15-05-2014
Michel Vovelle, uno de los precursores de la micro historia en Francia, afirmaba en su obra Idéologies et mentalités que en nuestra época la historia de las mentalidades se mezcla con la de las resistencias. Absolutamente cierto. Si nos acercamos siquiera brevemente a la formación de la mentalidad, tendremos que aceptar que el individuo se resiste a nacer desnudo. Le arropan al venir al mundo las vinculaciones con el pasado y le mecen los vaivenes de una identidad cuando aún no se ha separado de la cuna. La mentalidad es, por tanto, la cultura y modo de pensar que una persona adquiere al contacto con su familia y con el grupo humano que le rodea. Cuando esa cultura le caracteriza frente a otros, le confiere una identidad. Qué importancia tenga la identidad en esta sociedad nuestra, global, dirigista y culturalmente empobrecedora, es algo que aún no está escrito y que depende del trabajo y la decisión que adoptemos cada uno de nosotros frente al problema. En cualquier caso sería un error seguir enfrentando, por veleidad dialéctica, el “antes” y el “ahora”, el pasado y el futuro. Para el individuo son, o deben ser, conceptos válidos y no excluyentes, que se integren en su manera de pensar y que se expresen a través de su lenguaje. La pérdida de capacidad expresiva y el debilitamiento del arte verbal, ese arte que permitía comunicar con precisión el pensamiento y la mentalidad propias, se han acentuado alarmantemente durante el pasado siglo y mantienen su progresión decadente en éste. Sin embargo, a quienes temen que en esas transformaciones se hayan perdido solamente algunas expresiones, determinadas costumbres, hábitos y creencias, habrá que alertarles con mucho más motivo acerca de la pérdida de las mentalidades. La palabra “mentalidad” sería, pues, la que mejor definiría las estructuras del intelecto sobre las que el individuo ha basado la creación de las expresiones artísticas y el edificio de su cultura. Esa mentalidad sería el soporte imprescindible y primario para la creación y a ella se incorporarían posteriormente las formas de expresión. Pero la mentalidad se basa además en códigos compartidos que confieren una identidad común. Recuerdo, a este respecto, una conversación tenida hace más de treinta años, haciendo trabajo de campo por la provincia de Valladolid, con un agricultor. Entre las canciones, romances, cuentos y dichos que aún conservaba en su memoria, salió, de forma natural una poesía inventada por él cuando tuvo que abandonar su pueblo, en Cuenca, porque iba a ser anegado por un pantano. Al llegar al pueblo de colonización que el Estado le había asignado en Valladolid, la noche y los recuerdos le hicieron componer unos versos. En ellos se reflejaba la incertidumbre ante el nuevo destino pero también la tristeza por abandonar a sus antepasados en un cementerio que quedaría bajo el agua e incluso las dudas razonables sobre las cualidades de la nueva tierra. Su mentalidad le llevaba a dar importancia en esa composición a tres binomios con los que, como individuo, tenía relación: los antepasados y el tiempo (es decir lo vernáculo), la familia y el entorno nuevo (lo social), y, por último su oficio y sus propios sentimientos (es decir, lo personal). Ahí estaban las claves de su vida y de tantas otras vidas: creencias, tiempo y espacio como motores de la expresión artística y vital.
En esa trilogía de conceptos, sin embargo, hay un solo principio que mueve y enriquece al ser humano hasta el punto de hacerse imprescindible en el largo proceso que le lleva a realizarse como persona y como miembro de la sociedad: ese principio es la capacidad para relacionar, es decir, la posibilidad de utilizar el conjunto de conocimientos, saberes y experiencias en beneficio de su razón. No será ocioso tampoco que recuerde en este lugar y ocasión que las tendencias en el mundo de la educación han ido por otros derroteros en el último siglo: se ha fomentado la especialización, se han aislado las disciplinas y, por último y ya en el ámbito universitario, se han creado capillas y departamentos que han desarrollado su actividad de espaldas los unos a los otros. Independientemente de que la humildad y la duda deben de ser los principios sagrados del saber, nada hay más científico que el intercambio de pareceres y nada más productivo que el estudio interdisciplinario que aporta perspectivas nuevas y enriquecedoras a un mismo asunto. El esfuerzo por relacionar los conocimientos, pues, es la piedra angular que permitirá que el arco de la ciencia no se desplome por el peso individual de sus propias piezas. Quienes trabajamos en el terreno de los conocimientos legados por la tradición lo tenemos muy claro: nada en la vida de los individuos se produce aisladamente. Cualquier hecho que tenga que ver con el desarrollo de la personalidad, con la expresión artística, con la relación con otras personas o con el entorno, se conecta indefectiblemente con otros aspectos adyacentes, de tal modo que resulta imposible la comprensión perfecta de ese mismo hecho sin conocer las circunstancias que lo provocaron. No se puede decir que se ha estudiado a fondo un texto si se desconoce el contexto en el que se produjo. Aprender a relacionar, pues. No aislar, sino contribuir. No disgregar sino concurrir.
