02-10-2003
Hasta hace poco tiempo he conservado, no sé si como un recuerdo del tiempo viejo o como una herida de guerra sin curar, uno de los libros de texto que estudié en quinto de bachiller titulado Historia del Arte. El propósito de su autor no era malo: pretendía explicarnos el arte a través del tiempo, siguiendo la evolución del pensamiento y de las tendencias estéticas. El resultado, sin embargo, era una sucesión de fechas y nombres en los que no siempre quedaba claro el criterio de selección de los artistas ni mucho menos se establecía la deseada relación entre personas e ideas. El recorrido, forzosamente somero, por el listado de biografías y corrientes de pensamiento te dejaba la sensación de que el arte era solamente una actividad humana de la que se derivaban unos productos que habían servido para adornar iglesias y palacios. Faltaba cualquier alusión a los sentimientos, las pasiones, las percepciones sensoriales o la necesidad de comunicación que uno sospechaba que debía esconderse detrás del hecho artístico.
Particularmente parco era el paseo por la historia de la música, no sé si porque el autor pensaba que no encajaba muy bien entre las artes principales o acaso porque él mismo hubiese quedado huérfano en su educación de los principios que regían para ese arte tan abstracto (y tan efímero por otra parte, que nada más producirse se extinguía). Con los años he llegado a conocer que la música es una milagrosa vivencia y no una profesión y que el profesor no puede enseñar milagros que afectan a la fe o al sentimiento pero al menos puede ayudar a tener fe y a ordenarlos cronológicamente. Sin embargo la carencia era el resultado natural, la consecuencia de una forma de concebir el arte cuyos principios se habían venido asentando desde el siglo XVIII, el llamado de la Ilustración. En ese período se recuerdan los debates entre Rameau y Rousseau, el primero defendiendo la racionalidad de la música y más proclive el segundo –que fue quien redactó las páginas dedicadas a la música en la famosa enciclopedia de Diderot- a relacionar la voz y el lenguaje con la naturaleza y su imitación: la abstracción de la música, por tanto, frente a la representación más directa, más tangible, fuese en palabras o en imágenes representativas, de otras artes como la pintura, la escultura y la literatura, o sea la palabra escrita. Es obvio que el siglo XVIII tiene figuras musicales indiscutibles fuera y dentro de España, pero no voy a dedicar mi atención a las excepciones por extraordinarias que sean, sino a los sistemas de enseñanza de la música y a la representación de la misma en los niveles oficiales. Mientras que en los teatros de Madrid y posteriormente en los de toda España se interpretaban obras de Haydn, Mozart, Stamitz y otros autores de la escuela de Mannheim junto a trabajos de Misón o del Moral, en los ámbitos académicos se dudaba de que la música fuese un arte digno de tener presencia en sus sedes.
La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, por ejemplo, creada en 1749 se llamaba primitivamente “de las tres nobles artes”, aludiendo exclusivamente a la arquitectura, la escultura y la pintura. Sólo Tomás de Iriarte en su obra La música en 1779 y Antonio Gil y Zárate en 1859 protestan de dicha ausencia, que era universalmente aceptada por la sociedad española y sus más conspicuos representantes. Aún diré más, sabedores los académicos de que se preparaba un decreto ministerial en el que se iba a crear por fin una sección de música en la academia de San Fernando, se alteraron y elaboraron un informe en el que venían a decir que la música era una cosa bien distinta de las artes plásticas y que –leo textualmente- “se dirigía exclusivamente al sentimiento, por lo que no era capaz por sí sola de desarrollar una idea moral, sino cuando completaba su pensamiento con la palabra y la poesía”. Por fortuna Emilio Castelar desde su altura intelectual y desde su propia cartera ministerial influyó lo suficiente para que en mayo de 1873 el ministerio de Fomento promulgara el decreto por el que se completaba la composición de la Academia de San Fernando con una nueva sección compuesta por 12 nuevos académicos (entre los que estaban Eslava, Arrieta, Barbieri, Inzenga y un etcétera muy considerado). En el decreto se decía taxativamente: “Expresión adecuada y perfecta de los más íntimos sentimientos del espíritu humano, a la vez que instrumento poderoso de educación para los pueblos, la Música, tan desarrollada en nuestros tiempos, tan apreciada por todas las naciones cultas, tan rica en genios ilustres y obras inmortales, es merecedora de la protección de los gobiernos libres vivamente interesados en la prosperidad del arte bello, al que va ligado íntimamente el progreso de la especie humana”.
