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No debe extrañarnos que entre la colección de grabados titulada "Los gritos de Madrid", realizada por el artista Miguel Gamborino a finales del siglo XVIII, y que representa en 72 imágenes a los pregoneros que iban voceando sus mercancías por la capital de España, -no debe de extrañarnos, digo- que entre esos grabados no aparezca ningún vendedor de vino. El vino es uno de los pocos y privilegiados productos que, si es bueno, se pregona por sí mismo. Antiguamente, para anunciarlo, bastaba con que a la puerta de la taberna donde se iba a despachar se colocara un ramo de olivo o de pino, costumbre que significaba que en el establecimiento en cuestión se sacaba vino nuevo y que aún es recordada en aquel refrán que dice "Quien ramo pone, su vino quiere vender" o en aquella otra adivinanza que lo dice de forma más complicada:
Aquel brazo vencedor
de todo estado de gente
vi vender con deshonor
atado como traidor
con ramo y públicamente,
vistiendo piel de animal
sin cabeza, pies ni manos,
quitándole cada cual
el espíritu vital
teniendo tres brazos sanos.
Vi ser a muchos vendido
por precio determinado
y entre todos repartido
y en lugar muy escondido
ser metido y empozado
do tenía tanto poder
y estaba tan esforzado
que a todos podía vencer
derribar y someter
por no haberle bautizado.
Esta costumbre de bautizar al vino, practicada por algunos vinateros para rebajar el grado y por otros para obtener mayores beneficios, dio origen a aquel refrán que dice: "Vino bautizado no vale un cornado; vino moro, plata y oro". El cornado era una moneda que duró hasta el reinado de los Reyes Católicos, de cuyo escaso valor cabe deducir el poco aprecio que se le tenía al vino aguado. "Agua al vino es desatino"; lo mismo que si la operación se efectúa en sentido inverso, pues "Quien echa vino al agua, de dos cosas buenas hace una mala". Tal vez provengan estas paremias del hecho de que bajo tales circunstancias pierde el vino muchas de sus perfecciones, atenuándose su acción tónica y eliminándose su capacidad diaforética, cualidad que dio origen al famoso proverbio "Al catarro con el jarro", pues el enfermo que bebía vino caliente con romero y espliego macerados sudaba más y por tanto sanaba antes. Ésta y otras razones hicieron exclamar a nuestros antepasados "Con aceite y vino bueno, media botica tenemos", dando a entender no solamente que ambos productos eran primordiales para una correcta alimentación, sino que además podían ser utilizados como bálsamo. Recordemos que ya el buen samaritano, en el capítulo décimo del Evangelio de San Lucas cura al pobre maltratado vendando sus heridas tras haber echado en ellas "aceite y vino". Por eso dice una paremia médica: "Aceite y vino, bálsamo divino", subrayando otra: "Cuidado con la llaga que el vino no sana", por desconfiar de la herida con la que no pueden las virtudes antisépticas, coagulantes y cicatrizantes de un buen zumo fermentado.
Este poder sanador y vitalizador se ve reflejado en casi todas las expresiones populares que tratan acerca de su fuerza y atributos, sean dichos, refranes, brindis o acertijos como éste, por ejemplo:
¿Cuál es aquel poderoso
que desde oriente a occidente
es conocido y famoso?
A veces fuerte y valiente
otras temido y odioso,
quita y pone la salud
muestra y cubre la virtud
en muchos más de una vez
y es más fuerte en la vejez
que en la alegre juventud.
Múdase en quien no se muda
por extraña preminencia;
hace temblar al que suda
y a la más clara elocuencia
suele tornar torpe y muda.
Con diferentes medidas
mide su ser y su nombre
y suele tomar renombre
de mil tierras conocidas.
Sin armas vence al armado
y es forzoso que le venza,
y aquél que más lo ha tratado
mostrando tener vergüenza
es el más desvergonzado.
Y es cosa de maravilla
que en el campo y en la villa
a capitán de tal prueba
cualquier hombre se le atreva
aunque pierda en la rencilla.
