Joaquín Díaz

EN DEFENSA DE LA VOZ


EN DEFENSA DE LA VOZ

La voz como medio de comunicación en la historia

12-03-2005



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Hace ya muchos años, durante alguno de mis paseos juveniles en busca del Valladolid antiguo, tropecé por primera vez con el edificio de esta Universidad, a la que después el tiempo y las circunstancias me traerían como alumno. Entonces me llamó la atención principalmente la imagen de la escultura más alta de su fachada –aquella que representa a la diosa de la sabiduría escribiendo en su libro de piedra-, aunque no me sorprendiera en absoluto su colocación, dado el sistema educativo en el que estaba inmerso: para mí, en aquella época, el libro y la escritura equivalían a la sabiduría y al conocimiento. Fue mucho más tarde, precisamente en la etapa universitaria, cuando descubrí en los primeros viajes al medio rural para realizar trabajo de campo que existía una cultura oral, esculpida y macizada por una tradición irreductible, cuyas formas de expresión y transmisión, por resultarme tan nuevas como desconocidas, me aportaban frescura y originalidad a los transitados caminos del aprendizaje. El contacto posterior casi diario con las personas que mantenían y alentaban ese peculiar sistema de instrucción y divulgación de conocimientos, me fue cautivando e inclinando indefectiblemente hacia la observación de sus especiales cualidades. Se podría decir que desde entonces he dedicado toda la atención y esfuerzo a comprender los interrogantes y misterios que encierra una forma de vivir y manifestarse que ha basado su larga y azarosa existencia en la comunicación oral. A aquellas personas y a su voz, antigua, personal, distinta, quiero dedicar este discurso con el que agradezco una distinción de la Universidad de Valladolid y de su Junta de Gobierno, de la que quedaré como permanente deudor.

Entre los siglos X y XII de nuestra era, un grupo de personas, de diverso origen y condición, toma a su cargo la especial tarea de comunicar al ser humano un determinado tipo de sentimientos que le permitiese elevarse por encima de lo cotidiano. Su oficio está disperso por una zona muy amplia y es cuestionado aquí y allá por las autoridades civiles y eclesiásticas, de ahí la variedad de palabras y de significados con que se denomina a quienes lo practican y a su prodigiosa actividad: juglares, escaldos, skops, spielmann, jongleurs, gicolari, mimos, gokelaers, goliardos…La plaza pública, el patio de armas, las acampadas, las posadas son su eventual escenario, y el amor, el honor, la fidelidad o la amistad su motivo de inspiración, pero el medio que usan para persuadir es un arma distinta, fraguada en el yunque de la vida con la fuerza y el vigor de un hálito sobrenatural y cuyo metal ha sido templado claramente en las aguas de la experiencia: se trata de la voz. Son gentes que anuncian su presencia con prólogos conocidos, que convocan con palabras amistosas -“oid, buena gente”- o que atraen en términos convincentes -“¿os placería oir una hermosa canción?”-, que usan versos, poemas, relatos, cuentos, recitados y pregones para expresarse, pero su valor principal no está tanto en lo que dicen, sino en cómo lo dicen, en cómo suena su voz a los oídos del auditorio que se siente inmediatamente penetrado, traspasado, por aquella fonación peculiar. El sentimiento, el mito, el tejido social, son sus temas preferidos pero la entrega de ese material molturado, triturado y poetizado sólo funciona si funciona la voz que lo traduce al lenguaje íntimo con el concurso de una melodía y un ritmo que seducen y fascinan. A muchos lectores de hoy se les despierta la curiosidad por saber algo más acerca de esa poesía inasible, por adivinar cómo sonaron las vidas de los reyes y santos que aparecen en los primeros poemas escritos, o mejor traducidos, desde el lenguaje oral al lenguaje de signos. Widsith, un texto del siglo VII escrito por un bardo germano en el que todavía predomina la aliteración, podría ser un ejemplo de esa sensación (1). El juglar canta con orgullo su satisfacción por haber conocido tantas tierras y los reyes que las gobernaban. La sabiduría va aparejada para él con la curiosidad, con la búsqueda, con el viaje, con la universalidad porque parece que el destino o un mandato divino le han propulsado a recorrer el mundo. Engelbert de Admont escribe mucho después, a finales del siglo XIII: “El ritmo pertenece a los histriones, a los que en nuestro tiempo llaman cantores y que antiguamente se llamaban poetas, que inventan sus canciones para convencer o enseñar las costumbres o para incitar a los sentimientos y a los afectos hacia la alegría o hacia la tristeza” (2). No se puede encontrar una definición más precisa ni más sencilla para definir el solatium –el solaz, la consolación- que buscaban las almas de épocas antiguas en la palabra hablada, lejos todavía de la noción de utilidad que cualquier oficio deberá tener a partir del nacimiento de los burgos y las ciudades. Ese solaz deriva de la particular forma en que se transmiten las gestas de santos y caballeros, pero también de la evocación de emociones humanas como la camaradería, el amor o el placer.
“Aquel a quien no le guste oir canciones/ apártese de nuestra compañía / pues canto para alegrar mi corazón / y para solaz de mis compañeros” (3), dice Raimon de Miraval quien asegura que, de ese modo, con “bellas palabras, claras y bien colocadas”, no tiene que luchar demasiado para hacerse entender (4). Y Guiraut Riquier escribe: “La juglaría fue inventada por primera vez por un hombre sesudo, hábil en varios saberes, para poner a los buenos en el camino de la alegría y el honor” (5). Nadie podría deducir de estas palabras que no se está hablando de una actividad principal y significativa para el individuo y su entorno. Santo Tomás de Aquino es uno de los primeros pensadores que incluye al juglar, al cantor, en la nómina de oficios necesarios para la nueva sociedad puesto que divertirse no es intrínsecamente malo y hasta puede ser un factor de equilibrio para la personalidad de los burgueses que se va creando poco a poco en la época (6).