La lectura de este texto podría sugerir a una persona poco avisada que antes de ese momento trascendental no existía interés por la música ni en los gobiernos ni en la sociedad. Evidentemente no era así: la música, como en efecto quería dejar bien claro el autor de mi libro de texto, había existido en las iglesias y en los palacios, había crecido gracias a la esplendidez de los mecenas pero sólo a mediados del siglo XVIII y de forma gradual había comenzado a liberarse de esa situación permitiendo a los autores reproducir y vender sus obras fácilmente gracias a la impresión litográfica y desplazando las audiencias de los salones y las capillas a los teatros, más populares y más exigentes, si bien más rentables para los músicos tanto para su economía como para su libertad.
Dejaré definitivamente sentado el escaso fervor hacia la música de los académicos decimonónicos con este texto de una carta dirigida por Francisco Asenjo Barbieri a Federico Madrazo, director de la de San Fernando, a propósito de la polémica mencionada: “Mi querido amigo: veo que nuestra discusión llegaría hasta el día del juicio final y que todavía con el candil colgado del ombligo seguiríamos discutiendo. Por esta razón concluyo ahora y digo: si la Academia se vio agraviada por el Gobierno fue porque a la primera consulta que éste la hizo se puso fosca y se negó a tender dos brazos a su hermana la música, faltando así a lo que reclamaban la opinión pública, la conveniencia y la propia historia de la Academia, porque ya recordará usted que la primera voz que se levantó pidiendo la entrada de la música no salió de ningún gobierno ni de ningún músico. Salió de la Academia misma y por boca de Don Antonio Gil de Zárate…cuando los músicos ni soñábamos siquiera en aspirar a tal honor. Desde entonces acá los estudios estéticos han tomado muchísimo vuelo. Las obras de Lammenais y de otros grandes filósofos escritores sobre Bellas Artes se hallan sobre todos los pupitres. La música en todos sus ramos ha hecho grandísimos adelantos en España y la opinión pública ha echado de menos en la Academia la presencia de la música que es, entre las Bellas artes, aquella en que es más indispensable la belleza ideal, madre común de todas. A este movimiento universal quiso oponerse la academia…Quéjese pues la Academia de sí misma, pero no se queje del gobierno ni mucho menos de nosotros los músicos en quienes ella quiere ahora desahogar su bilis, pues que no puede desahogarla con el Gobierno. Esta es en el fondo la pura verdad: en cuanto a la forma, podrá ser también verdad que la Academia (como corporación) no nos haya insultado, pero sí es cierto y muy cierto, que nos ha menospreciado y además casi todos sus miembros andan por ahí diciendo a voz en grito pestes de nuestro arte y de nosotros”.
Así estaban las cosas en 1873 y no podía ser de otra forma cuando ni la creación de un Real Conservatorio en Madrid por María Cristina ni los escasos esfuerzos del ministro Claudio Moyano Samaniego por incluir la música en la Ley
de Instrucción pública,
promulgada en 1857, habían movido demasiado la opinión de los expertos hacia lo musical como hecho artístico.