Parece que actualmente hay una tendencia a hacer uso de la cultura patrimonial verbalizada y tradicionalizada para complementar el estudio de la historia, para ayudarse en los trabajos de sociología o antropología o para sustentar teorías lingüísticas o filológicas. Podría decirse que los conocimientos a los que denominamos inmateriales son expresiones verbales, complementarias de una cultura patrimonial almacenada por el individuo a lo largo de períodos de tiempo dilatados; esa complementariedad viene dada precisamente por la posibilidad de que tales expresiones le ayuden a comprender mejor o contextualizar aquellos conocimientos. El proceso de creación y repetición de esos mismos conocimientos, por tanto, pasaría de una inicial observación y percepción de algo, a la interiorización y conversión de ese algo en imagen intelectiva sobre la que se crearían (haciendo uso de estructuras poéticas, musicales o gestuales) unas fórmulas cuya memorización permitiría después usar cada vez que fuesen necesarias. La aceptación posterior de esas fórmulas por parte del colectivo social cercano al individuo que las crea, convertiría ya dichas fórmulas en un recurso normalizado cuya transmisión avalaría la funcionalidad de su uso. Aunque todos los pasos son necesarios en ese proceso por medio del cual la experiencia se convierte en poesía, es evidente que el individuo y su capacidad para imaginar y crear constituyen el elemento más determinante. Probablemente también es el ámbito de las creencias donde mejor se refugian esos conocimientos que, sin dejar de pertenecer del todo al mundo de los phenomena, se convierten en noumena pasando a constituir lo que se denomina mentalidad. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, la creencia de que si un difunto queda con los ojos abiertos, pronto habrá otra muerte en la casa donde fallece? ¿Cuántos años han tenido que pasar, cuántas culturas y civilizaciones –la egipcia, la griega-, para que la idea de que uno va a trascender a otro mundo vaya acompañada de un equipaje –monedas, comida, ofrendas- que habremos de presentar como portazgo? Podríamos decir, por tanto, que la mentalidad que identifica y sitúa a un individuo, con todas sus virtudes y defectos, le sirve también para elevarse de lo cotidiano hacia un universo creativo que le dignifica y le mejora.
Italo Calvino escribió una vez que el gesto más instintivo y característico del hombre contemporáneo podía resumirse en el acto de arrojar cosas a la basura. Y tenía razón el pensador italiano: una de las actividades perentorias para el individuo del siglo XX fue la de liberarse de todas aquellas cargas que le lastraran demasiado en su superficial deambular sobre tendencias culturales y nuevas filosofías. En realidad, si algo ha diferenciado al ser humano del siglo XX de sus antepasados de anteriores centurias, ha sido su incapacidad para incorporar la cultura a su existencia; su incompetencia para vivir conforme a unos patrones culturales en los que creyera y que tuvieran una funcionalidad incontestable. No pensemos que era más inculto un agricultor o un pastor del siglo XVIII por el hecho de ser analfabeto. La lectura o la escritura eran como un viaje nunca realizado, pero suficientemente compensado además con los numerosísimos conocimientos que el oficio o la relación cotidiana aportaban a su bagaje existencial. Y todos esos conocimientos, claro está, encajaban perfectamente en un engranaje personal, familiar y gremial que funcionaba correctamente basándose casi exclusivamente en la fuerza comunicadora de la palabra o del gesto. La mentalidad de esos individuos, por tanto, estaba mejor formada y más cercana a su realidad que la de la mayoría de los individuos del siglo XX, que hemos basado nuestra cultura en las descargas esporádicas y desarraigadas de una información excesiva, incoherente e inconexa.
Siempre he dicho que, si algo legitima y da validez a la tradición es la cualidad estimabilísima de ser tanto un inventario de propuestas para vivir como un catálogo de respuestas a las preguntas de siempre sobre nuestro propio entorno. El éxito multisecular de los llamados libros de suertes –todavía comprobable hoy en los horóscopos de los diarios y revistas- fue responder, sin compromiso pero de forma creíble, a todas las preguntas íntimas, profundas, angustiosas que se le planteaban al ser humano. La tradición, a través de mitos, relatos, símbolos y creencias acercaba al individuo a su origen y le reconciliaba con su fin. Por medio de códigos compartidos proponía comportamientos, ensalzaba conductas, criticaba desviaciones y encauzaba las andaduras vitales por el camino de la experiencia.