La historia ha demostrado documentalmente en más de una ocasión que el vino posee ese poder que le atribuyen los poetas populares. En el Diario de un burgués de París en tiempos de Francisco I se puede leer la siguiente y curiosa noticia: "La mujer del señor La Vernade, magistrado de esta capital, falleció de repente en julio de 1519. Se hizo la autopsia al cadáver y se vio que la muerte había sido producida por un gusano que le había perforado el corazón. Se aplicó sobre el gusano un trozo de miga empapado en vino y el animal murió de inmediato. De donde se sigue que es conveniente tomar pan y vino por la mañana, al menos en épocas de peligro, para no pillar el gusano". Tan llamativa noticia trae a cuento la creencia de que el hombre tiene en su cuerpo dos gusanos con los que convive (uno en el oído, al que, si muerde, se le aplaca con leche, y otro en el estómago al que todas las mañanas hay que anestesiar antes de que despierte con una copa de vino o de aguardiente). Esta suposición es tan antigua y está tan extendida que hasta hombres de ciencia incontestables se han interesado por el curioso fenómeno. Pasteur decía que el hombre en ayunas podía figurar con todo merecimiento entre los animales venenosos y ello porque en la saliva del ser humano recién levantado de la cama existe un parásito mortal que sólo desaparece si se le arrastra hacia el estómago con algún alimento o una bebida fuerte como el vino. De todo ello deducen algunos folkloristas que la expresión bien conocida de "matar el gusanillo" era la forma más práctica y tradicional de acabar con ese bicho maligno de dos tragos. Diego Gutiérrez, en sus preciosos Discursos del pan y del vino del Niño Jesús, habla de matar el gusanillo en un sentido totalmente diverso, pero lo traigo a colación por tener que ver con el tema; dice el autor que para matar el gusanillo "o revolvedera o coquillo que anda entre las vides, lo mejor es dejar un sarmiento sin podar, al que acudirá la sabandija, y dando un golpecito o dos en dicho sarmiento caerán los coquillos, y que si fuese revolvedera se quite con la mano". Dice también que si quien va a hacer el trabajo fuese "persona regalada" (es decir poco amiga de trabajar), con hacer esto un rato por la mañana hará mucha labor.
Sea por estas o aquellas razones, o simplemente por la acción termógena del alcohol ("más abrigan buenas copas que malas ropas") lo cierto es que el vino tomado a primera hora quedó como paradigma de remedio para la galbana matutina: "Remojar la garganta es saludable por la mañana", decían los antiguos, y a ellos me atengo al ofrecer aquí estas expresiones populares. Sabemos también por antiguos tratados, que el vino tenía una innegable influencia sobre la salud si se aplicaba en los llamados días judiciales. Rodrigo Zamorano, un riosecano ilustre que escribió la Cronología y reportorio de la razón de los tiempos, llamaba a esos días judiciales días “críticos”, de crisis, “que según Galeno –escribía él- es una vehemente y súbita mudanza que se hace en las enfermedades, mediante la cual el paciente camina a la salud o a la muerte. Y porque los médicos por esta mudanza juzgan el fin que tendrá la enfermedad, la nombraron crisis, que quiere decir juicio: de crino, verbo griego que significa juzgar, deliberar o discernir. O porque la naturaleza juzga y da muestras de buen o mal suceso declinando hacia la salud o muerte. O porque de las señales que ella muestra juzga el buen médico el suceso que se espera de la dolencia...” Zamorano aprovechaba la circunstancia para comparar el cuerpo humano con una ciudad bien ordenada “donde la virtud o natura es el rey, la enfermedad un tirano que contra él se levanta y la crisis es la contienda y batalla que entre los dos pasa.”
Otro astrónomo, Jerónimo Cortés, cuyo lunario se publicó en innumerables ediciones desde el siglo XVI al XX, llama a los días judiciales “caniculares” y escribe que “la común opinión de los astrólogos y médicos expertos es que los días caniculares duran por espacio de cuarenta días, que es lo que se detiene el sol desde que nace con la canícula hasta que acaba de pasar toda la imagen del signo del León. Este espacio de tiempo y días caniculares son tan fuertes y perniciosos que Hipócrates vino a decir y aconsejar a los médicos no diesen medicina alguna a los enfermos en dicho tiempo salvo si fuese vino”.
