16-06-2014
Entre los recuerdos juveniles desgranados en las páginas de Los Baroja (1), sugerente recorrido autobiográfico de don Julio, destaca, por su valor para el caso que nos ocupa pero también por la ternura de su acento, el que dedica a Martina, muchacha “dulce, muy modosa, bastante bonita”, que sabía “una cantidad considerable de canciones del país”: “El recuerdo de las tardes de otoño, cuando se desgranaban las alubias en la cocina y las chicas cantaban canciones viejas...ha quedado grabado en mí de modo indeleble” (2). La confesión, tan espontánea como frecuente en algunos grandes sabios, es el resultado de una reacción lógica y elemental: recurrir a lo más íntimo y fundamental de la memoria cuando el aprendizaje, la razón y el análisis no dan más de sí o dejan de interesar por artificiales. El mismo Don Julio escribe, hablando de su tío Pío, que no recuerda a nadie que al fin de sus días tuviese más vivas “sus impresiones de la niñez, de una niñez turbulenta, popularísima y metida en un siglo XIX oscuro y romántico en el sentido más amplio, menos literario, de la palabra” (3). En el raro trabajo titulado Pliegos de cordel (4), en el que precisamente se abre el libro con el articulito “La literatura de cordel” de Pio Baroja, Don Julio se remonta a sus años jóvenes y evoca la figura de su abuela materna cantando la historia de “La Atala” o “El Curro marinero”, papeles impresos en el establecimiento barcelonés de El Abanico (5).
En sus estudios sobre la literatura popular, Caro se decantó por la labor de “observar y describir” antes que “definir y andarse en preliminares conceptuales”, error que él denunciaba como muy común entre algunos estudiosos, para quienes el medio rural no tenía historia y menos aún relación con la escritura. Aquella labor, extraordinariamente eficaz y siempre insuficientemente reconocida, no sólo puso en relación las primeras impresiones del gran humanista hacia lo popular –familiares, entrañables- con su posterior capacidad intelectual para el análisis, sino que le permitió pintar con paleta polícroma y natural un mundo sencillo en su forma pero complejo en sus significados.
La pintura que hace Caro Baroja de la literatura popular nos muestra un paisaje familiar, con protagonistas cuyas reacciones provocan un atractivo irresistible para la gente, ya que sus historias “son de siempre y ocurren para siempre” (6). Ese paisaje no sólo es importante por lo que refleja sino por el que lo pinta. Los estudios de Caro son el trasunto de su ubérrima personalidad –rica e ilustrada- y de sus aficiones variadas. El magisterio de sus escritos no está tanto en la erudición o el aparato bibliográfico (que ya bastarían por sí solos para hacer imprescindible su consulta), sino por la actitud del investigador, que trata de satisfacer su propia curiosidad con un enfoque pluridisciplinar, con una prudencia –casi desconfianza- proverbial y con una exquisita ironía. No creo que haya existido un solo intelectual en la segunda mitad del siglo XX que no haya conocido, leido, consultado o parafraseado a Don Julio, quien, por otra parte, no presumió jamás de persona influyente y huyó siempre que pudo de los homenajes salvo si había por medio alguien de su entorno al que le costaba contrariar o decir que no. Caro Baroja fue, incluso, escritor de masas gracias a ediciones profusas que llevaron sus trabajos a muchísimos hogares españoles.
Caro “redescubre” la fuente de la literatura popular, y en particular la de cordel, a una edad madura. Confiesa que entre 1949 y 1950, cuando su vida “se nutría también más de recuerdos que de otra cosa y después de haber hecho 16.000 kilómetros de viajes por Andalucía” (7), comprueba sorprendido que en muchos lugares del sur aún se cantaban relaciones de vidas de bandidos, coplas y romances que él mismo había tenido ocasión de leer en la colección de pliegos de su tío Pío. Su interés por aquellos papeles, por quienes los imprimían, interpretaban, vendían y compraban da como resultado una de las obras más lúcidas, acreditadas e influyentes de toda su producción literaria: el Ensayo sobre la literatura de cordel, editado por la Revista de Occidente y dedicado por Don Julio a la memoria de su padre, “editor e impresor popular, andaluz y genovés de origen” (8).
