ejemplo del mártir a quien imitar, tanto en su comportamiento como en sus convicciones. Dice Santiago de Vorágine en su Leyenda dorada que circulaban tres relatos entre los entendidos en la materia, acerca del lugar del cuerpo en el que se localizaba el alma (en el corazón, en la sangre, en la cabeza). Los que opinaban que estaba en la cabeza apoyaban su razonamiento en el pasaje del Evangelio que narraba la muerte de Cristo: “Inclinó la cabeza y entregó su espíritu”. Y añadía: “Parece que quienes maltrataron a Cristo conocían estas opiniones porque, en su afán de arrancar el alma del cuerpo de Jesús, buscáronla en los tres sitios: en el corazón, traspasándolo con una lanza; en la sangre, abriéndole las venas de las manos y de los pies; en la cabeza, clavando en ella los dardos de las espinas hasta hacerlos penetrar en el cerebro” 18.
Algunas leyendas hablan de la naturaleza de esas espinas, tan frecuentemente representadas. Plinio, aseguraba que eran “juncos marinos” mientras que otros autores las llamaban espinas santas, muy abundantes en el monte Olivete, con tres puntas por cada espina. Otros relatos refieren que fueron 72 las puntas que se clavaron en la cabeza de Cristo y San Jerónimo aseguraba que eran de cambrón, una planta espinosa. En cualquier caso, la corona de espinas se convierte en un símbolo del sufrimiento que aparece indefectiblemente en grabados y estampas, como este grabado valenciano de la santa faz. El episodio de la Verónica enjugando el rostro de Jesús, cuya imagen queda milagrosamente impresa en el paño, dio origen a muchas leyendas a partir de las narraciones tradicionales conservadas por los apócrifos. Su tierna actitud, al salir de su casa con una toalla de lino para limpiar la sangre de Jesucristo, queda recompensada con la impresión en tres dobleces de la faz del Salvador con “la frente ensangrentada, hinchados los ojos, acardenaladas las mejillas, la nariz quebrantada, la boca abierta y llena de sangre, los dientes desencuadernados, la barba mesada y arrancados los cabellos”, según describió algún autor la imagen. Volusiano, un familiar de Tiberio, recibió el encargo de éste para que fuese a Jerusalén y buscase la efigie que ya había obtenido la fama de milagrosa. Ciertos relatos apócrifos dan por cierta la leyenda de que fue la propia Verónica, casada con Zaqueo (luego San Amador), quien llevó a Roma la reliquia y quien, antes de viajar a Francia donde murió, dejó la Santa faz al papa San Clemente.

Las devociones populares, independientemente de la fe -que es requisito imprescindible y sólida base sin la cual no se sostendrían aquellas en el tiempo-, suelen responder a sentimientos humanos, pero también a fórmulas universales y motivos legendarios que se acomodan sin dificultad en relatos históricos, en especial si éstos tienen su origen en algún hecho inexplicable a la luz de la razón. La historia del Cristo que padece en la cruz por la humanidad y la respuesta dolorosa de su Madre tienen, en ese sentido, elementos suficientes para poder ser observadas a la luz de los sentimientos humanos y de la tradición o, lo que es lo mismo, a la luz de un análisis antropológico.

La cruz se convierte, pues, en una ilustración que simboliza y adorna. Veámoslo, por ejemplo, en este justificante de la comunión por Pascua Florida 19 con una cruz sin crucificado. Muchos autores, San Ambrosio entre ellos, atribuyen a Santa Elena –mujer de Constancio Cloro y madre de Constantino- el hallazgo de la cruz en que Cristo fue clavado, gracias en unos casos a un sueño profético y en otros a la revelación de un judío llamado Judas. Por la cruz -el método de ejecución que los persas transmitieron como el más deshonroso de la época-, Cristo venció a la muerte y nos salvó definitivamente de su dominio negativo al añadir, a las virtudes de la fe y el amor, la esperanza como crucial elemento de tensión en la vida del cristiano. Tal vez por ese acto positivo y universal, hasta la misma naturaleza, representada en la madera que sostiene al Salvador, se quiere unir al ser humano y participar en la sublime escena. Apenas hay acuerdo sobre el material utilizado: unos afirman que estaba hecha del mismo manzano que perdió a Adán; otros, que de los ramos que recibieron a Jesús en Jerusalén. Jeremías profetiza que sería de venenoso tejo; Baronio que estaría hecha de ciprés, boj, cedro y pino. Los más opinan que de encina, pues según Becano –el jesuita que armonizó los evangelios con la ley antigua- era el árbol utilizado por los romanos para crucificar a los delincuentes. En San Isidoro de León hay unos versos que dicen: “La cruz del Señor era de cuatro maderas, la base era de cedro, el elevado mástil de ciprés, el travesaño de las manos es de palmera, el título de oliva”.