Es bien conocida la crisis que experimenta esa sociedad europea desde los albores del siglo XIII, con el quebrantamiento progresivo de una cultura de hierro y cristal, pero es a partir del siglo XV cuando comenzarán a diferenciarse los códigos de la oralidad y la escritura, la memoria iniciará su trasvase a la biblioteca o al archivo y el lenguaje vulgar se normalizará en reglas más precisas y constringentes.
Algo de ese cambio, de ese giro ya apreciable hacia la seguridad de los signos pero también hacia la vulgaridad y la medianía, intuye Raimon Vidal de Besalú cuando escribe en su obra El arte del juglar: “Os dije que añadiría algo más de por qué se ha perdido así el valor, la alegría, la buena conversación, el mérito y el honor…Debéis conocer que en el mundo no hay un saber ni un oficio tan estimado por los hombres discretos (aunque haya muchos locos que lo practican) como la juglaría. Ésta pide que sus mantenedores sean alegres, francos, de gran conocimiento y sabedores de dar placer a todos y a cada uno conforme a sus respectivos gustos. Pero ahora aparecen gentes de fríos saberes, locos malvados e ignorantes, que piensan hacerse respetar sin más sentido común que sus estupideces…Yo no digo que no se pueda engastar una esmeralda en un estanque, pero su sede natural es el oro, de la misma manera que el engaste natural del saber es el sentido común. Aquel que está a gusto entre los ignorantes y a quien no le importa desconocer cómo se canta y se compone, piensa que todo lo demás, incluso lo que Dios no pudo soportar un solo día, es igual de fácil” (7). Y recalca Guiraut Riquier: “Ahora estamos en una época que ya dura mucho tiempo, en que cierta gente se ha promocionado sin tener juicio ni saber nada de hechos o de dichos apacibles,…que toman actitud de cantar, de componer o de tocar instrumentos sin que debieran hacerlo, sólo porque se les dé algún dinero, por envidia de los buenos” (8).
Sin embargo, dejando aparte ese temor clarividente de unos pocos que auguran la llegada de un mundo más materialista y menos cortés, ni se puede decir que la creatividad y la sabiduría de los siglos descritos sea exclusiva de esa época –tan proclive a transmitir los conocimientos por vía oral-, ni menos aún que se paralice totalmente su actividad a partir del ocaso de la edad media. Estamos hablando de una actividad, la de usar la voz para comunicar convincentemente, tan importante como la de crear poesía o música, aunque rara vez se describan sus cualidades o se mencionen sus secretos. Para triunfar en ese oficio es tan determinante sentir como decir bien lo que se siente y no es ocioso saber que esa comunicación llega a ser tan personal que, en muchos casos, caracteriza y perpetúa el estilo del cantor. Frecuentemente leemos en la poesía de los trovadores la expresión “al son de…”, costumbre que ha perdurado hasta nuestros días en los que todavía se recuerda a determinados artistas e intérpretes que han dejado sus nombres ligados a fórmulas interpretativas. Ya se ha estudiado que el estilo salmódico de tales cantores y la posible relación de su forma de interpretar con los cánticos religiosos con que los chantres cantaban los salmos en el templo, siguiendo a partir del siglo VII la norma de san Gregorio, procedía de una fórmula silábica recitativa usada en los salmos eclesiásticos y fijada a partir del siglo VII en la iglesia de Occidente. Dicha fórmula hundía sus raices en la primitiva iglesia oriental en la que monjes entusiastas habían ido tomando de canciones populares armenias, sirias, arameas o coptas un estilo que sería luego recogido y agrupado en Constantinopla. Egon Wellesz en su obra sobre la Música Bizantina reconocía que esas fórmulas de entonación eran “probablemente, restos de cantos antiguos, cuyos esquemas servían de modelo para los nuevos; era éste un principio de composición muy en boga en el oriente cercano que fue descubierto y demostrado por primera vez en cantos árabes; su aplicación fue comprobada también en cantos del sur de Rusia y en cantos de iglesia serbios y rutenos” (9). San Agustín ratifica esa costumbre cuando escribe en sus Confesiones: “…Entonces se decidió cantar himnos y salmos según es costumbre en tierra de Oriente, para que el pueblo no se desmoralizara presa de la aflicción; desde ese momento esta práctica se ha conservado hasta nuestros días” (10).
No sabemos a ciencia cierta qué incidencia, probablemente negativa para el asunto que tratamos, tuvo la “normalización” posterior en los cantos litúrgicos; no sólo porque trataron de reducir a las leyes de los ocho modos toda la variedad que por la práctica de la centonización se había acumulado, sino porque obligaron a usar a la fuerza y para siempre fórmulas hieráticas o rígidas en las que no cabía el espíritu creativo y libre de la cantilación, esa especie de declamación melódica que se definía imprecisamente como algo más que hablar y algo menos que cantar. La apuesta por la permanencia entre cantores ambulantes y juglares, de algunas fórmulas muy antiguas pero muy prácticas para la salmodia debe ser aceptada; con las reservas que todos suponemos para la tradición oral y su transmisión, sí, pero con la permanente sospecha también de que lo que se transmitían eran fórmulas de recitación muy eficaces, adaptables además a diferentes lenguas, no sólo porque la fuerza de la transmisión estuviese en la intención expresiva sino porque además permitían que el acento musical no estuviera fijo y pudiera desplazarse en la entonación, acomodándolo al acento del verso, y porque permitían asimismo que con una simple cadencia interpretativa se cerrara el sentido de una frase y se pasara a otra sin necesitar ningún signo de puntuación. Estas soluciones, probablemente anteriores al nacimiento y desarrollo del ritmo y de la melodía, se perpetuaron en el tiempo y deberían ser contempladas hoy a la luz de la etnomusicología con el apoyo de la musicología histórica. No sabemos exactamente cómo se cantaba el Ritmo Teutónico a la memoria del rey Luis ni de qué forma se interpretaba la Secuencia de Santa Eulalia (11) pero sí se puede intuir qué sentían quienes usaban la voz para comunicar tales poemas. Porque hay algo, evidentemente, que coincide en ese tipo de cantores especializados que a lo largo de tantos siglos se encargó de la transmisión de una temática y un repertorio bien variados. Es