"Habrá en Madrid –decía la ley Moyano- una Escuela de Bellas Artes para los estudios superiores de pintura, escultura y grabado, además de los elementales, otra de arquitectura y un Conservatorio de música y declamación. Y en el artículo 58 se concretaba: Los estudios de Maestro compositor de Música son los siguientes: Estudio de la melodía, Contrapunto, Fuga, Estudio de la Instrumentación, Composición religiosa, Composición dramática, Composición instrumental, Historia crítica del Arte musical y Composición libre. Un Reglamento especial determinará todo lo relativo a las enseñanzas de Música vocal e instrumental y Declamación, establecidas en el Real Conservatorio de Madrid, como asimismo a los estudios preparatorios, matrículas, exámenes, concursos públicos y expedición de los títulos propios de estas profesiones”. Ese reglamento se redacta, en efecto, pero un Real Decreto de 15 de diciembre de 1868 disuelve el Conservatorio Superior de Música de Madrid y lo convierte en Escuela de Música.
Redactado dicho decreto por Severo Catalina discrimina expresamente la música "cuya naturaleza y aplicación artística –son palabras suyas- se alejan tanto de la organización universitaria como difieren y se alejan los vuelos de la imaginación y las creaciones de la fantasía del procedimiento y discurso de la razón serena".
No puede extrañar con estas opiniones que durante los siglos XIX y XX la mejor salida para los músicos fuera la frontera de Irún en busca de ese paraíso en el que la fantasía no estuviese prohibida o proscrita…Pero no quisiera insistir más en la letra, o sea en los decretos y leyes, pues lo que me interesa es el fondo de la cuestión y ese fondo fue siempre el de considerar la música como algo difícil de regular por la misma razón de su esencia evanescente, capaz, sin embargo, de modificar la disposición de nuestro espíritu. Algo en sí mismo peligroso por cambiante e incontrolable. Porque la música es, además de la sucesión de sonidos y silencios ordenados según un criterio, una forma de expresión que sugiere o provoca en el ser humano diferentes estados de ánimo. Como tal forma de expresión necesita un lenguaje, y ese lenguaje, como tantos otros sistemas de comunicación, ha de ser compartido por emisor y receptor, que en este caso serían quien crea la música, quien la interpreta y quien la escucha. El mensaje que se quiere transmitir suele tener elementos reconocibles -altura de las notas y su conjunción, timbre, armonía, etc- e indeterminados, que constituyen un conjunto de factores insinuados para que el receptor imagine y sea capaz de interiorizar algunas claves de ese mensaje o pueda servirse de ellas para crear con su fantasía estados estéticos, condicionados sin duda por el grado de patetismo de la pieza escuchada. Dentro de ese complejo proceso hay caminos comunes en los que coinciden casi todos los oyentes: el ánimo se exalta, por ejemplo, al escuchar a una orquesta interpretando un fragmento vibrante y animado, así como viene a serenarse oyendo un pasaje lento que sugiere quietud o parece invitar a una reflexión.
La música es, precisamente por todo eso –por su capacidad potencial para excitar, desasosegar o emocionar-, un lenguaje universal, entendiendo la palabra en su sentido etimológico. Así, la música sería una forma de expresión capaz de contar todas las cosas, de verter el pasado y el presente de los individuos o de los grupos en fórmulas válidas. Algunas religiones antiguas aceptaban que el mundo fue creado por una voz o un grito divinos, otras atribuían a los dioses de la palabra la invención del arte musical y otras, en fin, tenían sacerdotes especialmente dotados para el canto cuya facultad artística les suponía un privilegio. Cualquier situación anímica, relación social o manifestación ritual se expresaban o acompañaban con música en prácticamente todos los grupos étnicos y culturas del planeta.