Antes de que la Iglesia adoptara definitivamente el signo de la cruz como símbolo de la fe y la salvación –alternándolo con el críptico pez o ictios (iniciales de Jesús, Cristo, Dios, Hijo y Salvador)- ya se había considerado un ejemplo de victoria. Constantino lo vio en un sueño présago en el que oía una voz anunciándole que vencería si lo usaba como estandarte y después que él muchas empresas bélicas lo tuvieron como principal señal (las cruzadas, por ejemplo). En cualquier caso la cruz va unida a Cristo y a la derrota sobre la muerte desde su descenso al limbo: una leyenda situaba los infiernos cerca del lago Averno, en Italia, y la entrada a los mismos se practicaba a través de una cueva por donde Virgilio hizo entrar a Eneas. En un libro sobre antiguos balnearios se menciona uno llamado Tripérgula, situado justamente en ese lugar y se representa a Cristo con la cruz rompiendo las puertas del infierno.
Cristo convierte la cruz en un símbolo de victoria sobre la culpa y la muerte. Esa victoria “en la gloriosa pelea” se divulga para siempre en el suave Pange lingua del obispo Fortunato, que recuerdo aquí en una hermosa traducción del texto de Santo Tomás:
Cante la voz del cuerpo más glorioso
el misterio sublime y elevado
de la sangre preciosa que, amoroso
en rescate del mundo ha derramado,
siendo fruto de un vientre generoso
el rey de todo el orbe más sagrado.

De nuestra carne el verbo revestido
hace, con sólo haberlo pronunciado
que el pan sea en su carne convertido
y el vino en propia sangre transformado.
Y si a desfallecer llega el sentido
con la fe, el corazón es confirmado.

Demos pues a tan alto sacramento
culto y adoración todos rendidos
y ceda ya el antiguo documento
a los ritos de nuevo instituidos:
constante nuestra fe, dé suplemento
al defecto de luz de los sentidos.
Tal vez otra de las imágenes que contiene mayor carga de simbolismo es la del Corazón de Jesús confirmando al corazón del cristiano esa fe cantada por la lengua del himno 20. Desde el siglo XIII hasta el XV la iconografía va preparando el modelo de figura que representará, a partir del siglo XVII, la entrega de Cristo por amor y su sacrificio por la humanidad. De este modo, el Corazón alanceado, las llamas, la corona de espinas y la cruz son los símbolos que componen un conjunto difundido hasta bien entrado el siglo XX gracias a la práctica de los primeros viernes 21. Los cartujos, los franciscanos y sobre todo los jesuitas, se encargaron de mantener viva en el transcurso de los siglos una devoción popular que se acrecentó con los escritos de Jean Eudes, Margarita María de Alacoque o Bernardo de Hoyos, por ejemplo. Muchos anagramas recuerdan todavía hoy 22 la gran difusión que tuvieron en España los corazones que se colocaban en la puerta de las casas, la imagen que se entronizaba en la sala de estar 23 , las estampas con jaculatorias para ganar indulgencias 24 y 25 o las litografías que se vendían en librerías y establecimientos religiosos para ser recortadas 26 y adheridas después en cualquier lugar en el que pudiesen ser vistas sin dificultad. Muchas de ellas proceden de la devoción al corazón de Jesús 27, aunque tal vez la más notable, prohibida actualmente por la Congregación de Ritos, es la de Pompeo Batoni pintada para la reina de Portugal en 1780 y que muestra a Jesús con el corazón en la mano 28.