algo que sin esfuerzo podríamos detectar en diferentes intérpretes y que los encuadra en una categoría especial y no académica: la eficacia de su voz, especialmente preparada para comunicar. Sabemos que el uso de la expresión oral lleva consigo varios pasos: selección del tema, organización de los pensamientos que se quieren transmitir, combinación adecuada de las palabras para que formen frases especialmente gratas o atractivas y finalmente transformación del aire en sonido para insuflar una fuerza especial a todo aquello. Canalizar una energía puliéndola y confiriéndole un sentido no implica el uso de las convenciones fonológicas, articulatorias o sintácticas que componen un idioma sino que se sitúa a otro nivel en el arte de comunicar. La voz transmite entonces un contenido sentimental, no sólo una palabra. Esa facultad vocal es la que colocaría en un mismo plano interpretativo a una especialista española en romances, a un chamán siberiano o a un narrador africano de historias. Todos esos especialistas no emiten mecánicamente sino con una intención y con una decisión que transmiten seguridad y confianza precisamente por usar la naturalidad en vez de la afectación, la sencillez en vez de la exageración, la concentración en vez de la dispersión. No estamos hablando de contenidos sino del soporte sobre el que esos contenidos se transmiten. Las ondas sonoras, que hacen vibrar al tímpano y cuyo eco se transforma en impulsos eléctricos que llegan posteriormente al cortex auditivo, suelen ser seleccionadas por el oyente según su procedencia, su volumen y su tono. De modo que un sonido adecuado a la finalidad que se pretenda no es necesariamente un sonido bello, pero sí debe ser proporcionado al intento. Para un cantor tradicional es mucho más importante conversar que cantar, es decir, debe predominar en su actividad el diálogo comunicador-oyente antes que una técnica vocal exclusivamente basada en el dominio del sonido. Parece que esa facultad es competencia del hemisferio derecho del cerebro, que es el que regula la entonación, evitando la monotonía y creando en el oyente una adicción a las inflexiones vocales, a lo que se sumaría después, por supuesto, el interés natural o cultural por aquello que se está describiendo. De esa voz podría hablarse como de una voz poética, flexible, que usa timbres y colores especiales para fabricar recursos y que produce en el auditorio un efecto catártico: un golpe de glotis, un suspiro, un acento expresan más y mejor que una prolija descripción. Quien domina los recursos domina los géneros. Harvey nos ofrece la historia del morisco Román Ramírez, acusado de brujería por la Inquisición por el mero hecho de recitar de memoria novelas de caballería. Su técnica consistía en memorizar el número de capítulos, trufarlos con las líneas principales de la aventura, añadir el nombre de personajes y lugares donde se desarrollaban las acciones y tener finalmente una gran imaginación y un uso privilegiado del lenguaje oral para que aquello pareciera el recitado de un libro (12). Y sin embargo lo que está revelando esa práctica es una técnica oral previa que el libro se apropiará a partir del siglo XV y más en concreto desde la invención de la imprenta: la coherencia textual y la organización en partes o capítulos, elementos a los que añadirá luego -al acabar el escrito y como información complementaria- el nombre del inventor o autor, al estilo de los juglares que terminaban su recitado o canción con una mención autoral, costumbre que por cierto ha llegado hasta nuestros días con los pliegos de cordel y sus difusores, los ciegos ambulantes. Otras técnicas, como la de la asimilación y memorización de los textos leidos a través de un bisbiseo y el movimiento de los músculos de la cara como si se estuviera pronunciando a media voz lo que se lee, todavía se pueden apreciar hoy tanto entre algunos clérigos como entre personas que encuentran dificultad en la lectura y suponen que la palabra leida con intención de meditar o recordar debe ser aprisionada en la boca y saboreada antes de ser manducada y deglutida, según la terminología usada por Marcel Jousse para explicar la aprehensión de la palabra hablada desde un punto de vista antropológico (13). El dominio de la voz y su correcto uso crearían así un nivel diferente de relación y darían un giro a las polémicas entre conceptos como culto y popular, escrito y oral, épico y lírico, pagano y cristiano, porque vendrían a constituir una forma de transmisión, un soporte de comunicación que conjugaría al tiempo todas las vertientes posibles del conocimiento para dar más fuerza al mensaje en el momento de exteriorizarlo.
Otra cosa es el sentido o la importancia que tengan, según las épocas, un manuscrito o un impreso frente a las características cambiantes de la voz que, por su misma cualidad de evanescente y por las dudas que pueden suscitar sus fuentes, no ayudan a confiar en lo transmitido y van creando alrededor del propio repertorio una aureola de material poco veraz. Se ha consagrado el principio de que lo escrito, aquello que no se puede alterar, es igual a la verdad. Parte de la culpa la tiene la personalidad de algunos de esos juglares y escaldos a quienes Jorge Luis Borges ya atribuía una “conciencia literaria” además de su intención creadora (14). La escritura se abre camino en el tiempo en su intento de dar una verosimilitud al pasado, en su pretensión de resolver el drama de la historia. Pero en su mismo interés por fijar se descubre el germen de sus debilidades, porque la escritura separa el contenido de lo escrito de la realidad, tal y como hacía la oralidad desde mucho antes. Parece, sin embargo, que, en la época de la que hablamos, la voz y los signos escritos todavía luchan en pie de igualdad por conseguir convencer y hasta entusiasmar al auditorio. Un intérprete y su voz son los portadores de la tradición y ésta es el conjunto de creencias y ritos que definen a una comunidad y delimitan su contenido cultural. Son, por tanto, la historia y la costumbre; la vida que se perpetúa en la memoria como remedio contra la muerte y la desaparición. Incluso puede advertirse en las primitivas y misteriosas inscripciones rúnicas algunas connotaciones referentes a la fuerza de la voz que debe pronunciar la fórmula inscrita en una suerte de destino común para ambas formas de comunicación.