Estas y otras consideraciones por el estilo provienen de la propia experiencia o de la que se fue acumulando en libros como el mencionado lunario de Jerónimo Cortés, quien recomienda taxativamente que no se tomen purgas estando la luna en signos que dominan como Aries, Tauro y Capricornio, porque se vomitan y no se pueden retener en el estómago, y continúa diciendo: “Siempre que la luna se hallase en signos acueos, hará buen efecto la purga. Pero adviértase que si la purga fuese bebida conviene que la luna esté en escorpión, y si fuese bocado o lectuario la luna debe estar en Cáncer. Y si fuesen píldoras en Piscis: y de esta manera los efectos saldrán muy buenos y salutíferos”. Cortés termina el capítulo dando una tabla de purgas y sangrías para saber cuándo convendrá aplicarlas y cuándo no.
Nicolás Florentino confería también gran importancia a la luna aunque se curaba en salud haciendo la salvedad de que “aunque la luna señale e influya una cosa, Dios nuestro señor puede, y está en su mano ordenar, otra muy diferente, y que no pocas veces por yerro de los médicos, por algún desorden de los enfermos o por otras causas, se hace mortal la enfermedad que de suyo no lo fuera”. Según sus palabras, “para juzgar el suceso de la enfermedad se han de saber dos cosas. La primera, el propio día que comenzó la enfermedad o se sintió de mala gana. Y la otra, el día de la conjunción propasada. Sabidas estas dos cosas bien y fielmente, se miran los días que hubiese desde el día de la conjunción hasta el día que comenzó la enfermedad inclusive. Sabido, pues, este número de días, se buscará por la tabla siguiente (y adjunta una tabla) y enfrente de aquel número se hallará el suceso de la enfermedad”. La dicha tabla contiene treinta números alguno de los cuales contiene unas explicaciones que me parecen tan poco exactas como las predicciones del Zaragozano, que a veces pronosticaba que llovería...o no. El número 11, por ejemplo, habla de un proceso tras el cual el enfermo “presto sanará o luego morirá”. Pese a tales vaguedades –o tal vez precisamente por ellas- estos libros tuvieron un éxito notabilísimo, sobre todo entre los que quedaban vivos y podían contarlo, resultando del todo imposible a los muertos hablar en contra de sus efectos.
Con un animalito, la carraleja, a la que los entomólogos denominan también aceitera o abadejo, se hacían ungüentos con vino blanco para eliminar las verrugas. Esta carraleja, de la familia de los meloideos, expelía, al tocarla o al pincharla el vientre, un líquido oleoso y amarillento, parecido al aceite, con el que se trataban muchas afecciones. Al contener cantaridina se utilizaba para las verrugas, pero también para restaurar el apetito sexual, como diurético y como abortivo.
Acerca del uso de minerales en la medicina popular mezclándolos con el vino no sólo no hay duda sino que existe una gran tradición que ya se fija desde la Edad Media en libros y tratados como el Lapidario que manda reunir y traducir Alfonso X con todos los conocimientos sobre el tema acumulados en distintas culturas hasta su época. De la lectura de textos como el Lapidario se pueden extraer dos conclusiones básicas: el enorme repertorio de conocimientos teóricos que tenían los alquimistas anteriores al Renacimiento y el escaso nivel de la medicina práctica. Me remito a algunos ejemplos: al hablar el autor del Lapidario de la piedra que llaman ceraquiz, tras describirla y definir sus propiedades, concluye: “Tiene tal virtud que impide el parto de este modo: que si la ataren en cuero de cordero que sea degollado con cuchillo de acero fino, y la colgaren sobre la natura de la mujer, la estorbará que pueda parir de ningún modo, así que conviene que se la quiten al tiempo del parto, si no, por fuerza habrá la mujer de quebrar o morir”. Hablando en otro lugar de la virtud de la piedra bedunaz, determina: “que si de ella molieren como un cuarto de dracma y la mezclaren con vino y la metieren al leproso por las narices, sana a la primera vez, si la lepra no fuere tan fuerte que haya quitado algún miembro, pues esto no se puede recobrar por la virtud de la piedra”. Finalmente, de otra piedra a la que llaman çulun, dice: “Cuando es quemada, hacen de ella medicina muy buena que retiene y enfría mucho y por tanto es buena para las postemas calientes, señaladamente para aquella que llaman carbunclo…Si la hacen polvos y la mezclan con vino y frotan sobre las encías sana las cavaduras que haya en ellas y también la comezón de la boca…Aún tiene otra virtud muy extraña: que si la molieren y la amasaren con vino e hicieren de ella como una bellota y la pusieren en la natura de la mujer, impídele empreñar”.