Y de desentrañar y estudiar todo eso se encargó, casi desde los albores del siglo XIX, la Antropología. Esta nueva disciplina científica, como cualquier otra sobre cuya evolución podían incidir diversos factores (orientación académica, tendencias sociales, gustos personales), fue ampliando su campo de acción a lo largo del siglo XX. Uno de los terrenos en los que encontró posibilidades de desarrollar una investigación objetiva y abierta, fue el de las migraciones. La sociedad europea, transformada en los últimos cien años mucho más de lo que lo hiciera en los cuatrocientos anteriores, desarrollaba miedos y fobias ya conocidos pero acrecentados por la inusitada fuerza y velocidad de esas transformaciones y por su obsesión tradicional por las fronteras. En ese sentido, la palabra “muga” –tan primitiva como los deseos de marcar la propiedad- parece resumir una de las principales obsesiones de los habitantes de Europa: la pasión por los límites. Cuando éstos no son físicos, se crean mentalmente. La muga o mojón significa el hito que señala los bordes intelectuales, culturales o antropológicos que los europeos hemos creado o heredado sin rechazos. La fuerza de la costumbre parece vinculante y se manifiesta con naturalidad, pero contra ella se alza la razón y la curiosidad por conocer al “otro”, al vecino de la tierra de al lado; al que quiere mostrarnos sus “diferencias” como una forma de afirmar su propia personalidad pero también como un modo de evitar sin secuelas sus miedos seculares: miedo a lo distinto, temor a descubrir que el otro no es como nosotros y que puede incomodarnos su vida porque nos obliga a reflexionar sobre su mentalidad.
Europa está sembrada de mugas aunque tendremos que reconocer que el cambio que se ha producido en la sociedad europea, decididamente ciudadana e interracial al final de un largo proceso que ya se había iniciado en el siglo XIX, ha proporcionado una visión distinta sobre lo rural y sus circunstancias. Ha permitido, asimismo, reflexionar acerca de la capacidad evolutiva de aquella misma sociedad, dispuesta a abandonar a toda costa su extracción rústica para asentarse, no sin problemas y sin protestas de algún sector, en la globalización. Durante todo ese proceso, largo y áspero, los vectores que han guiado las actitudes sociales –por parecer contrapuestos y aparentar tendencias antitéticas-, han sido (como en siglos anteriores, no nos engañemos), la línea conservadora frente a la innovadora. No es el momento para hablar de la esterilidad de este tipo de confrontaciones que, lejos de hacer avanzar positivamente a una comunidad, la enzarzan en discusiones bizantinas con resultados más que dudosos pues enemistan entre sí principios absolutamente básicos, tanto para la vida del individuo como para la de cualquier grupo social, entre cuyas virtudes debería ser una de las primeras la de mirar al futuro con la base imprescindible de la experiencia. Aquella dualidad, con dos fuerzas o principios tan claramente arraigados y tan necesarios en el núcleo social como lo antiguo y lo nuevo, el antes y el después, no sólo sirve para marcar decididamente el rumbo de una sociedad o la inclinación de sus individuos sino para crear binomios sobre los que la Antropología despliega gustosamente su método y su análisis: pueblo frente a poder, fiesta frente a espectáculo, auge frente a decadencia, mujer frente a hombre, inversión frente a diversión, naturalidad frente a ficción, cultura como parte inalienable de la existencia frente a cultura como derecho social...
Es posible que el individuo de hoy sea mucho más dependiente de factores ajenos a su cultura que sus antepasados. Es posible también que tenga dificultades para desarrollar con naturalidad su papel sin contar con las instituciones que le representan; es probable incluso que esa circunstancia haya incidido negativamente sobre su participación en la vida colectiva. Más aún: es seguro que el hombre y la mujer actuales se han salido de sus hábitos para contemplarlos desde fuera o al menos para verlos reflejados en el espejo, con todas las consideraciones positivas y negativas que se derivarían de ese hecho. Hay que reconocer, en cualquier caso, que esas transformaciones experimentadas durante los últimos cien años en las costumbres de los europeos, son ya un capítulo más, el último de momento, en la historia de nuestra cultura y por tanto algo que nos concierne a todos y a todos nos debe preocupar.