Decía antes que los siglos centrales de la edad media son propicios para que voz y signos escritos contiendan por obtener la credibilidad de la sociedad. No se puede pensar que la derrota aparente de la voz signifique la pérdida completa de su influencia. Cierto que la crítica ha analizado siempre los textos, incluso los que proceden de una oralidad incontestable, desde la perspectiva de la mentalidad literaria. Historiadores y filólogos diseccionan el cuerpo poético sin intención de acceder al aliento intangible, que es el resultado de una forma de ser. Pongo un ejemplo: con más o menos habilidad se puede trascribir a la poesía el resultado de una batalla o los hechos ejemplares de algún monarca o de un santo, pero resulta imposible describir una canción o pintar sus inflexiones, que además suelen variar cada vez que se interpreta.
En cualquier caso todavía llega a nuestros días –renovada por el entusiasmo del romanticismo aunque lastrada por sus defectos- la corriente ininterrumpida de esa tradición oral representada por los últimos poseedores del arte verbal que han sabido superar con éxito la obligada reacción, la ardua incompatibilidad entre generaciones sucesivas en materia de gustos y modas. Pero esa continuidad no es casual; ya he comentado en alguna ocasión que la perfección de la voz siempre sedujo al ser humano, por encima de las corrientes estéticas. En épocas remotas porque su eficacia trascendía la simple irracionalidad y confería al individuo un cierto poder. Más tarde porque el dominio de tal recurso equivalía al dominio de las voluntades y de los sentimientos, de modo que se usó como arma para convencer y vencer. Thomas Carlyle, el escritor escocés a quien se atribuyen excesos nacionalistas, descubre al mundo de la literatura en pleno siglo XIX la actividad del narrador Snorri Sturluson, autor en la décimotercera centuria de la obra Heimskringla, traducida al inglés como The Early Kings of Norway (15). Snorri ofrece las biografías de dieciseis reyes en forma de saga pero confiesa que tales historias se basan en poemas compuestos previamente para ser recitados o cantados ante los reyes o ante sus hijos en las cortes en las que reinaron. Carlyle traduce a Snorri comparándole a Homero pero sin colocarle a su altura por atribuirle –con injusta severidad- una rudeza expresiva y una pobreza melódica. Pocos años más tarde Richard Wagner, músico romántico y por tanto artista enamorado de los llamados siglos oscuros, nos recuerda en Tannhäuser (16) una disputa medieval entre poetas improvisadores, príncipes de la palabra. Heinrich Tannhäuser y Wolfram von Eschenbach dirimen cantando sus opiniones acerca de la naturaleza del amor, pie forzado que les ha propuesto el príncipe de Turingia. La sala donde se desarrolla el acto, especial para acontecimientos de este tipo, acoge a todos los nobles y a sus esposas que han acudido a la convocatoria del príncipe para contemplar el reto y ser testigos de la contienda vocal, de ese juego de improvisación cuyo ganador será premiado por la gentil Elisabeth, sobrina del príncipe. Tannhäuser, que ha pasado una larga temporada ausente de su tierra y de los suyos –en realidad ha descendido a los infiernos de la sensualidad donde reina Venus- ha renunciado a su vínculo con la diosa del amor, convencido de que su “salvación” está en la Virgen María. La conversación con Elisabeth, previa al concurso en la sala de los juglares, desvela que su amor por ella sigue intacto, pero en cuanto von Eschenbach inicia su cántico excesivamente espiritual, Tannhäuser, como poseído, grita la falsedad de un amor platónico y reivindica la plenitud del amor procedente de los sentidos...
“Para alabar a Dios, allá lejos, en sus alturas celestiales,
elevad los ojos al cielo y contemplad las estrellas.
La adoración conviene a tales maravillas
porque son intangibles. Pero lo que se ofrece a mis caricias,
ese corazón, esos sentidos, tan cerca de los mios,
ese cuerpo hecho de la misma carne
que se inclina hacia mí en dulce flexión...
quemado por un deseo eterno
siempre encuentro en esa fuente un alivio”.
Ese sentimiento tan humano es, precisamente, lo que le infunde vida al amor. Wagner hace confesar a Tannhäuser: “Sin deseo, qué arido puede ser el mundo”. Y es que para el artista romántico la voz de Wolfram, esa que queda muda ante los encantos de Elisabeth, no termina de penetrar en la auténtica belleza y se conforma con contemplarla a distancia. Por eso, si Tannhäuser se arroja en los brazos de Venus no es sólo para satisfacer un instinto licencioso sino para desafiar lo establecido, para romper con las normas, tanto las morales como las estéticas.
Todos conocemos el escándalo que provocan sus palabras entre los nobles y la condena del príncipe a que peregrine a Roma para obtener el perdón del papa Urbano IV. Elisabeth le esperará rezando por su alma y, al regresar el penitente rechazado por el Santo Padre, se produce el maravilloso milagro de la oración –la voz del amor espiritual y perseverante- ya que la vara del peregrino florece, cumpliéndose así la condición impuesta por el papa para poder perdonar al pecador...
Wagner está jugando con elementos antiguos y nuevos, históricos y dramáticos pero, lo importante para nuestro caso, es que está rememorando en una ópera ochocentista esa costumbre que fue tan frecuente en la época de los trovadores o juglares y aun después: Trobar, es decir encontrar el término, la palabra justa, el concepto exacto, y cantar, es decir conferir a esa palabra la expresión adecuada. A mi juicio, el argumento de Tannhäuser no es sólo un enfrentamiento entre el espíritu y los sentidos, sino un desafío orgulloso de la propia voz, la búsqueda grialesca de la palabra nueva, sabrosa y fructífera, contra el verbo reiterativo que al repetirse una y otra vez sin sentido se ha estragado, ha corrompido su significante y su significado. A la comunicación abstracta, estrangulada por la idea, se opone el acto concreto de conocer y sentir dentro de una experiencia vital que aporta, como en el caso del amor, frescura y pasión al acto poético o musical. Porque, como diría Zumthor, la actuación del intérprete compromete a toda su persona: “el conocimiento, la inteligencia, la sensibilidad, los nervios, los músculos, la respiración, un talento para reelaborar en un tiempo muy breve…” (17). No hablamos ya, por tanto, de juglares anónimos, de bardos transgresores, de trovadores enamorados, de actores falaces, de clérigos amonestadores, de poetas ingeniosos, sino de “personas”, que traducen un compromiso –el de comunicar sabiduría- a través de su voz, que envuelve al oyente y le eleva por encima de la realidad, destacando al mismo tiempo su pertenencia a una tierra y a una cultura y subrayando con trazos indelebles el valor mítico de la memoria. Personas especializadas, pues, en un acto de comunicación que consiste en recibir y dar en constante alternancia: primero se forman la mentalidad (que sirve para entender) y la memoria (con el fin de aprender, interiorizar y recordar), para después utilizar la voz y el gesto en el acto de entregar.