En lo que respecta al uso del mundo vegetal –generalmente mezcldo con vino- en la medicina, no estará de más mencionar tratados antiguos como el escrito por Pedacio Dioscórides que anotó, amplió y comentó el doctor segoviano Andrés Laguna en 1555. Laguna fue un humanista y ferviente defensor de la figura de Galeno, si bien fue acusado peregrinamente en su época de viajar demasiado. En fin, volviendo a las fórmulas de aplicación de bebedizos y pomadas hechos con la raíz, la corteza o las hojas de determinadas especies del mundo vegetal, no me resisto a mencionar los consejos de Avicena traducidos por Jerónimo Cortés. Partiendo de unos versos latinos que encabezan los corolarios, Cortés alaba, poniéndolo en boca del sabio…la raíz del tomillo mezclada con vino para quitar el dolor de encías y dientes y mantenerlos limpios, el uso de la ruda para lavarse los ojos y ver mejor, la prudencia en la administración de la sal en las comidas, lo oportuno de tomar alguna nuez después de comer pescado, la conveniencia de comer pan con la masa bien leudada, bien cocido y después de haber esperado a que se enfríe, los beneficios del vino tomado con moderación, la siesta sin llegar al sueño pesado y un ligero paseo tras la cena, lo indicado de los cocimientos de hinojo, verbena, celidonia y rosa, la bondad del grano de mostaza cogido en luna menguante porque –escribe- “purga la cabeza y con su mordacidad hace estornudar y saltar las lágrimas y destilar la reuma por las narices”, además de desopilar el hígado y el bazo, curar la tiña, la perlesía, ayudar a la digestión y deshacer las arenas y piedras de la vejiga…Termina bendiciendo la salvia (cur moriatur homo, cui salvia crescit in horto?, ¿Cómo se puede morir un hombre al que le crece la salvia en su huerto?) y recomendando la hierbabuena para las lombrices, contra la mordedura de perro rabioso y de alacrán y como triaca de cualquier veneno. Todo ello entre la tradición, la costumbre, la experiencia, la magia y la superstición.
Un catálogo de extraños cuidados podría tomarse de la tradición para remediar el dolor de muelas o dientes. A guisa de ejemplo enumeraré las soluciones avaladas por la superstición contra una mala dentadura, provocada, por cierto –se decía- por la acción de un gusano que roía las raices. Para prevenir su aparición y desarrollo convenía cortarse las uñas en lunes (otras tradiciones dicen que en sábado, pero casi siempre en día de la semana que no tenga R). Si el gusano ya estaba dentro, el mejor remedio para expulsarlo o acabar con él solían ser unos sahumerios, transmitidos a la boca por medio de un embudo; esos sahumos podían ser de agua o leche hirviendo, de beleño, de acebo y salvia, de centeno majado con azúcar, de incienso o, simplemente, de tabaco quemado. Tampoco era mala solución saltar sobre la hoguera el día de San Juan llevando, eso sí, la boca abierta. Si el gusano resistía y se hacía necesario un tratamiento más tópico, éste podía consistir en un colutorio de vino mezclado con hojas de hiedra, saúco, simiente de pimiento y media cucharada de sal. Otro colutorio, poco recomendable para los aprensivos, por cierto, se podía hacer con los orines de un buey, aunque solían preferirse los de aguardiente o vino, sobre todo si se había dejado cocer con una moneda dentro. Por extraño que nos parezca, muchas de estas prescripciones no están tan lejanas de nuestro ámbito ni de nuestros tiempos. De ello se encargaron libros seudocientíficos del tipo del titulado Libro nuevo que contiene botica general de remedios útiles y experimentados, publicado por Santarén en Valladolid el año 1828 y que indica una solución para extraer una muela sin molestias; dice: "Para sacar una muela sin dolor. Toma un lagarto vivo, ponlo a tostar en una olla nueva dentro de un horno y lo harás polvos que amasarás con vino. Restrega con ellos la encía del quijar, diente o muela que doliere, ora esté dañada o no, y se ablandará la carne de tal manera que con los dedos, a muy poca fuerza, podrás sacar todos los dientes y muelas sin dolor". Ranas, sapos y lombrices también se utilizaban para frotar, una vez reducidos a polvo, las piezas dañadas.