También desde el siglo XV a la imagen de Jesús niño (dormido, despierto, bendiciendo, etc.), se le añaden los símbolos de la Pasión o arma Christi, si bien será el Barroco el período artístico en que la iconografía se enriquecerá –merced a la difusión que los franciscanos hicieron de tal devoción- llegando a ser casi agobiante. Las imágenes populares reproducidas en grabados, tarjetas y recordatorios muestran a un Jesús niño (anterior a la imagen del niño Jesús de Praga del siglo XVII) bendiciendo con la mano derecha 29 y sosteniendo el mundo en la izquierda. Sobre su túnica se dibujan todos los símbolos de su futuro padecimiento: la cruz, la corona de espinas, los clavos, los látigos de la flagelación, la lanza, la esponja con vinagre, los dados que usaron los soldados para sortear sus vestiduras, el martillo, las tenazas, la escalera, la columna, la mano haciendo la higa (o sea insultando), el gallo de San Pedro, etc.
Algunos de esos símbolos de la Pasión y otros, aparecen también bordados por manos populares en diferentes paños y telas, lo que indica su arraigo en el imaginario común y su difusión: el pelícano de la piedad hiriéndose el pecho para alimentar a sus crías, las tijeras o el cuchillo de la circuncisión, el tarro de ungüento de María Magdalena, la jofaina y la toalla con la que Cristo seca los pies de sus discípulos antes de la cena, el asno de Jerusalén, las palmas, el pan, las uvas, las manos dispuestas para orar, las 30 monedas de la traición, el beso de Judas, el gallo, la corona de espinas, la caña como cetro infamante, el látigo de la flagelación, los clavos, el martillo, las tenazas, la escalera, la lanza de Longinos, los dados, la caña con vinagre en una esponja, la cruz, la higa de la burla, el velo del templo, el sepulcro, la copa de donde Cristo bebe en la última cena que después algunas leyendas piadosas colocan en manos de José de Arimatea para recoger la sangre del costado del Salvador y que finalmente origina la saga del Santo Grial… Chretien de Troyes, probablemente basándose en la Historia de los reyes de Britania de Gofredo de Monmouth, dedicó al conde de Flandes su Cuento del grial, novela en la que se describe la búsqueda del recipiente que según unos usó Cristo como cáliz en la última cena y según otros usó José de Arimatea para recibir la sangre que salía del costado del Salvador tras ser traspasado por el lanzazo de Longinos. Robert de Boron, escritor inglés y Wolfram von Eschenbach, poeta alemán, extendieron con sus escritos la fama y virtudes del sagrado recipiente, ayudando a crear leyendas que han llegado a nuestros días e incluso han recibido un tratamiento cinematográfico, muchas veces basado en iconografía previa.

Todavía se conservan en muchas casas particulares aquellos evangelios doblados que se componían en los tipos más pequeños de imprenta y que, conteniendo algunos fragmentos de los cuatro Evangelios canónicos, servían para colgarse sobre la cuna de los recién nacidos y protegerlos de cualquier influencia perniciosa o enfermedad 30. El uso de símbolos colgados del cuello tiene un origen común a las religiones mahometana y cristiana, pues en ambas se usaban desde épocas remotas los escapularios o talismanes para liberar a los recién nacidos de su condición de seres sin conciencia. Esos escapularios tenían en muchos casos oraciones o signos escritos o dibujados y su uso era tan frecuente que muchos predicadores y numerosos concilios proponen su eliminación basándose en el carácter ambiguo de su significado así como en lo dudoso de su origen. La utilización de nóminas o papeles colgados del cuello es, por tanto, antiquísima y entre cristianos y musulmanes se adopta con tanto fervor como recelo despertaba en los ministros de ambas religiones, pues podía comportar un abuso que lo acercara en ocasiones a la superstición 31. Otra cosa, sin embargo, aunque con el mismo nombre y probablemente estampados en las mismas imprentas, son los escapularios de cofradía, que son más grandes y que solían llevar un grabado impreso sobre la seda o cosido a la tela. Su origen está probablemente en la indumentaria de las órdenes terceras que, además del hábito y el cordón, querían parecerse a las órdenes mayores de las que dependían llevando esa especie de sobrevesta o delantal que les servía a los monjes para el trabajo diario. La reducción de esa especie de avantal creó este tipo de escapulario de unos 15 a 20 cms.