Otra cosa es el grado de comprensión que esas formas de expresión –relacionadas también con la palabra- podían tener al ser intercambiadas entre unas y otras culturas: una persona, fuera de su país o de su entorno cultural, podía cantar un texto y no ser comprendida; y en lo que respecta a la propia figuración gráfica de lo musical, si bien es cierto que ha venido a representarse del mismo modo en todo el mundo occidental, todavía hay muchas culturas musicales que presumen -y pueden hacerlo- de ser ágrafas. En cualquier caso, hay técnicas que ayudan a enriquecer los modos de expresión, si bien, como puede comprenderse, precisan de un aprendizaje y un perfeccionamiento. Es normal que necesitemos un apoyo para entonar o interpretar lo que nuestra mente ha creado o imaginado. Y ese apoyo va desde la simple voz hasta los instrumentos más sofisticados que se pueden combinar para dar forma a progresiones y armonías asombrosas. Pero recordemos, en fin, que hay que traducir lo imaginado al lenguaje real, sea por el exterior de nuestro oído, sea por el interior. Beethoven, por ejemplo, compuso muchas de sus obras ayudándose de una larga varilla que sujetaba entre sus dientes y cuyo extremo aplicaba a las cuerdas del piano que quería hacer sonar, recibiendo así la nota y sus vibraciones por el interior de la cavidad craneana.
Existen, pues, unos medios que podemos usar para expresar con la mayor exactitud posible y con el más intenso poder emotivo aquello que nuestra mente haya podido concebir. La frontera que separa la libertad creativa del uso y sujeción a esas normas técnicas debe ser personal y por tanto difícilmente valorable o mensurable, pero, quienes se encargan de la educación musical, deben plantearse como necesidad que los alumnos conozcan y se familiaricen con ambos territorios, el de la creación y el de la técnica: un genio sin técnica puede llegar a ser una persona tan frustrada como un excelente intérprete cuya capacidad creativa sea nula. La enseñanza musical debe partir de la apreciación directa del sonido y de las consecuencias que ese sonido produce en nuestro interior. El acercamiento al universo sonoro necesitará después unos signos gráficos para traducir la abstracción a signos pero cuando el primer placer ya se haya producido y nos hayan seducido sus consecuencias.
La materia de la música, así como podríamos decir que para un escultor es la piedra o para un pintor el lienzo, es el sonido, cuya forma se va puliendo con las herramientas que el músico tiene a mano y que son la voz y los instrumentos. Si cada nota es, dentro del lenguaje, como una letra del alfabeto, un grupo determinado de notas formará una palabra y una melodía será una frase. Es más fácil que nos conmueva una frase que una simple nota y además es más fácil que nos conmueva si usamos las letras cuyos sonidos son identificables, que son las doce notas de la escala cromática occidental que componen una octava. En cualquier caso lo importante sería siempre haber creado en el oyente la capacidad para diferenciar los sonidos, disfrutando así con su apreciación. Es la eterna cuestión entre escuchar y oír; yo diría que más importante que enseñar la música como técnica es acostumbrar primero al individuo, ya desde la niñez, a que la escuche y la identifique como una parte natural de su cultura. Sólo así evitaremos casos como los que he tenido la desgracia de contemplar algunas veces de músicos profesionales que disfrutaban con su oficio mucho menos que otros simples aficionados para quienes la audición de la música era vital.
Si queremos ayudar a ese oyente potencial a diferenciar los sonidos tendremos que explicarle que, independientemente de la emoción o sensación que le produzca, ese sonido obedece a unas leyes físicas y es generado por la vibración de un cuerpo. Si los movimientos de esa vibración son periódicos o regulares, se obtiene el sonido; en caso contrario hablamos de ruido. Me gustaría insistir, no obstante, en la necesidad de evitar que las diferentes formas de expresión musicales aparezcan en la educación como representaciones antagónicas de entender la música, como banderas que se pueden enfrentar para sustituir a un verdadero diálogo generacional o a un fructífero intercambio de opiniones. Convendría enseñar a analizar la música de nuestro tiempo y la de épocas pasadas bajo los mismos criterios. Profundizar en los procesos del lenguaje musical para comprender adecuadamente una obra, considerando el hecho musical no sólo como un fenómeno cultural, sino como un fenómeno psicológico que tiene al mismo tiempo una explicación física, acústica. En vez de obligar a bajar el volumen sin ninguna explicación, por ejemplo, como hacen muchos padres con sus hijos, demostrar que el aparato auditivo es extremadamente delicado y de gran complejidad y precisión, siendo absolutamente necesario ejercitar sin exagerar o sin irritar los nervios acústicos del mismo modo que se ejercitan los músculos de las piernas o de los brazos en el baloncesto o en cualquier otro deporte: de forma equilibrada y razonable; de este modo se ayudará también a diferenciar o no confundir la acústica fisiológica con la acústica estética.