Con un ejemplo se comprenderá mejor todo este complejo proceso y sus peligros. Todos conocemos la importancia del mundo poético y musical del romancero, ese género hispánico para el que muchos filólogos y lingüistas han pedido ya la consideración de patrimonio de la humanidad. El romance es, seguramente, el género poético que más y mejor recordamos todos aquellos que, no sólo tenemos una cierta edad sino que hemos sido educados dentro del ámbito familiar escuchando la voz antigua de la tradición. Todos tenemos almacenada en nuestra memoria alguna versión cercana desde que, en la infancia, la aprendimos de la madre, de alguna vecina o en el misma escuela. Versos como “Madrugaba el conde Olinos”, “En Sevilla a un sevillano”, “Divino glorioso Antonio”, etc. se han convertido casi en frases proverbiales para los hispanohablantes. No es extraña esta predilección que mostramos hacia el romance teniendo en cuenta que las ocho sílabas de su verso, su melodía sencilla y su temática interesante e intemporal lo hicieron siempre asequible y atractivo para públicos de todas las edades. Sin embargo, como el Guadiana, el romance tradicional pasó muchas veces por períodos de ocultación en los que, hasta los propios especialistas y estudiosos, dudaban de su existencia o de su continuidad. Menéndez Pelayo, por ejemplo, pese a recoger una buena colección de textos en su Antología de poetas líricos castellanos, dudaba de que aún pervivieran en la memoria de los labradores.
Lo mismo pensaba su discípulo Menéndez Pidal hasta que, en 1900, le sucedió la anécdota que ahora voy a recordar. Los recién casados María Goiri y Ramón Menéndez Pidal, visitaron en la primavera de ese año en pleno viaje de bodas la provincia de Soria y decidieron quedarse en Osma para contemplar desde allí un eclipse de sol. Buscando un entretenimiento para que las horas se hiciesen menos largas se pusieron a conversar con una lavandera de la localidad a la que María recitó un romance. Cuál no sería su sorpresa al comprobar que, no sólo conocía ese tema sino muchos más con los que hacía menos pesado su trabajo de lavar en el río. Después comenzó a cantar con melodiosa voz una versión tras otra haciendo las delicias del nuevo matrimonio que, tan sorprendido como feliz, decidió quedarse unos días más para terminar de anotar todos los romances escuchados.
Cuando el matrimonio Menéndez Pidal llegó al Burgo de Osma tenía una idea inamovible del género romancístico, cuyas muestras hasta ese momento, existían para ellos solamente porque estaban escritas y podían ser leídas. Al comprobar que todavía podía darse otra forma de transmisión y que esa forma era tan cierta y tan real como la escrita descubrieron un mundo insospechado.
Este estilo de pensamiento excluyente ha sido, por desgracia, demasiado frecuente en nuestra civilización occidental. Negamos categóricamente la existencia de aquello que no conocemos y el campo de la ciencia podría ser un ejemplo fehaciente desde hace siglos de esta afirmación aparentemente exagerada. Ese enorme territorio que ahora se llama América era una realidad física antes de ser descubierto y bautizado. Y ya había gente en Hawaii antes de que Cook llegara o de que las islas se convirtieran en territorio de los Estados Unidos. Por supuesto que Australia era un extenso continente mucho antes de que aparecieran en el legendario etrusco Rómulo y Remo para fundar Roma y parece también que los españoles ya habían avistado esas tierras en el siglo XVI, pero sólo en el momento en que los neerlandeses las “descubren” a comienzos del XVII y las denominan australes, empieza su existencia cultural o histórica. La vanidad de la cultura occidental, que establece las formas y el sentido del tiempo parece no tener límites.
Pero, como acabamos de comprobar, no es lo mismo el tiempo histórico que el geológico, por ejemplo, de ahí la importancia de las ideas que sobrevuelan por encima de los siglos y las medidas cronológicas. Las bases del pensamiento humano se fueron estableciendo poco a poco sobre antiguas creencias que generaron mitos, conformaron relatos legendarios, hicieron nacer fórmulas de comunicación, etc. Pero a pesar de que los mitos reflejan las obsesiones y necesidades de individuos primitivos, hechos que luego se van plasmando en leyendas, su lenguaje –el lenguaje en el que han llegado hasta nosotros- es el de la civilización occidental, como occidental es la forma de relatar las creencias acerca del origen de nuestra especie, de sus presuntos pecados, del castigo infligido por ellos o de la regeneración a través de un sacrificio o por medio de la venida a la tierra de un dios. El diluvio, el fin del mundo, el más allá, son ideas que perpetúan todavía hoy antiguas doctrinas de cuyo origen y desarrollo es responsable el ser humano con toda su carga de sueños, de esfuerzos y de preocupaciones. Pero el lenguaje usado, como digo, concibe la narración de todas esas vetustas leyendas sólo como una progresión de hechos que tienen coherencia entre sí porque se narran sucesivamente y poseen un hilo conductor que los encadena. No siempre ni en todas partes fue así: más de un cronista americano habló de la presunta dificultad que a su entender tenían los indios para expresar correctamente sus mitos y creencias. Según tales cronistas los relatos no tenían sentido y parecían hechos de retazos aislados e inconexos. Algo semejante a nuestros sueños, de cuyas imágenes parece que nos queda siempre una sensación de instantaneidad, de fogonazo que ilumina durante un momento una estancia para volver a dejarla en la oscuridad. Los mitos en las culturas indias son, sin embargo, el reflejo de un estado natural, de una religiosidad sin dogmas; son relatos orales entregados como versiones y comentarios de cosas que pasan o han pasado, de lo que se dice que aconteció o ha de suceder y quien lo relata lo revive o lo imita. No pretenden, por tanto, ser verdades inapelables sino imágenes que se recrean oralmente y se renuevan y transforman constantemente, como las posturas de un animal o las formas de las nubes. Los temas, desde luego, son los mismos que nos preocupan a los occidentales (el fin del mundo, la multiplicidad del universo, la fragilidad del ser humano, el interés por los otros o el respeto al entorno), pero sus concreciones, lejos de revestirse de seriedad, son fugaces y cambiantes. Su coherencia no radica en la cohesión de los hechos entre sí, sino en la relación de esos hechos con la propia existencia, con la propia mentalidad. Muchas culturas indígenas (indígena en realidad significa “nacido allí”) todavía conservan, en hermosos relatos entregados cuidadosamente por la tradición oral, el recuerdo de ideales épocas pasadas denominadas genéricamente como “tiempo de los sueños” o más sutilmente edad de la poesía, es decir períodos de tiempo en que la imaginación y la memoria superaban a la realidad en la mentalidad humana.