Uno de los más populares es el escapulario del Carmelo 32 y 33. La devoción a la Virgen del Carmen y sus símbolos procede principalmente de la leyenda de su aparición en el siglo XII al general de los carmelitas Simón Stock, a quien prometió que cualquiera de sus devotos que muriese llevando el escapulario se libraría de las llamas. Aunque estudiosos de la hagiografía dan a la leyenda un origen bastante posterior, el relato –que incluía la historia de que los monjes del Monte Carmelo fueron convertidos al cristianismo por la propia Virgen en el año 40 d.C.- tuvo una difusión y aceptación tan extraordinarios, que casi todas las imágenes de la Virgen del Carmen se muestran sosteniendo al niño Jesús en sus brazos y ofreciendo ambos a las ánimas del purgatorio la posibilidad de salir de los tormentos gracias al escapulario usado como cuerda de salvación. El uso de litografías para decoración doméstica durante la segunda mitad del siglo XIX propagó la creencia, acrecentándose la devoción entre cofrades y fieles con el uso de novenas cuyos gozos transmitían el milagro 34:
A San Simón, general,
El escapulario disteis
Insignia que nos pusisteis
De hijos para señal.
Contra el incendio infernal
Es defensivo y consuelo:
Sed nuestro amparo amoroso
Madre de Dios del Carmelo.

El escapulario, como digo, podía estar bordado sobre tela o simplemente tener una estampa cosida. La función de todas esas estampas justifica el deterioro que han sufrido ya que además de estar colgadas del cuello en forma de escapulario, podían estar adheridas a paredes o en el interior de cofres que podían hacer las veces de altar portátil. No sería de extrañar, incluso, que las propias cédulas exigidas tan perentoriamente por la Justicia en la Edad Media a pobres y vagabundos, llevaran impreso cualquier adorno o imagen realizada en algún convento o monasterio por encargo de alguna cofradía que las vendería y las tendría como una fuente más de ingresos para el desarrollo de sus actividades.
Desde la Edad Media fue práctica común entre las cofradías el encargar estampas o grabados para el fomento de la devoción a determinadas imágenes o advocaciones que les eran queridas. Algunos de esos grabados, incluso, se usaban, recortados, para introducirlos en relicarios y detentes. Muchas de las reproducciones de imágenes que se vendían en España –en especial aquellas que eran populares en toda la geografía española (la Virgen del Carmen, que ya hemos visto, o la del Pilar, por ejemplo 35)- se imprimían en ocasiones fuera de nuestro país (a veces en dos idiomas), dejándose para los artistas locales aquellas devociones particulares que se veneraban en iglesias, monasterios o ermitas más pequeños. En Valladolid, por ejemplo, hubo, hasta el siglo XVIII, decenas de hermandades dedicadas a santos (Isidro, Martín, Miguel, Antón, Crispín y Crispiniano, Eloy, Severo, José, Pedro Regalado, Andrés, Lucas, Cosme y Damián, etc.), Vírgenes (Misericordia, Piedad, Angustias, Pilar, Refugio, Carmen), advocaciones penitenciales (Jesús, de la Cruz, de la Pasión, de la Quinta Angustia) o sacramentales. No todas tenían medios suficientes para realizar con dignidad sus fiestas, de modo que era muy frecuente que algunas pidieran limosna por las calles o recurrieran a pedir prestados al municipio algunos signos externos que contribuyeran a mejorar o embellecer la procesión correspondiente. Otras se servían de sus propiedades, que arrendaban, o tenían rebaños, u organizaban funciones teatrales a beneficio de la cofradía. San Miguel, patrono de la ciudad hasta el siglo XVIII en que fue sustituido