Si nos acercamos siquiera brevemente a la formación de la mentalidad, tendremos que aceptar que el hombre no nace desnudo. Le arropan al venir al mundo las sombras del pasado y le mecen ya los vaivenes de una identidad cuando aún no se ha separado de la cuna. La mentalidad es la cultura y modo de pensar que una persona adquiere al contacto con su familia y con el grupo humano que le rodea. Cuando esa cultura le caracteriza frente a otros, le confiere una identidad. Hay un tipo de identidad "natural", procedente de la acumulación de valores éticos y estéticos, que se va formando en una comunidad a lo largo de su historia, y hay otra especie en la que, con todas esas cualidades, se construye un modelo de comportamiento colectivo, algo así como un espejo en el que nos reconocemos y nos reconocen los demás. Durante siglos, la enseñanza de ese comportamiento se hacía a través de fórmulas atractivas, convincentes, que envolvían al auditorio y le seducían sin remisión por serle familiares. Entre esas fórmulas, hubo quien supo desentrañar antiguos métodos que el buen uso, la experiencia y la práctica habían perpetuado. El jesuita Marcel Jousse, ya lo hemos visto, estudió las que asociaban el ritmo con el mensaje al analizar la palabra de Cristo y su perdurabilidad, pero también las que permitían incorporar lo aprendido a la existencia gracias a una masticación y deglución de la palabra en una suerte de personal eucaristía: lo que se aprendía se convertía de ese modo en algo vivido, porque no sólo se manducaba y se tragaba lo enseñado sino al propio enseñante tras una especie de ritual antropofágico en el que la deglución incluía la asimilación de las virtudes de lo comido. Jousse confiesa haber sentido la misma sensación en su infancia, al contacto con el lenguaje campesino de su tierra natal en el que el estilo concreto (comparaciones, oposiciones, paralelismo) iba indefectiblemente unido a los gestos, las cosas y las imágenes. Oir y sentir, hablar y notar...No me refiero solamente, por tanto, a esa palabra divina que por especial intercesión convertía a los que la oían, aunque no supiesen a ciencia cierta lo que escuchaban. Me estoy refiriendo también a esa voz capaz de trasmitir elementos y contenidos artísticos, sociales o culturales sobre la cual, por alguna razón tal vez íntima, psicológica, nos hemos negado generalmente a posar nuestra reflexión.
La vida de la cultura tradicional siempre ha estado en constante agonía, en perpetua lucha contra el olvido y contra la molicie del abandono. El interés, la dedicación, el gusto por lo propio y por los valores que pudiesen hacer más digna y más cierta la existencia fueron, durante siglos, el antídoto más eficaz contra aquella expiración crónica. Todos los conocimientos que se transmitían –fuese en forma de prosa o de poema, cantados o no- requerían una atención especial para ser fijados y una memoria tenaz para ser recordados y repetidos. Había que aprender e interiorizar. Algún reflejo instintivo y especial actuaba contra la desidia y la negligencia, para prolongar, más allá del tiempo, los mitos y sus personajes, la identidad y sus formas, la cultura y sus recursos. Creo sinceramente que si desapareciese todo eso algún día estaría en peligro la especie humana y su propia estimación.
Las modernas recopilaciones vienen a descubrirnos un secreto a voces. Se transmite en forma de melodías, recitados o escritura algo más que situaciones y temas concretos. Se entregan signos, enigmas, claves para interpretar la vida por encima de la estética, de la moda o de la propia voluntad de los individuos.
Pero independientemente de lo que se entrega, la memoria tiene sus métodos especiales, sus reglas mnemotécnicas, que sabemos surten efecto a partir de fórmulas no escritas. Una cantora de romances recuerda largas tiras de versos porque hilvana de continuo los bloques formados por una frase musical que contiene a su vez uno o dos octosílabos, como dicen que hacían los juglares o los cantores épicos. Lo importante es recordar “con holgura” la base musical para encajar mentalmente en ella el texto unas décimas de segundo antes de pronunciarlo y para poder zurcir apropiadamente la nota final de un bloque con la primera del siguiente, de ahí la importancia que tienen ambas notas cuya relación es esencial. Cada bloque puede contener fórmulas conocidas, frases, partes de diálogos, etc. que darán pie al siguiente y que serán repetidas hasta ser memorizadas. La representación interna de la acción tiene un papel capital en el desarrollo adecuado del argumento y en la recordación de los parlamentos. Como digo, una palabra, una frase, incluso una nota o una cadencia, pueden ser la clave para encabalgar inmediatamente la continuación. Es lo que podríamos denominar redundancia, cuya aplicación es aún más determinante que la repetición. La redundancia consistiría en repetir palabras concretas del mensaje, lo que permitiría, en el caso de que se perdiera una parte de ese mismo mensaje, reconstruir su contenido fundamental aunque se produjesen las inevitables variantes formales, que son el origen de las versiones.
Hay autores que perciben una cierta diferencia entre memoria y recuerdo. En el sufijo “memor” habría un uso voluntario de la inteligencia, mientras que en la recordación intervendría el corazón. Pero en ambos casos, memoria o recuerdo, estaríamos hablando del chispazo que haría encenderse en la voz las luces de una cultura colectiva. La memoria sería el método para hacer presente el motivo. Y motivos, personales o colectivos, ha habido y hay muchos: recuerda el individuo los cantos de su niñez y a su conjuro se despierta todo un mundo emocionado y poético. Los sefardíes recordaban para sobrevivir. Los serbios para mantener la identidad. Los navajos para seguir creyendo en el sol, la luna y el viento…
La memoria, entendida como la facultad de rescatar del pasado elementos fecundadores de la personalidad y de la vida, oscila así entre un recuerdo genético y la historia común. Su uso va más allá del simple recurso para inventariar datos y se reconoce como un principio eficaz sobre el cual articular ideas y relacionar conceptos y creencias.