En el occidente es Homero quien trasciende del mundo de la abstracción al arte verbal para acceder después al estadio de la escritura, en el que lo fijado en caracteres se erige en ley. Por supuesto que hay muchos cantores anteriores a Homero que narraron las hazañas de los héroes, pero quien convierte las emociones en poiesis es él y él es también quien une con habilidad a hombres y a dioses en una trama interminable de pasiones y enredos que se han seguido reescribiendo hasta hoy. No podemos asegurar que cualquiera de esas tres fórmulas de comunicación –la imaginativa, la oral o la escrita- sea la mejor o la más eficaz. Parecen estadios consecutivos en la historia pero independientes por lo general. El jesuíta bretón Marcel Jousse se pasó toda su vida predicando que la palabra, al fijarse por escrito, había perdido la mayor parte de su fuerza expresiva. Sostenía que Jesús de Nazaret había sido un extraordinario trasmisor de ideas porque su mensaje se apoyaba en un dominio perfecto del lenguaje oral. Ese modo de potenciar la expresión por medio de la entonación, las fórmulas y los recursos orales había ido desapareciendo desde San Pablo al imponerse la escritura sobre la comunicación verbal. Parece evidente que hoy podrían tomarse como fórmulas complementarias pero han sido siglos de predominio, de tiranía de la literatura y del lenguaje escrito para que no se hayan resentido las otras dos vías. ¿Cuánto hemos perdido al intentar comprender el universo sólo a través de lo textual? Malinowski escribió a propósito de la transcripción de las creencias legendarias al frío escrito de las anotaciones antropológicas: “Limitar el estudio del mito al mero examen de los textos ha sido fatal para una comprensión adecuada de su naturaleza. Las formas del mito que nos vienen de la Antigüedad clásica y de los antiguos libros sagrados del Este y de otras fuentes similares nos han llegado sin el contexto de la fe viva, sin la posibilidad de obtener comentarios de los verdaderos creyentes, sin el conocimiento concomitante de su organización social, su ética y sus costumbres populares.” Y Paulo Freire, el educador comprensivo, afirmaba: “Jamás acepté que la práctica educativa debiera limitarse sólo a la lectura de la palabra, a la lectura del texto, sino que debería incluir la lectura del contexto, la lectura del mundo.”