por San Pedro Regalado, aparece en muchas estampas devocionales con sus atributos preferidos 36. El santo sustituye a divinidades bélicas y es, durante toda la Edad Media, el protector de los combatientes y guerreros, razón por la cual todavía se le representa vestido de soldado y con una coraza, en virtud de su caudillaje de las fuerzas celestiales. El arcángel sustituye en el norte de Europa al dios Wotan, vencedor de dragones y serpientes, animales que en la civilización judeo-cristiana son los representantes habituales del demonio, espíritu del mal. Todo esto tiene una repercusión en la iconografía de San Miguel, así como en nuestras costumbres. Hasta hace pocos años, en muchos pueblos se contaba que cuando uno ponía una vela a San Miguel debía poner cuidado en colocársela claramente al santo, ya que si por descuido la luz se acercaba a la cara del demonio que yacía aplastado por la pierna del arcángel, Lucifer creía que la vela era para él y daba rienda suelta a su malévola imaginación; y ya sabemos todos que, precisamente el 29 de septiembre, según la tradición, era el día más peligroso para caer en las tentaciones pues San Miguel, por aquello de celebrar su día, cesaba de trabajar y dejaba al demonio suelto.
San Miguel fue, desde siempre, el patrono de los caldereros, romaneros y campaneros (por eso había tantas campanas que recibían su nombre).
También se representa a San Miguel como protector de los toros. Tal costumbre procede, posiblemente, de su primera aparición en la tierra, que la hagiografía sitúa en la localidad de Gárgano hacia el año 390 de nuestra era. En esa ocasión, San Miguel protege a un toro que, descarriado del resto de la manada, está a punto de ser sacrificado por su dueño, muy enojado por haberse ido a situar el animal en un lugar inaccesible. Al lanzar una flecha envenenada con la intención de matar a la pobre bestia el viento modifica su dirección y la flecha regresa para clavarse en el arquero que la había disparado.

Desde los primeros tiempos del cristianismo se atribuyó gran importancia al hecho de venerar los restos de los cuerpos de aquellas personas que vivieron con Cristo o que le imitaron. La creencia se basaba en un principio de simpatía ya que lo que hubiera tocado o estado en contacto con un cuerpo santo guardaba sus cualidades. Al producirse los primeros martirios entre los cristianos se añadió a la costumbre anterior la de conservar y respetar los restos de aquellos cuerpos que habían sido testigos de una fe y habían recibido la muerte por defender sus ideas. Sus ropas, los objetos que habían tocado y, por supuesto, sus reliquias se convertían así en fuente de inspiración para la exégesis y en ejemplo para el pueblo. Para contener esos restos se erigieron capillas, ermitas o iglesias y se colocaron los restos debajo del altar mayor. Sin embargo, debido al interés que suscitaban en nuevas comunidades, se comenzó a dividir en partes esas reliquias y a fragmentarse los vestigios, de modo que se crearon relicarios para contener cada parte de los restos. La costumbre generó abusos que fueron advertidos y enmendados por el Concilio de Trento al dejar en manos de los obispos o del Papa el uso de los sagrados restos y confiando en su criterio para desterrar la superstición o las “ganancias sórdidas”. Cuando no existían restos, los relicarios podían contener las imágenes o grabados que representasen al santo cuya veneración se proponía o se trataba de extender. También, como en los dos casos que presento, podían contener alguna tela que hubiese estado en contacto con su cuerpo 37 y 38.