Probablemente no es éste el lugar ni ésta la ocasión para recordar cuánto y en qué forma ha influido la “modernidad” –vocablo cada vez más confuso y controvertido- en el bagaje cultural con que el ser humano ha atravesado la barrera del tercer milenio. Sí debería mencionar al menos que esa cultura, cuyo conjunto de conocimientos tenía un uso práctico hasta tiempos recientes y acompañaba al individuo durante su existencia, se ha convertido en un simple aditamento, más útil para poder participar en un concurso de televisión que para poder aplicarlo en la vida diaria o integrarlo en nuestra formación o en nuestra educación. La consecuencia de todo ello ha sido la pérdida irremediable de una sabiduría popular cuyo empleo estaba sancionado por la costumbre y era patrimonio de todos, aunque su cuidado y entrega estuviesen siempre en manos de la gente de más edad y experiencia.
Decía al comienzo que el vino no necesita de abogado pues él mismo se defiende y se alaba: "Tu vino, tu mujer y tu caballo, para ti solo gozallo; por eso, no alaballo". Lo que siempre se hizo artesanalmente y con el mayor esmero era lógico que se considerara de máxima calidad. Las Ordenanzas de Valladolid, aprobadas y pregonadas en 1549, mandan que "cada uno venda el vino que hubiere cogido y tuviere de su cosecha", prohibiendo que se compre vino para volver a venderlo al no confiar en la calidad de un caldo cuya procedencia se desconoce. Esta normativa, fundamento de la actual denominación de origen, viene a ratificar el celo que siempre se puso en la elaboración del vino y el cuidado exquisito con que se guardaba en cubas, tinajas y soterraños siguiendo las normas que autores antiguos y la propia experiencia habían acumulado durante siglos. Unos de esos autores, Alonso de Herrera, es, por cierto, el primero que menciona la palabra clarete en castellano; su obra, titulada Agricultura General y publicada en 1513 es un compendio de sabiduría y un tratado todavía consultado con provecho tanto por agricultores como por estudiosos, reuniendo en sus páginas opiniones del propio autor junto a las clásicas de Plinio, Columela, etc. Bueno, pues en el capítulo XXX que se refiere a las propiedades del vino, escribe Herrera que "el tinto es bueno para las personas enjutas como son los coléricos y aun algo sanguinos y si los gotosos han de beber alguno esto es lo más seguro porque es más restrictivo y no deja correr los humores a los miembros. Lo blanco es bueno para las personas húmedas como son los flemáticos y para los que son apasionados de piedra, y lo roxo es para los melancólicos". Y continúa: "Alaban lo que en Francia llaman clarete, que como tiene el medio es bueno para todas las complexiones". La cita es muy anterior a las consideradas por el Diccionario de Autoridades como las más antiguas, que eran las de Góngora y la de la Vida de Estebanillo González, donde éste habla de cómo curó de una peligrosa caída con varias "cantimploras de clarete y nieve".
Algunas cofradías, como la del pan y del vino del niño Jesús, famosa por haber sido descubierta por el presbítero manchego Diego Gutiérrez en el pequeño tratado citado acerca del cuidado del vino, mantenían en sus estatutos la necesidad de transmitir de forma cuidadosa las prácticas adecuadas para elaborar un vino ejemplar.
Cuando Jovellanos en su Informe sobre la ley agraria recomienda que se potencien en España comarcas vinícolas como la de Rueda, no hace sino confirmar una realidad de siglos que avalaba los buenos vinos blancos de esta zona; y cuando Gil y Carrasco, escritor costumbrista del siglo XIX escribía en su artículo sobre el pastor trashumante que éste no podía ir o venir de la Extremadura sin llenar su bota (compañera inseparable de caminos y soledades) con el buen vino rancio de Rueda, no hace sino volver a confirmar que, aunque pasasen los siglos y las gentes, el caldo de aquí era un pasaporte personal tan imprescindible como la guía del ganado. Ya desde el siglo XVI era el vino de Rueda, además, uno de los pocos que soportaba los largos viajes y llegaba en buenas condiciones a las mesas cortesanas más selectas, para que allí fuese apreciado su sabor específico e inconfundible. Pocos vinos, pues, pueden preciarse como el blanco de Rueda, de tener una historia tan noble y tan prolongada en el tiempo, y ello siempre merecería una celebración; pero las fiestas de la vendimia no son un producto del siglo XX: tal vez con menos protocolo pero con más desenfado y alegría echaban pullas los vendimiadores a los caminantes despistados:
Adiós pobre caminante / Dios quiera que no te falte
una mujer pedorrera / y en la cama una gotera
y una motita de lana / pa que te limpies el culo
por la mañana.