Ya he dicho que uno de los pecados de nuestra sociedad, en lo que se refiere a la adquisición de conocimientos, es la especialización, sobre todo si esa especialización conduce a un aislamiento del objeto de estudio. Más aún si ese aislamiento supone la exclusión del entorno. Si uno no es capaz de relacionar los datos, si se obsesiona con un hecho y lo estudia aislado del contexto o a la luz de una sola disciplina, tendrá problemas a la hora de interpretarlo correctamente. Porque lo cierto es que el hecho de adquirir conocimientos, de construir el armazón formativo, es como levantar unas paredes cuya cimentación ayudará al ser humano a edificar y contemplar la estructura de su propia vida. Sin esa casa, es decir sin el verbo como medio de expresión o exteriorización anímica, el individuo estaría desnudo y disperso. Lo construido le ayuda a fabricar una imagen externa de sus sentimientos y a proyectar sobre esa imagen su mentalidad y su personalidad, con todos los elementos permanentes que las componen y los respectivos factores culturales que las originaron. Aunque lo construido tenga ya una forma fija –es decir, se escriba o se imprima-, quedará indeleble en su constitución buena parte del proceso intelectual previo. De ese modo, entre lo escrito (esto es, el soporte físico) y el hecho que se describe, se podría establecer una relación similar a la que existe entre un sueño y la realidad. Las imágenes son en ese plano más importantes que los conceptos y, al igual que atribuir la causa del sueño a un estímulo puede ser más o menos útil, sin embargo el significado psíquico del mismo sólo llega a desentrañarse recurriendo a formas arcaicas de la función psíquica que han sobrevivido al crecimiento de la conciencia humana manteniendo ideas primarias sobre las que el individuo moderno ha alzado su morada primero y después sofisticados edificios. La casa como refugio y como símbolo del propio individuo tiene, lo sabemos, innumerables referencias y apasionados defensores. Carl Jung, hijo de padres muy religiosos y protestantes, se debatió durante muchos años entre el respeto a las creencias de sus antepasados o a las teorías de su propio maestro Freud, y la evolución personal. En la época en que trabajaba con Sigmund Freud tuvo precisamente un sueño que transcribe en uno de sus libros y que tiene que ver con el símil que estoy tratando de explicar: “Soñé que estaba en mi casa –escribe Jung- al parecer en el primer piso, en una salita abrigada, grata, amueblada al estilo del siglo XVIII. Estaba asombrado de que jamás hubiese visto esa habitación y empecé a preguntarme cómo sería la planta baja. Bajé la escalera y me encontré que era más bien oscura, con paredes apaneladas y mobiliario pesado del siglo XVI o aun anterior. Mi sorpresa y mi curiosidad aumentaron. Necesitaba ver más de la restante estructura de esa casa. Así es que bajé a la bodega, donde encontré una puerta que daba a un tramo de escalones de piedra que conducían a un gran espacio abovedado. El suelo estaba formado por grandes losas de piedra y las paredes parecían muy antiguas. Examiné la argamasa y vi que estaba mezclada con trozos de barro cocido. Evidentemente, las paredes eran de origen romano. Mi excitación iba en aumento. En un rincón, vi una argolla de hierro en una losa. Tiré de la argolla y vi otro tramo estrecho de escalones que llevaban a una especie de cueva que parecía una tumba prehistórica donde había dos calaveras, algunos huesos y trozos rotos de vasijas. Entonces me desperté”.
Como podemos comprobar, Jung –para quien su casa significa su propia alma- pasa en el sueño de la comodidad de los conocimientos cercanos, representados por la estancia en la que se encuentra, a un piso inferior donde muebles pesados y materiales más sólidos le sugieren antigüedad y le invitan a investigar. En la piedra y la argamasa reconoce la deuda con el mundo clásico representado por la cultura de la antigua Roma. Finalmente, el descenso a la parte más lóbrega y profunda de la casa le pone en relación con el mundo prehistórico y con el origen de la especie. La explicación que la psiquiatría da a los sueños en que nos vemos en nuestra propia casa está siempre unida a la interpretación de nuestra personalidad. Y no es difícil de comprender: en realidad, aunque no siempre haya sido así, la casa significa la construcción del propio entramado anímico y algunas de sus características podrían servirnos para desvelar secretos íntimos nunca confesados o aspectos de nuestra alma sobre los que probablemente nunca hemos reflexionado conscientemente.
Paulo Freire defendía que el educador debía ser un artista, porque educar significaba conducir y un buen profesor no podía abandonar a sus alumnos solos ante un libro sino ayudarles a leerlo con sensibilidad. El educador ejerce un insospechado magisterio sobre su alumno, hasta el extremo de crear en él una dependencia basada en la eficacia de su expresión (hay acumulada una experiencia verbal de cientos de años) y en el prestigio de lo creíble que todavía mantienen las formas de comunicación contrastadas. Nadie le obliga a quien está aprendiendo a creer lo que escucha de boca de su maestro, pero a ello le inclina la creencia de que quien tienen más años tiene más experiencia y de que a nadie, en principio, le interesa transmitir conscientemente el error. Durante mucho tiempo se transmitieron de ese modo los mitos y las formas arcaicas ligadas con ese tiempo de la poesía de que he hablado antes. Adolfo Vásquez Rocca escribía en un artículo titulado “Arquitectura de la memoria”: “Los poetas son fundadores del ser; son, por lo mismo, los depositarios de los mitos fundacionales de un linaje, de una familia y más tarde de un pueblo, son los únicos capaces de revelarnos el origen y la esencia por cuya pérdida andamos arrojados a una existencia que nos vela su manifestación…Por eso la poesía nunca toma el lenguaje como una materia prima preexistente, sino que es la poesía misma la que posibilita el lenguaje. La poesía es fundación del ser por la palabra. La poesía es el lenguaje prístino de un pueblo histórico. Un pueblo al que el poeta, como sobreviviente de un paraíso perdido, quisiera regresar como testigo visionario” .