En suma, y ya que la música ayuda a reconocer las propias emociones, los estados emocionales, y contribuye eficazmente a darles vía (que no solución) convendrá crear un tipo de oyente activo, siempre atento, siempre implicado en esa tensión que nunca se resuelve. Tensión que el mismo autor debe provocar creando una sucesión inacabada de sonidos y silencios cuya combinación produzca una sensación trágica, entendiendo esa tragedia en el sentido de conflicto, o sea de agresión o transgresión, en la que la voz o los instrumentos sean los traductores de ese choque. Cuando lo imaginado se va a transmitir a través de la voz, el cantante deberá tener en cuenta que el uso de la expresión oral lleva consigo varios pasos: selección del tema, organización de los pensamientos que se quieren transmitir, combinación adecuada de las palabras para que formen frases especialmente gratas o atractivas y finalmente transformación del aire en sonido para insuflar una fuerza especial a todo aquello. Canalizar una energía puliéndola y confiriéndole un sentido no implica el uso de las convenciones fonológicas, articulatorias o sintácticas que componen un idioma sino que se sitúa a otro nivel en el arte de comunicar. La voz transmite entonces un sentimiento, no sólo una palabra. Esa facultad vocal es la que colocaría en un mismo plano interpretativo a una especialista española en romances, a un chamán siberiano, a un narrador africano de historias y a un tenor interpretando una ópera de Verdi. Todos esos especialistas no emiten mecánicamente sino con una intención y con una decisión que transmiten seguridad y confianza precisamente por usar la naturalidad en vez de la afectación, la sencillez en vez de la exageración, la concentración en vez de la dispersión. No estamos hablando de contenidos sino del soporte sobre el que esos contenidos se transmiten. Las ondas sonoras, que hacen vibrar al tímpano y cuyo eco se transforma en impulsos eléctricos que llegan posteriormente al cortex auditivo, suelen ser seleccionadas por el oyente según su procedencia, su volumen y su tono. De modo que un sonido adecuado a la finalidad que se pretenda no es necesariamente un sonido bello, pero sí debe ser proporcionado al intento. Para un cantor es tan importante conversar como cantar, es decir, debe predominar en su actividad tanto el diálogo comunicador-oyente como la técnica vocal exclusivamente basada en el dominio del sonido. Parece que esa facultad es competencia del hemisferio derecho del cerebro, que es el que regula la entonación, evitando la monotonía y creando en el oyente una adicción a las inflexiones vocales, a lo que se sumaría después, por supuesto, el interés natural o cultural por aquello que se está describiendo. De esa voz podría hablarse como de una voz poética, flexible, que usa timbres y colores especiales para fabricar recursos y que produce en el auditorio un efecto catártico: un golpe de glotis, un suspiro, un acento, expresan más y mejor que una prolija descripción.
En lo que respecta al autor musical, tendré que recordar cuatro premisas que no por sabidas deben obviarse:
1.El acto creativo es personal e individual.
2.La creación poética o musical no se produce ex nihilo sino que utiliza recursos, fórmulas o esquemas que fueron aprovechados antes por otros creadores, extrayendo de ese "estilo" o fuente común el venero más o menos fecundo del que brotarán las nuevas aguas.
3.En la medida en que dicho "estilo" responde a unas características comunes, aceptadas y refrendadas por la comunidad que va a recibir el mensaje creado, las posibilidades de comunicación y entendimiento entre el autor y el público aumentan y se hacen más fluidas y eficaces.