Y los lagarejos que mozos y mozas se hacían entre sí llegaban a veces a las últimas consecuencias pues en época tan dionisíaca cualquier exceso estaba permitido: "En vendimia todo pasa", decía el refrán, no se sabe si advirtiendo de que cualquier cosa podía suceder sin que debiera causar excesiva extrañeza o bien avisando que, pasara lo que pasara, había que aceptar todo con resignación y buen humor. Eran las épocas en que resonaban las rondas y enramadas; épocas en las que había que recadar paja para los animales en otros pueblos porque prácticamente todo el término estaba plantado de viñedos ya que el vino era moneda de pago corriente. Después vino Paco con la rebaja y llegó la filoxera y más tarde el fuego grande (cuyas secuelas aún están en la memoria de los mayores) que vino a cerrar un siglo XIX acarreador de plagas y males nunca vistos.
El panorama que se vislumbra en este principio de siglo en que estamos, sin embargo, no puede ser más distinto: Denominación de origen, reconocimiento nacional e internacional de un trabajo bien hecho y, sobre todo, el logro de haber sabido hacer compatibles en una misma zona tantos tipos de vino que hacen las delicias de mil paladares.
La etnología (o sea la ciencia que estudia la cultura tradicional) y la enología (la ciencia que trata sobre el vino), se parecen en muchas cosas además de en el nombre: Lo antiguo y lo nuevo deben combinarse sabiamente para que, sin abandonar los valores que nos identifican, podamos al mismo tiempo evolucionar para no perder el paso del futuro. Por eso creo que viene a cuento terminar este capítulo con alguna expresión tradicional que sea divertida y práctica al tiempo; y ninguna mejor que un brindis, palabra introducida en España a mediados del siglo XVI y que viene a significar "te lo ofrezco".
-Adórote, vino blanco,
nieto de verdejo y viura
que de lejos das color
y de cerca calentura.
Dime tú, rubio licor,
cuál será tu parentela
que sin conocer a nadie
estás en todas las fiestas.
-Yo señores soy traído
porque solo no viniera,
porque yo no tengo pies
para echar una carrera.
A mi madre llaman parra
y por apellido cepa
linaje bien conocido
por la mar y por la tierra.
De esa cepa nací yo,
de esa cepa me arrancaron
me echaron en unos cestos
y en un carro me llevaron.
Me sacaron de los cestos,
me llevaron al lagar
y me pisaron las tripas:
Caldo me hicieron echar.
Me metieron en la cuba
y con tierra me taparon
y cuando criado estuve
a probarme se llegaron.
Y salí tan buen danzante
y con tanta ligereza
que a todo aquel que me bebe
le hago hincar la cabeza.
Una vez que he fermentado
y la fuerza está conmigo
no respeto ni a los hombres
ni a mujeres ni a los niños.
Yo soy el juez justiciero,
sentencio a quien me parece,
en las bodas y bautizos
a todos les pongo alegres.
Y ahora que estoy con vosotros
¡cuánto hace que no os veía!
aprovechad la ocasión,
no lo dejéis pa otro día.
Pero no sólo de tradiciones y creencias está hecha la sabiduría popular. Hasta llegar a la situación actual muchos vendimiadores, vinateros y catadores dedicaron esfuerzos sin fin hasta conseguir combinar pasado y futuro. Junto a ellos, hombres de ciencia o filósofos escribieron tratados, memorias y relaciones para dejarnos lo mejor de su pensamiento, incluso en ocasiones alentados por Instituciones públicas como Academias o la misma administración. José Elvira dedicó más de cuarenta años al estudio de los medios para mejorar y conservar los vinos en España. El gusto actual no sería el mismo sin las atinadas observaciones de personajes como José Elvira, Angel Muro, el Doctor Thebussem, la marquesa de Parabere y tantos otros acerca de las posibilidades de los vinos, solos o combinados con determinados alimentos para saborear y apreciar mejor la naturaleza convertida en arte.