La obra en cuestión plantea algunos problemas acerca del estudio de la literatura popular que ya se habían puesto de manifiesto en el siglo XIX pero que se acrecientan en el XX. Uno de ellos es el peligro de escribir del pueblo según las ideas propias y no como es o ha sido ese mismo pueblo. El primer paso para descubrir el carácter popular consistiría en saber qué le interesa a la gente: “Un recuento de temas hecho desde un punto de vista estrictamente morfológico, literario, puede conducir a la idea de que no sólo existen situaciones sociales tópicas, que conducen a la creación de un género, como puede ser el de los cantos de boda, sino también a la creación de temas, lugares comunes o topoi, que se difunden como se han difundido los cuentos, etc. Esto, poco más o menos ha sido defendido por importantes críticos contemporáneos: por ejemplo L. R. Curtius. Al paso le han salido otros, como Dámaso Alonso, de suerte que en nuestros días se ha vuelto a plantear, en el campo de la literatura y con referencia sobre todo a la medieval, el viejo problema etnológico de la monogénesis o la poligénesis de las formas culturales” (9). La conclusión para Don Julio es que, después de las investigaciones de difusionistas y funcionalistas, ponerse a discutir acerca de los orígenes parecía un retroceso. En el caso de la creación literaria popular, por ejemplo, el interés de los estudiosos, sobradamente justificado, debía profundizar en aspectos históricos y sociales acumulativos, sin quedarse en “puros procesos de depuración…ni en puros procesos de degeneración” (10): “esta literatura merece la curiosidad y atención de folkloristas, etnógrafos, sociólogos, críticos e historiadores de la literatura y literatos, en fin. Porque la literatura de cordel es una expresión humilde o económicamente débil de la actividad literaria y ha llegado no sólo al alma de las clases populares y de los niños, sino también de algunos grandes literatos” (11). El estudio de esos pliegos sencillos, baratos, fungibles, le da las claves de su perdurabilidad: el fondo de esos textos se basa en universales como “lo sacro”, la burla y el terror. Y es en ese fondo, que no se queda solamente en un superficial “índice de motivos”, donde Caro ve la importancia del género y el cometido social de sus difusores: “algo de más trascendencia vital en las sociedades en que se ha dado más este tipo dramático del hombre sin vista, el más precioso de todos los sentidos, y que, de modo casi automático, se tiene que convertir en representante del verbo, de la palabra, entre gentes humildes, afanadas, sometidas a tareas mecánicas y sin mayores capacidades de expresión verbal precisamente” (12). Son esos ciegos, sostenedores de un tipo de arte verbal directo y coincidente con el gusto de un gran público, quienes difunden y mantienen a lo largo de varios siglos una literatura muy particular con un interés sorprendentemente malsano por lo truculento: “No, el tremendismo no es de hoy. El título que dio Barrès a una de sus obras, Du sang, de la volupté et de la mort, podía parecer cuando lo dio a luz (1895) de un afectado esteticismo finisecular. Pero en ese título está el quid de toda la estética del pueblo durante generaciones, aunque nos repugne hoy la idea como puritanos que somos, más o menos vergonzantes” (13). En efecto, son esos ciegos los que cantan y venden pliegos de lo más variado –tanto en su vertiente literaria como en su enfoque moral- que, se quiera o no, llegan hasta nuestros días. El mismo Caro comprueba los efectos dejados en muchos pueblos, especialmente de Andalucía, por esos cantores ambulantes y por ese repertorio variopinto con trazos pasionales: “El día 13 de noviembre (de 1949), el día de mi cumpleaños, veo (está consultando su diario) que estuve en la hacienda La Concepción y que hablé largo y tendido de viejos temas con un viejo muy discreto. Se notaba al escucharle que aún le eran familiares los pliegos de cordel que tuvieron un importante centro de difusión en Córdoba desde el siglo XVII por lo menos hasta comienzo del XX. Con verbo rápido me contó la vida de José María El Tempranillo, me habló de varias peculiaridades y personalidades del país: por ejemplo, de un saludador famoso que vivía en cierta aldea situada en los límites de Granada y Jaén, al que llamaban er Santo Custodio (14) y al que recurrían incluso las gentes de la campiña. Las curas las hacía mediante unas pelotillas de papel de fumar a las que echaba bendiciones” (15).