Esas ideas son expresadas por medio del verbo. La misión de la palabra, por tanto, es modelarlas. Quien va a hacerlo, debe introducir sus conceptos en ese recipiente de la palabra, tallando a la fuerza el contenido y luchando contra el continente hasta hallar términos precisos y preciosos. Del mismo modo que un ebanista utiliza su gubia para desbastar la madera, o el herrero machaca el hierro para dar al metal la forma deseada, el poeta o el creador libran un combate singular con la palabra. Combate concebido como una logomaquia, si entendemos el término en el sentido de luchar contra cada uno de los verbos, vencerlos y obligarlos a que nos entreguen todo su valor. Parece innecesario decir que el cantor popular no sólo sabe contar historias, relatos razonables en los que él mismo o su mundo estén presentes, sino que usa las palabras para crear absurdos o imágenes abstractas, a las que desde luego contribuye su habilidad pero también la casualidad, el hallazgo fortuito o su tono vital. Una poetisa moderna, Susana Romano, cuenta su experiencia personal, sufrida en el proceso por el que pasaron tantos y tantos creadores populares, y la titula acertadamente Verbomaquia:
“No está en la mano la caricia figurada
ni en la boca el amor que se desglosa
ni en la esencia o aroma está la rosa
ni en el cuello está el beso de la amada.
Y se hace cuerpo sólo al ser nombrada
La palabra en que se halla cada cosa
Y que el silencio torna misteriosa
Y la voz la retorna renovada” (18).
Hermosa descripción para mostrarnos el camino que siguen la idea y el concepto para nacer, para llegar a convertirse en verbo y alcanzar su naturaleza formal a través de la voz.
Observemos, por otra parte, que quien transporta sus imágenes y conceptos a un lenguaje formal se comporta de manera diferente si ese lenguaje va a ser oral o escrito. El lenguaje literario se crea pensando en el lector y el oral en el oyente y es evidente que ambos tienen diferentes exigencias. Eso sí, quien actúa para transmitirlo después, tiene la ventaja de que puede mezclar ambos estilos, literario y oral, en su representación, haciendo uso indistinto de las dos fuentes. La fuente oral, vuelvo a repetir, no debe ser analizada exclusivamente desde los patrones estéticos de la literatura o desde los académicos de la filología. La hermosura y complejidad de las producciones orales cuentan con algunos elementos diferentes de las producciones escritas y a esos elementos y a sus características dedicaré al final unos minutos. De nuevo el modelo lógico para lo inexplicable. Pero además de esa complementariedad entre idea y concepto, la realidad es que lo oral y lo escrito no se producen en estado puro casi nunca. Todos sabemos cómo un poeta culto recita sus propias invenciones antes de escribirlas para ver cómo le suenan y también conocemos la costumbre antigua de leer en público los pliegos para que se convirtieran, a partir de ese instante, en material condicionado por la memoria y la oralidad de los oyentes iletrados.
Desde hace siglos, pues, lo escrito y lo oral se entremezclan en una combinación difícil de controlar y de seguir por lo cambiante de su forma. Lo que hace la forma es fijar el verbo y la expresión en un marco. De ese marco existen varios tipos. A veces la expresión se encarna en una fórmula, y requiere por tanto un principio y un fin (recordemos los clásicos “érase una vez…” o el colorín colorado”, con que principia y acaba un cuento). El interlocutor, la persona que escucha, debe conocer el marco, estar habituado a sus límites y compartir patrones culturales básicos. Quien usa el lenguaje debe justificar constantemente su relación con él. Tal relación obliga a dominar las fórmulas de expresión. En cualquier caso, parece que un repertorio se crea a partir de la mentalidad personal y de los rasgos identitarios y se perpetúa en una transmisión oral adecuada. Sólo de ese modo se explicaría que algunos romances o relatos épicos, algunas leyendas en las que aparecen mitos o algunos cuentos de oscuro simbolismo hayan sobrevivido al paso del tiempo protegidos contra el olvido y blindados contra el anacronismo. De baladas como la de “Amor más poderoso que la muerte” o “Delgadina”, la mentalidad popular salva y destaca los conceptos morales que dan fuerza al relato, no su descripción misma. Es decir, quien transmite esos textos está más preocupado por reflejar la relación entre el conde Olinos y su suegra o entre Delgadina y su padre, que los ropajes o el color del caballo o los detalles del palacio. La pintura, por tanto, es de símbolos y no de colores o paisajes. Quien repite los versos antiguos que en su origen tuvieron una justificación, busca ahora una trama que dé sentido a su mundo de creencias y relaciones. Si nos damos cuenta, por ejemplo, casi todos los romances pueden dividirse en dos grandes apartados –religiosos y profanos- y casi todos, asimismo, nos presentan un personaje de protagonista (con sus cualidades o defectos), o una pareja (con sus relaciones más o menos diversificadas) o un asunto familiar (que ejemplifica y da solución a determinadas situaciones). Por imitación o rechazo se va produciendo así una asimilación de comportamientos que encauzan la educación de las nuevas generaciones. Otra cuestión es que esos comportamientos vengan condicionados por ideas religiosas, sociales o políticas, matizando o dirigiendo el repertorio hacia una moralidad determinada en detrimento de una moral natural. En cualquier caso, en el primero o dos primeros versos de un romance, ya se marcan las características que habrá de tener como continente y como contenido: su esquema rítmico, sus cadencias y acentos, su estructura sonora.