Mucho más inmaterial y difícil de comprender intelectualmente era el misterio de la Santísima Trinidad que, sin embargo, podía tener una fácil comprensión visual. Tertuliano es el primero de una serie de exégetas que discutirán en sínodos y concilios –recordemos el de Nicea y la fijación del Credo en el siglo IV- sobre la trilogía, cuya fiesta se instituiría por fin en el siglo XIV. Aquí vemos, por ejemplo 39, a una paloma representando solo al Espíritu Santo en el Devocionario de Juana la Loca de Pedro Marcuello, de fines del siglo XV. El famoso grabado de Durero de la Trinidad 40 refleja lo que ya era a comienzos del siglo XVI un conjunto iconográfico claro, bien distinto de los primeros baptisterios del tipo de Albenga donde, aunque ya se representaban palomas no reflejaban un simbolismo teológico tan claro, aspecto éste que sería solucionado durante mucho tiempo con la famosa cruz de la Trinidad 41. La paloma, pues, corporeizaba al Espíritu Santo del mismo modo que, incluso en culturas no cristianas había simbolizado el alma, lo etéreo, lo espiritual, después del tránsito de la muerte 42, 43 y 44.
Las láminas que componen la siguiente colección 45 son, ya en el siglo XXI, parte de la historia artística y religiosa de España. Desde un punto de vista etnográfico o antropológico también conviene recordar que en algunas de ellas se pueden observar paleoleyendas anteriores al cristianismo, como el paraíso y el árbol de la sabiduría, ese que hunde sus raíces en la tierra y sólo ofrece sus frutos a quien sea capaz de valorarlos. La interpretación de estas magníficas litografías realizadas a comienzos del siglo XX por Joan Llimona y Dionisio Baixeras –y que intentan ser un resumen de una iconografía abrumadora- sugiere muchas lecturas de las cuales no es la más importante, con serlo, la moral, resumible en la frase “hacer el bien y evitar el mal”. También la ética, la histórica, la estética o la gráfica pueden ofrecer motivos para reflexionar y revisar sin prejuicios nuestro pasado iconográfico.
En 1322 se reunió, precisamente en Valladolid, un concilio nacional, bajo la convocatoria del cardenal de Santa Sabina, Guillermo de Godin, a quien los documentos contemporáneos –según nos recuerda Luis Resines- denominan con la expresión “el honrrado don frey Guillem”: “…actuaba –escribe Resines- como legado del papa Juan XXII, quien desde Avignon lo envió a Castilla con la intención de reformar la deficiente calidad del clero, impulsado por el deseo expreso de los concilios IV de Letrán (1215), I de Lyon (1245) y II de Lyon (1274). El mencionado concilio se inició en Palencia en 1321, pero hubo de trasladarse a Valladolid, ya en el año 1322, donde concluyó. Entre otras disposiciones, el concilio redactó un catecismo que debía tenerse obligatoriamente en las parroquias, en latín y en castellano; en él hay una breve introducción que responde plenamente a la mentalidad de hacer el bien y evitar el mal. He aquí sus palabras: Segun que dize Sant agostyn, toda la facienda de los christianos esta en dos cosas: en fe et en costumbres. La fe esta en creençia de los articulos e de los sacramentos de santa yglesia, en guardar los mandamientos de la ley et fazer obras buenas e virtuosas, en guardarse de los pecados.” Y termina recordando Resines la costumbre, previa a la invención de la imprenta, de traducir a ilustraciones la doctrina: “Cada imagen, en su ambiente, tenía aproximadamente la misma fuerza comunicativa que las demás, porque el modelo establecido resultaba tan poderosamente acuñado que no era preciso tener que recurrir a complicados desciframientos.”
En la Crónica Oficial del Primer Congreso Catequístico Nacional Español, publicada en Valladolid por Andrés Martín, en 1913, se lee, a propósito de esta colección que se vendió y difundió por miles de parroquias, colegios, conventos y casas particulares de España y América: “La enseñanza del Catecismo del Sr. Vilamala por medio de grandes láminas iluminadas, de 103 x 73 cms. está editada bajo la dirección de una junta, constituida al efecto por la asociación de eclesiásticos de Barcelona para el Apostolado Popular. Cada lámina en papel [del] tamaño indicado con el correspondiente cuaderno explicativo de la misma se vende al precio de una peseta más cinco céntimos, para gastos de envío por correo. Si la lámina va montada sobre tela con varillas de hoja de lata, cuesta cada lámina con su correspondiente cuaderno explicativo dos pesetas, más diez céntimos por gastos de envío. La explicación de las láminas reproducidas en pequeño ha aparecido bajo el título Pedagogía intuitiva. El Catecismo Mayor en Imágenes, en dos tomitos que avaloran las prestigiosas firmas de D. José Ildefonso Gatell, Cura párroco de Sta. Ana de Barcelona, y de D. Salvador Rial, Cura párroco del Bruch. Se publica con una carta laudatoria del Exmo. Sr. Obispo de Barcelona...”