4.En la medida en que el mensaje expresa con más sencillez y claridad la idea o el concepto que se pretende transmitir, se amplía el número de personas que pueden entenderlo y desde luego se facilita su difusión. Y al hablar de sencillez no me refiero a simpleza, sino a esa virtud tan difícil y escasa que permite dibujar con pocos trazos o construir en pocas palabras o notas un mundo de imágenes y sonidos altamente expresivo y gratificante.
Decimos que el acto creativo es personal e individual, pero ¿está capacitado cualquier individuo para realizarlo? Creo que el hecho de que cualquier ser humano esté, en potencia, facultado para llevar a cabo lo que otro ha llevado a cabo, no respondería cabalmente a esa pregunta. En la historia -en la de la ciencia y la técnica fundamentalmente, es decir en aquella que mejor puede testimoniar los avances del género humano- hay dos referencias constantes y complementarias: teoría y práctica. El avance técnico no se produce sin una reflexión previa o una invención, que luego se aplica y se traduce en hechos. Se da, no necesariamente en la misma persona, un creador y alguien que interpreta su idea. En uno y otro caso se precisa una cierta especialización, esto es, un grado de experiencia que reduzca o acorte las dificultades que pueda presentar el proceso desde el origen a su finalización. Hay, por tanto, un progresivo aprendizaje en unas y otras funciones que limita el número de personas que se dedicarán a una misma tarea, al tiempo que las reparte -no hace falta que todos seamos músicos- entre las múltiples actividades que se nos puedan ocurrir (tampoco es necesario que todos seamos pianistas o directores de orquesta) Es inevitable, al hablar del aprendizaje, mencionar el natural impulso humano de imitar. Tengamos en cuenta, sin embargo, que es sólo la creación la que hace evolucionar nuestras capacidades y la que pone en movimiento más eficazmente nuestros sentidos. En el universo de la tradición oral es bien sabido que hay dos formas de transmisión de los conocimientos desde tiempos remotos, cuyas tendencias representaban respectivamente los aedas y los rapsodas. Los aedas creaban y los rapsodas repetían. Las épocas aédicas coincidían con momentos de conflicto social, con situaciones de transformación cultural, mientras que la repetición venía acompañando al anquilosamiento o a la atrofia de la sociedad. También es cierto que ambas tendencias podían producirse simultáneamente y convivir, siendo la propia alternancia en el desequilibrio una fuente de actividad social.
Iré concluyendo. Es evidente que la afición a la música en España no ha ido acompañada en la historia de una infraestructura que ayudara a desarrollar y perfeccionar las cualidades artísticas. Los sistemas de enseñanza, particularmente los sujetos a preceptos, tampoco han permitido desarrollar en sus regulaciones la principal riqueza de la música, que es la de ayudar al individuo a expresar sus sentimientos o a narrar sus ensoñaciones. La sociedad actual, abrumada por la presencia de la música (en los medios de comunicación, en los hoteles, en los ascensores, en las calles) se ha alejado, por cansancio o desinterés, de la música activa, la que necesita implicación y se ha dejado envolver por una especie de aura musical que le acompaña por doquier pero que le envuelve como un plástico impidiéndole respirar. Esta pasividad se manifiesta en muchos otros aspectos de la vida, ya lo sé, pero por ser la música un campo en el que la sensibilidad o el sentimiento son factores imprescindibles y su adquisición o perfeccionamiento contribuyen a mejorar al individuo, se percibe mucho más que en otros terrenos la ley, promulgada sin letra en el siglo XX, de que sólo tiene valor lo que se puede adquirir con dinero. Cuanto más lejano esté el arte del mercado, más inútil será y menos necesario. Terrible equivocación, sin duda, pues hasta en el mercado se necesita preparación y sensibilidad. Sin embargo, con esa actitud banal y cicatera que antepone lo material a los logros del espíritu, se trastocan