Para dramatizar todo eso se requiere una representación. Actuar, interpretar, es plasmar una expresión determinada en una representación única e irrepetible que exterioriza la forma y la añade gestos y detalles. La actuación diferencia al arte verbal de la literatura. Como ya he dicho, en el patrimonio oral esa exteriorización seguía habitualmente un proceso: se partía de unas creencias (la tradición), esas creencias se transformaban en expresiones susceptibles de ser trasmitidas (la creación) y se exponían finalmente ante un público (la representación). Jacobson veía en ese proceso seis factores fundamentales y necesarios: un hablante, un oyente, un código, un mensaje, un contexto o referente y una conexión psicológica entre hablante y oyente (19). En toda esa evolución se utilizan marcos adecuados para la correcta comprensión de lo que se quiere transmitir (lenguaje común, conocimientos tópicos, etc.), pero también se concede gran importancia a una imprescindible fidelidad a la tradición que se manifiesta en la elección de determinadas fórmulas de un lenguaje antiguo constitutivas de un código especial, conocido por los que escuchan. Sobre la base de ese código antiguo está construida una parte del repertorio que cada generación reconoce como propio y sobre sus cimientos edifica el intérprete cada actuación. Casi siempre esa actuación conlleva unos elementos imprescindibles que le dan carácter y marcan diferencias. Esos elementos son el evento, el acto, el lugar, el protagonista, el género, el receptor y el destinatario. En tiempos recientes, un nuevo elemento ha venido a incorporarse de forma accidental a la actuación: la diferencia que se observa en el resultado de la transmisión oral cuando la interpretación se produce ante un público habitual o ante un recopilador. Es normal que quien transmite, sospeche que la persona que le está entrevistando fuera del momento concreto de la intervención ritual, no va a comprender necesariamente los patrones o marcos culturales que él está usando. Debe traducirle, por tanto, y no seducirle, como haría con sus convecinos. El esfuerzo es mayor y el resultado notoriamente – por no decir decepcionantemente- distinto.
El ejercicio de seducción, recordémoslo, se desarrollaba en varios planos en los que intervenían la belleza, la sorpresa, la naturalidad, la frescura, elementos todos ellos combinados o aislados pero siempre usados como recurso para reclamar la atención y para mejor comunicar el mensaje que había de quedar grabado en la memoria del auditorio. Porque tras la asunción e interiorización de un discurso había que modificar su naturaleza y transformarlo en representación. Las palabras se convertían en sugerencias sonoras sin olvidar que vocalidad y gestualización debían presentarse inevitablemente unidas en la actuación.
Creo que todos estos razonamientos y otros que no puedo aportar por razones de tiempo, me invitarían a formular, para terminar, un decálogo de esos recursos que permitieron a algunos cantores de épocas y lugares muy diferentes, destacar por encima de unos grupos humanos que conocían el arte de cantar, que lo apreciaban e incluso lo practicaban en su vida cotidiana. Pero la transmisión cantada de calidad –diferente de la otra que cualquier persona podía generar- se distinguió siempre por estar basada en una destreza del intérprete para crear imágenes y para transformar un simple término en un concepto y además de forma artística y diferencial.

1. Comenzaría hablando del amor al sonido, del placer de transformar la imaginación en eco. Zumthor decía : “el amor a la palabra es una virtud, su empleo, un gozo” (20). La primera sensación que debe tener un buen cantor es el deseo de cantar. La necesidad de interpretar, porque el sonido que va a emitir su garganta le transmite buenas vibraciones, le centra en su mensaje y además le representa (21).
2. La preparación propia y del público es esencial. Una concentración adecuada y la enunciación de los razonamientos que a uno le impulsan a cantar siempre fueron un prólogo favorable para escuchar después el canto esencial. Del trovador Guillén de la Torre se decía que cuando iba a cantar hacía previamente una justificación más larga de lo que luego era la canción misma.
3. La tercera cualidad es la capacidad de adecuación: el intérprete debe adecuar el sonido al texto y éste a su actuación, de modo que la voz sea el vehículo perfecto para transitar por los caminos de la poesía y de la música. Todo ello debe, en último término, adaptarse al auditorio y dotar al mensaje de un ritmo propio e interno.
4. En la cuarta norma, el cantor debe incorporar la intencionalidad. Es éste un recurso que aumenta la expresividad y que matiza las posibilidades del arte verbal confiriéndolo una fuerza distinta del volumen o de la intensidad en el sonido. La intencionalidad se produce en muchas ocasiones cuando el cantor hace coincidir en una misma nota los acentos métrico y rítmico, transmitiendo una serie de fenómenos que el oyente percibe a través del sentimiento y de la inteligencia
5. En quinto lugar el intérprete debe usar la decisión: emitir con autoridad y seguridad. El bardo o skop que canta en el poema germánico Widsith reconoce, por ejemplo, que la experiencia, la vida y los viajes han sido su escuela: “Así he recorrido las tierras remotas de todo este mundo: lo bueno y lo malo me cupo probar, de parientes privado, lejos de amigos…Sé por ello cantar y contar las historias” (22). La aventura no es sólo una forma peligrosa de vivir sino un catálogo de normas de comportamiento. Quien ha sufrido esa existencia tiene autoridad para contarla.
6. De esa autoridad y decisión se deriva la credibilidad. No es necesario que lo que se relata sea cierto; en realidad, en la transmisión no se persigue la veracidad: Snorri Sturluson traduce en su Heimskringla aquello que es posible, no lo que se puede certificar. Él se dirige a la capacidad de creer de quienes le escuchan: exige que su auditorio se remonte del suelo en el que pisa y, a lomos de la fantasía, cabalgue por encima de la realidad.
7. La pronunciación es básica. Una buena dicción, bien timbrada, mesurada en las inflexiones, ayuda a que el mensaje emitido se comprenda a la primera. También contribuye a ello una buena colocación dentro del espacio en que se va a desarrollar la transmisión. Colocarse y colocar la palabra en la boca es esencial, casi mágico (23) porque la voz es también gesto corporal.