Tal vez esa posibilidad de regreso al estado natural, al inconsciente colectivo, a la descripción de lo instintivo, al fondo mismo del ser humano, no esté de moda, porque cualquier modelo de reflexión requiere sosiego y criterio, cualidades ambas muy escasas o al menos muy difíciles de percibir en nuestra sociedad. Pero es precisamente el criterio el que nos debe preservar del peligro de venerar todo lo que se coloca en los altares de la moda; es el criterio el que nos puede salvar del error de admirar sin juicio previo todo lo que se expone en los escaparates mediáticos. Para evitar esa tentación, nada mejor que conocer y respetar nuestra propia mentalidad como si se tratara de un bien patrimonial por el que hay que luchar permanentemente. Hoy más que nunca debemos aplicar la firmeza y una voluntaria renuencia a lo fácil para no caer en la trampa del éxito que se nos ofrece por doquier. Y no sólo me refiero a ese éxito usado como fin inexcusable para el ser humano en cualquier actividad que quiera emprender; ese éxito cuya filosofía se basa en la indefectible consecución de algo tan fútil como el dinero o la fama. Me refiero al éxito como salida (y utilizo aquí la etimología de la palabra) de un destino al que el individuo está fatalmente encadenado desde que fue capaz de comunicar sus sueños y sus sentimientos a otras personas. Ese destino trágico pero grandioso al mismo tiempo tiene que ver con su propia condición humana, perecedera y frágil, que le obliga a expresarse correctamente si quiere que los demás conozcan su experiencia; a usar artísticamente la palabra para que emociones y sentimientos lleguen a otros custodiados por la belleza de la forma. Los judíos del Antiguo Testamento reflejaron su temor a usar el verbo incorrectamente, en el segundo mandamiento que Yavé entrega a Moisés en el Sinaí: no tomarás el nombre de Dios en vano. Es decir, no usarás indebidamente una palabra que significa mucho más que un sonido. En todos los antiguos mitos de creación del ser humano los dioses cumplen precisamente su función creativa al nombrar, es decir al designar con una palabra aquello a lo que quieren dar vida. Porque la palabra es aliento (o sea vida física) e idea (o sea espíritu), de modo que aquello que se nombra es automáticamente creado, se individualiza y ayuda a comprender mejor lo que en el fondo significa. Podría dar la impresión equivocada de que esta función atribuida a la divinidad pertenece a un tipo de leyenda arcaica y, en un mundo como el de hoy tan dado al laicismo, probablemente desposeída de valor. Sin embargo el descubrimiento en los años 60 del siglo XX de la obra de un desconocido profesor de Oxford llamado John Tolkien nos devolvió, siquiera fuese artificialmente porque fundamentalmente nos llegó a través de una recreación cinematográfica, al fascinante universo del lenguaje, ese medio por el cual una persona se expresaba y un pueblo transmitía su conciencia colectiva. Para Tolkien, inventor de una mitología moderna basada en creencias antiguas, no fue muy difícil recurrir a los orígenes de la humanidad al escribir su obra Silmarillion, texto que explica y complementa la terminología de El señor de los anillos. Para el curioso y atípico profesor, la verdadera vida sólo existía en el mundo mítico, muchísimo más interesante que la monotonía gris de esa sociedad industrial en la que le tocó vivir. Él pensaba que la solución al desinterés de la sociedad estaba en fomentar el criterio propio en los individuos para crear personalidades independientes, discretas y juiciosas iluminadas por el uso correcto de esa palabra que nos ayuda a aprender. Recurro de nuevo a Paulo Freire para recordar que el ser humano está siempre aprendiendo porque su conocimiento está entre el saber y el ignorar. De aquí que para buscar el verdadero éxito en la educación sea necesario desarrollar una pedagogía de la pregunta. “Siempre estamos escuchando una pedagogía de la respuesta –decía Freire-. Los profesores contestan a preguntas que los estudiantes no han hecho”.
Decía antes que grandes comunicadores como Sócrates o Jesucristo se apoyaron en la palabra hablada, insuflada, pronunciada, y en el valor de la tradición oral, que se perfecciona permanentemente. En la obra Menón, de Platón, éste presenta a Sócrates como un ser dialogante que buscaba la verdad por medio de preguntas adecuadas:
“-¿Y no es cierto (se dirige Sócrates a Menón) que si siempre tenemos en el alma la certeza de las cosas, el alma será inmortal, de manera que es necesario que lo que ahora no sabes, lo que no recuerdas, intentes con fe investigarlo y recordarlo?”