En el apartado de las menciones otorgadas por el jurado que premió los diferentes materiales expuestos durante el congreso, consta la concesión de la medalla de oro a esta colección de “cuadros murales para la explicación de la Doctrina cristiana, y por los manuales explicativos de dichos cuadros” 46.
Como curiosidad ofrezco otra lámina, la número 46, en la que, al modo de la Biblia de los pobres que mencioné al comienzo, se divide en 9 viñetas la explicación del tema, en este caso el pecado.

También en gran formato, pero dentro del concepto que nos ocupa, estaría este Calendario de fiestas litúrgicas 47. El papa Hormisdas (siglo VI) encargó a un monje alemán, erudito y gran matemático, llamado Dionisio –al que apodaban “el exiguo”- que elaborara unas tablas o cómputos que pudiesen sustituir a los calendarios de César y de Diocleciano. En aquella época Alejandría y Roma todavía se disputaban el honor de calcular cuándo caería la Pascua cristiana. Dionisio se inclinó por los cálculos de Alejandría. A pesar de sus errores (aparentemente no existía el año 0 y además calculó mal la fecha del reinado de Herodes en cuatro años) se adoptó el nuevo cálculo y a partir de Beda el venerable se hizo oficial. El Domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa, sería el primer domingo después de la primera luna llena del equinoccio de primavera. Si ese día cayera en domingo se trasladaría a la siguiente semana, ya que según el Concilio de Nicea (siglo IV) no debía coincidir el Domingo de Resurrección con la Pascua judía.


Creo que una de las primeras personas que utiliza la palabra “imaginario” para referirse al conjunto de conocimientos intelectuales o gráficos que, en forma de magma simbólico, sirven de motor al ser humano, es Cornelius Castoriadis. El término usado por el filósofo francés nacido en Estambul se adecúa muy bien a lo que he tratado de trazar en este apresurado recorrido. Detrás de las imágenes populares hay todo un conjunto de saberes que las dieron origen y contribuyeron a retratar y perfilar sus expresiones, sus posturas, su carácter: es toda esa iconografía antigua, esos relatos pretéritos, aquellas leyendas asombrosas que alimentaron las miradas y las mentes de miles y miles de personas y sostuvieron su fervor durante siglos. Ese imaginario, construido en un lenguaje compartido y comprendido, ha arrastrado consigo personajes, anécdotas, oraciones, canciones, usos convertidos en costumbre y toda clase de elementos con los que se ha ido edificando el recuerdo y la piedad. Castoriadis decía, atreviéndose a contradecir a Aristóteles, que lo que la sociedad busca y necesita no es la sabiduría sino la creencia. Es decir, no los conocimientos científicos y pretendidamente reales sino la certeza personal de lo creíble. Es lo inmaterial, el patrimonio no tangible que reside en nuestra memoria y que regresa en forma de gesto, de expresión o de imagen. A cualquier persona que haya contemplado alguno de los yacentes de Gregorio Fernández le asaltará probablemente la duda de cuál sería el modelo que Fernández tenía y recreó en su mente para plasmar su obra. Modelo medieval y seguramente usado para integrarse en una representación ritual ya que algunas tallas tenían una especie de cajón a la altura del corazón que servía de viril para contener las sagradas formas en Semana Santa haciendo las veces de sagrario y formando por tanto parte de una liturgia, 48 como puede observarse claramente en esta imagen de las Descalzas Reales de Madrid atribuida a Gaspar Becerra. Liturgia e imágenes que han llegado, en curiosa mezcla de costumbres, iconos, ideario y creencias hasta nuestros días.