8. Debe existir un equilibrio en todo el cuerpo. Una equidad del canto con el acompañamiento musical. Quintiliano describe asombrado la habilidad de algunos citaristas: “¿No atienden simultáneamente a la memoria, al tono y a las inflexiones de su voz, mientras con la derecha pulsan unas cuerdas y con los dedos de la izquierda tiran de ellas, las acallan y preparan las cuerdas que deben seguir, sin dejar quieto el pie, que lleva el compás formal del tiempo?”. Y el príncipe Horn, escondido bajo un seudónimo en la corte irlandesa, interpreta maravillosamente al arpa una famosa canción: “Aquel hombre, sobre todos los allí presentes, causaba asombro. Cuando terminaba un tema, elevaba el volumen de las cuerdas y las hacía sonar de manera diferente. Muchos se quedaban atónitos ante aquella música. Luego, con voz clara y decidida,… dio comienzo a la canción de Rigmel. Después de cantar hacía repetir a las cuerdas con exactitud lo que había dicho con su voz. Cantó la canción entera sin omitir nada: ¡Dios, cómo le escuchaban sus oyentes!” (24).
9. El intérprete debe mostrar habilidad para hacer flexible su intención de comunicar y respetar al tiempo la estructura orgánica de la composición. Tomar el suficiente aire para que las frases salgan enteras, sin interrupción de su sentido completo. Respirar correctamente para medir el tiempo y generar el ritmo. Aplicar eventuales recursos al fraseo –como los incisos, acortando la última nota de un período musical y enfatizando la primera del período siguiente-…Todo ello con libertad pero sin caer en el exceso. Una frase musical se compone de notas y, al igual que una serie de palabras sueltas no forman un pensamiento, la frase musical tiene una conexión lógica que responde a las leyes del entendimiento y de la estética. Algo aparentemente tan sencillo cuando se ejecuta bien se basa en un aprendizaje práctico muy difícil de transcribir a un lenguaje teórico.
10. Para terminar, es imprescindible la confianza del intérprete en su voz y en su mensaje. Esa confianza se deriva de una certeza: la excelencia de la voz como recurso para expresarse y relacionarse. También, de la constatación del uso de la voz como recurso fónico, como medio estético, como fórmula de comunicación, como vehículo de transmisión de sabiduría, pero asimismo como cura de humildad: todo lo que dice el intérprete ya se había dicho y se continuará diciendo, aunque sea de una forma distinta a la suya. Deor, poeta y juglar del siglo VIII, protagoniza una elegía en la que va comparando su sufrimiento por haber perdido el favor de su señor con otras vidas malaventuradas que le precedieron. Deor termina las estrofas de su canto con un estribillo manriqueño que nos hace reflexionar, por lo terrible y descarnado de su contenido pero también por la naturalidad y entereza con que se acepta la fatalidad de un destino caprichoso y siempre sorprendente: “Aquello pasó y esto también pasará” (25).



Notas

(1) Véase una traducción del poema de 142 versos en S.A.J. Bradley: Anglo-Saxon Poetry, London, Dent, 1982.
(2) W. Salmen: Der Spielmann im Mittelalter, p.63. Innsbruck, 1983
(3) L.T. Topsfield: Les poésies du troubadour Raimon de Miraval. Paris, Nizet, 1971
(4) Martín de Riquer: Los Trovadores. Barcelona, Planeta, 1975 p.986. Sigue la traducción de L.T. Topsfield: Raimon de Miraval and the art of courtly love, en “The Modern Language Review” LI, 1956.
(5) Guiraut Riquier: Súplica sobre el nombre de los juglares. Sigo la traducción y edición de Jesús D. Rodríguez Velasco: Castigos para celosos. Consejos para juglares. Madrid, Gredos , 1999, p. 288
(6) En la Suma Teologica. Parte I-II, Cuestión 47, artículo 3 escribe: “…dice el filósofo en II Rethoric. que en el juego, en la risa, en la fiesta, en la prosperidad, en la culminación de las obras, en el placer honesto y en la esperazna bien fundada no se irritan los hombres”
(7) Raimon Vidal de Besalú: El arte del juglar. Traducción y edición de Jesús D. Rodríguez Velasco: Castigos para celosos, consejos para juglares, Madrid, Gredos, 1999, p.202
(8) Ibid., p. 288
(9) Egon Wellesz: Música Bizantina. Barcelona, Labor, 1930
(10) San Agustín: Confesiones IX, 7.
(11) Peter Dronke: La lírica en la Edad Media. Barcelona, Seix Barral, 1978, pp.48-49
(12) L. P. Harvey: Oral composition and the performance of novels of chivalry in Spain . Forum for Modern Language Studies. Vol.X nº 3, 1974, p.270
(13) Marcel Jousse: La manducation de la parole. Paris, Gallimard, 1975
(14) Jorge Luis Borges : Literaturas germánicas medievales. Madrid, Alianza, 1980, p.99
(15) Thomas Carlyle: The early Kings of Norway, 1875. Hay muchas ediciones gratuitas en Internet.
(16) Richard Wagner: Tannhäuser und der sängerkrieg auf Wartburg. Estrenada en Dresde en 1845 en la Hofopera
(17) Paul Zumthor: La letra y la voz de la literatura medieval. Madrid, Cátedra, 1989
(18) Susana Romano: Verbomaquia
(19) Roman Jakobson: Arte verbal, signo verbal, tiempo verbal. Mexico, Fondo de cultura económica, 1992
(20) Paul Zumthor: La letra y la voz de la literatura medieval. Madrid, Cátedra, 1989, p.89
(21) Todavía se ha podido recoger hoy entre los siberianos melodías personales o propias que representan indiscutiblemente a cada individuo. Las culturas más antiguas solían poner la voz a la misma altura que el nombre, la fisonomía y el alma de una persona. Véase A.M.Sagalaev y I.V. Oktyabrskaya: La cosmovisión tradicional de turcos del sur de Siberia. Novosibirsk, 1990
(22) Luis Lerate de Castro: Beowulf y otros poemas antiguo germánicos. Barcelona, Seix Barral, 1974
(23) Recuérdese que la actitud de nombrar, de decir, se equipara en algunas religiones al acto de la creación. Tolkien, gran sintetizador de mitos, hace que Ilúvatar –el único, el Dios- convoque a los Ainur, “vástagos de su pensamiento” para que creen juntos una gran música. Sus voces, “la música y el eco de la música desbordaron volcándose en el vacío y ya no hubo vacío” (El Silmarillion)
(24) M.K. Pope: The romance of Horn, 1955
(25) Deor. Exeter Book. Exeter Cathedral Library, 2501