los procesos anteponiéndose los productos a las ideas. Esa falsa protección que se pretende extender sobre los jóvenes evitándoles cualquier contratiempo y que afecta al esfuerzo, al trabajo bien hecho, al perfeccionamiento, ha confinado la creatividad transformando además el aprendizaje y la evolución personal en una pesada e inútil carga sin sentido. Tampoco insistiré demasiado en esta laxitud social que se ríe de la excelencia y ensalza sólo a quien ha conseguido más dinero en menos tiempo sin importarle los medios. Ni es nuevo ni dejará de existir nunca: recordemos aquel “Florebat olim studium”, uno de los Carmina Burana, que hace más de siete siglos denunciaba una situación similar: “En otro tiempo florecían los estudios, hoy todo es ociosidad. En otro tiempo florecía la ciencia, hoy prevalecen las diversiones. La picardía es ya algo precoz en los niños, pues, llevados de su falta de voluntad, aborrecen la sabiduría. En los siglos pasados no se daban descanso en los estudios hasta llegar a los noventa años; pero ahora a los diez arrojan el yugo y se las dan de sabios. El ciego arrastra al ciego; pájaros sin pluma se echan a volar; siendo pequeños asnos se ponen a tocar un instrumento de cuerda; saltan en la clase como becerros y atacan a los pregoneros con la esteva del arado”.
Es posible que tanto en el siglo XIII como ahora mismo hayamos perdido el significado de las cosas, hayamos olvidado para qué se usa una esteva o qué se puede obtener con ella, pero probablemente (entonces como hoy) es necesario un renacimiento que plante cara a la desidia y restablezca el criterio sólido por encima de la simple opinión. Han de ser las nuevas generaciones las que reaccionen.
Afortunadamente, la vida no es sólo eso. Lo mejor de la historia de los individuos no queda escrito en los manuales al uso ni se deja atrapar por normativas fijadas por la rutina. Quien no dé rienda suelta a su curiosidad mal podrá penetrar el sentido de la existencia. Decía Paulo Freire, a quien recordé hace pocos días en un acto similar a éste, que había que estudiar siempre el texto y el contexto de las expresiones humanas. De ese modo sabremos situar en su correcto lugar la duda y la solución: “Siempre estamos usando una pedagogía de la respuesta –decía Freire-. Los profesores contestan a preguntas que los estudiantes no han hecho”.
La búsqueda de Freire y de otros como él no sabe de edades, ni acepta convencionalismos. Su humildad es precristiana. Ya Sócrates pensaba que el reconocimiento de nuestra ignorancia sería el primer paso hacia la sabiduría…Quien no haya recorrido un camino, quien no haya peregrinado por las ásperas sendas de la contrariedad, difícilmente podrá describir con autoridad su itinerario. Quien no haya sufrido y gozado tratando de mejorar su condición humana mal podrá explicar lo que es la incertidumbre y para qué sirve. Cuando cantemos el Gaudeamus final, el himno antiguo y nuevo de los que quieren comprender el universo, podremos encontrar una fórmula en una de sus estrofas: “¿Dónde están los que pasaron por el mundo antes que nosotros? Si queréis verlos id a las alturas o descended a los infiernos donde ellos ya estuvieron”. No es extraño que algunos hagan remontarse este texto hasta el siglo XIII, pues hay en él elementos que Dante utiliza en la Divina Comedia para describir ese viaje alegórico inspirado por Virgilio, Cicerón y otros, que antes que él intuyeron la necesidad de una experiencia personal de tal calibre por encima de la religión o la mística.
Tal vez la interpretación del Gaudeamus se haya convertido para algunos en algo protocolario pero quien aún sienta al cantarlo una emoción particular difícil de explicar, que le vincule anímicamente con todos aquellos que pasaron por la universidad, antes que él, que soportaron dignamente el viaje hacia la sabiduría y que consiguieron terminar el periplo con orgullo e integridad, seguro que –quien sienta esa emoción, repito- habrá sabido comprender el sentido de este discurso y será benévolo con su contenido y con su portavoz. Muchas gracias.