Este gusto de Don Julio por “oir cantar” más que “por oir perorar” le llevó a interesarse por la memoria popular en multitud de ocasiones. En el mismo viaje a Andalucía escribe: “Preferí corretear por el pueblo y hablar con algunas comadres, que resultó sabían, más o menos fragmentariamente, romances como el de ‘Delgadina’ y otros más metidos en la tradición andaluza, cuales los del ‘Arriero’ y ‘El Corregidor y la molinera’, éste con una conclusión menos académica que la de la novelita de Alarcón” (16).
Caro Baroja se nos muestra frecuentemente como espectador de espectadores y observa cuidadosamente a quienes disfrutan con sus muestras más genuinas. Su agudo sentido crítico nos conduce de la mano para conocer quién hace en realidad la literatura popular -ni tan vulgar ni tan anónima como se suele decir- y quién la vende, impulsado por una especie de fatal destino errático. También nos ofrece datos preciosos sobre imprentas, sobre la relación constante entre lo oral y lo escrito –campos que se van aislando artificialmente a partir del siglo XVIII- y sobre el paso de ese mismo material a un estado colectivo en el que sobran personalismos y predomina una especie de inconsciente genético.
Seguramente Caro Baroja no estuvo nunca tan cerca de la literatura popular como cuando escribe en Los Baroja: “La fuerza espiritual de los míos hizo que en este mundo de los sonidos (o de los sonidos-recuerdo, mejor dicho) vaya más allá del límite de mi propia existencia y que, pasándolo, pueda juzgar como cosa vivida la muerte del Espartero, a través del tango genial, o el desastre del 98, y cante de vez en cuando, como les oía canturrear a mi madre o a mi tío Pío:
Parece mentira que por esos mulatos
Estemos pasando tan malitos ratos;
Con Cuba se llevan la flor de la España
Y aquí sólo queda toda la morralla.” (17)
Joaquín Díaz
Notas
(1) Julio Caro Baroja: Los Baroja. Madrid, Taurus, 1972
(2) Ibid.:p. 149.
(3) Julio Caro Baroja: Ensayo sobre la literatura de cordel. Madrid, Revista de Occidente, 1969, página 19.
(4) Julio Caro Baroja: Pliegos de cordel. Madrid, Banco Ibérico, 1969
(5) Ibid., pp. XXVI y XXVII.
(6) Julio Caro Baroja: Ensayo sobre la literatura de cordel. Madrid, Revista de Occidente, 1969, página 107.
(7) Ibid., p. 20.
(8) Ibid. P. 7.
(9) Julio Caro Baroja: Lo que sabemos del folklore. Madrid, Gregorio del Toro, 1967, p. 47.
(10) Ibid., p. 46.
(11)Julio Caro Baroja: Pliegos de cordel. Madrid, Banco Ibérico, 1969, p. XXIV.
(12)Ibid., p. XXVII.
(13)Julio Caro Baroja: Ensayo sobre la literatura de cordel. Madrid, Revista de Occidente, 1969, página 121.
(14)Vid., Manuel Amezcua: “Vida y milagros del Santo Custodio”, en Revista de Folklore, número 40, pp. 111-121, Valladolid, Caja España, 1984.
(15) Julio Caro Baroja: Los Baroja. Madrid, Taurus, 1972, p. 455.
(16)Ibid., p. 458.
(17)Ibid., p.98.