De Sócrates se decía que, por no olvidar que era hijo de una comadrona, ayudaba él también con sus preguntas a nacer la criatura de la verdad. Se cuenta de un sabio jasidita que dijo una vez a sus discípulos: "Pensaba escribir un libro cuyo título sería Adán, que habría de tratar del hombre entero. Pero luego reflexioné y decidí no escribirlo". Detrás de esta frase aparentemente ingenua descubre el filósofo Martin Buber el miedo del hombre a estudiar al hombre en su totalidad, sobrecogido y exhausto por toda la problemática de esta terrible ocupación que le hace llegar a cobrar experiencia de sí mismo y a enfrentarse en solitario con su propio destino. Hermann Hesse en el prólogo de su obra Demian escribe: "Pocos saben hoy lo que es el hombre. Muchos lo sienten, y, por sentirlo, mueren más aliviados...Ningún hombre ha sido nunca por completo él mismo; pero todos aspiran a serlo, confusamente unos, más claramente otros, cada uno como puede. Todos llevan consigo hasta el fin viscosidades y fragmentos de cáscara de huevo procedentes de un mundo primigenio. Hay quien no llega jamás a ser hombre, y sigue siendo rana, ardilla u hormiga. Hay quien es hombre de medio cuerpo para arriba y pez en lo demás. Mas cada uno es un impulso de la naturaleza hacia el hombre. Todos nosotros tenemos orígenes iguales...todos provenimos de la misma sima, pero cada uno, representante de una tentativa y de un impulso desde lo hondo, tiende a su propio fin. Así podemos entendernos unos a otros, pero sólo a sí mismo puede cada cual interpretarse".
Sin embargo esa interpretación -interpretación en sentido filosófico significa saber extraer la ley del fenómeno estudiado y saber reconocer la causa de entre el cúmulo de circunstancias que originan el hecho que se está observando- esa interpretación, como digo, de causa y efectos es tanto más complicada en el caso que nos ocupa desde el momento en que la prisa, la aceleración de un mundo que gira alocadamente sin nuestro permiso, apenas nos deja apelar a reflexiones personales en las que haya referencias al pasado o al aprendizaje basado en la experiencia.
Roger Caillois, el discípulo de Marcel Mauss recalcaba en su obra El mito y el hombre: “El examen del mundo moderno es propio para aportar, al que se entregue a él, todas las repugnancias o poco menos. Sabido es, por desgracia, lo que ocurre en el orden económico y social y en general en el dominio de las relaciones humanas: nada que conservar, todo que modificar, iniciando una y otra vez desde el comienzo”.
Esta forma insensata de dilapidar nuestros conocimientos, especialmente los procedentes de la sabiduría antigua, es insostenible. Sus resultados son evidentes: la eclosión y fomento de un tipo de conocimiento globalizable e innecesario ha traído como consecuencia una primacía de la cultura informativa sobre la evaluativa, convirtiéndonos en tributarios de la moda y la novedad cuando no de la banalidad más insustancial.
Termino ya regresando a la importancia de la palabra. Probablemente el vocablo más usado durante los últimos años haya sido la palabra crisis. El término, con algunos siglos de antigüedad, tuvo un origen médico. Sabemos que, a partir del siglo XVI, se hacen numerosísimas impresiones de los libros llamados almanaques, lunarios o reportorios de los tiempos, en los que, tras la reforma del calendario por Gregorio XIII en 1582, se ponían al día todos los conocimientos provechosos y útiles para el ser humano provenientes de diversas civilizaciones: las causas del tiempo y su medida, las fiestas y su cómputo, la historia y cosas notables sucedidas en el mundo, y las señales de la atmósfera, cuya variación o alteración tenía influencia sobre los llamados días judiciales y, principalmente, sobre la aplicación exitosa de las medicinas. Rodrigo Zamorano, un riosecano ilustre que escribió la Cronología y reportorio de la razón de los tiempos, llamaba a esos días judiciales días “críticos”, de crisis, “que según Galeno –escribía él- es una vehemente y súbita mudanza que se hace en las enfermedades, mediante la cual el paciente camina a la salud o a la muerte. Y porque los médicos por esta mudanza juzgan el fin que tendrá la enfermedad, la nombraron crisis, que quiere decir juicio: de crino, verbo griego que significa juzgar, deliberar o discernir”.
Los momentos de crisis, en particular si afectan a toda la sociedad, son siempre apasionantes porque precisamente permiten, individual y colectivamente, discernir o sea como se dice en castellano, separar la paja del grano. Saber diferenciar lo que nutre de aquello que sólo sirve para engordar. Lo que alimenta (y no olvidemos que la raiz de alimento y la de alumno es la misma) de aquello que sólo sirve para empachar.