08-04-2016
Los llamados por la Iglesia “Salmos Penitenciales” han sido objeto desde la Edad Media de traducciones, glosas, comentarios, paráfrasis y contrafacta que han venido enriqueciendo los repertorios poéticos y musicales durante los últimos quinientos años. Entre los siete salmos recomendados al creyente para recordar la frágil condición del espíritu humano, destaca por la abundancia de versiones el salmo 50 que, siguiendo la tradición cristiana, reproduce las palabras pronunciadas por el rey David ante Natán para arrepentirse del asesinato de Urías, según se nos dice en el Antiguo Testamento. El “Miserere”, que es como se le conoce coloquialmente, era interpretado en la liturgia de la Semana Santa durante el oficio de Laudes del Jueves Santo. Sabemos que liturgia significa servicio público y que las ceremonias relacionadas con su práctica tuvieron siempre como fines fundamentales la alabanza de Dios y el perfeccionamiento del ser humano. El Papa San Celestino escribió : "La oración litúrgica es el índice de nuestras creencias" y la frase parece querer compendiar todas aquellas acciones en que la Iglesia, con sentido atrayente y convocatoria universal -es decir, de manera que todo el pueblo pudiese tomar parte-, educaba y difundía su propio Dogma para admiración y beneficio ético y estético de los cristianos.
La primera forma de liturgia que se establece al llegar el cristianismo a España tiene su origen en la llamada liturgia del templo de Jerusalén, es decir, se basa en aquellas fórmulas usadas por los judíos que pasaron al culto cristiano y que daban gran importancia a la palabra, o sea a las lecturas bíblicas y a la interpretación cantada de salmos. Más tarde, pero con cierta lentitud, se fue creando un repertorio que se llamó hispano, pues tuvo su implantación en Hispania y en aquella parte de la Galia en la que estuvieron asentados los visigodos. Éstos y los habitantes de la península, los llamados hispano-romanos, usaron un tipo de fórmulas y melodías en su liturgia que les caracterizaron frente a otros ritos de la época. Las influencias, pese a ser una liturgia local, no fueron escasas y llegaron de oriente y del África latina. De hecho ya San Agustín manifestaba en sus Confesiones el bienestar espiritual que la música podía producir a quien la creaba y a quien la escuchaba, al escribir: "Cuando oigo en vuestra iglesia aquellos tonos y cánticos animados de vuestras palabras, confieso que, si se cantan con suavidad, destreza y melodía, me atraen". Y continúa diciendo, como sorprendido de que la música bien interpretada consiguiera esos efectos:
"Juzgo que las palabras de la Sagrada Escritura excitan nuestras almas a la piedad y devoción más religiosa y fervorosamente si se cantan con aquella destreza y suavidad, que si se cantaran de otro modo, y que todos los afectos de nuestra alma tienen respectivamente sus correspondencias con el tono de la voz y canto, con cuya oculta especie de familiaridad se excitan y se despiertan".
En parecidos términos -es decir con el mínimo recelo hacia la expresión espiritual del canto si se hace adecuadamente- se manifiesta San Benito cuando, en su famosa Regla de los monjes y de los monasterios, dice: "Recapacitemos en cómo hemos de comportarnos en presencia de Dios y de los ángeles y al cantar tengamos cuidado de que nuestro espíritu concuerde con nuestra voz". Es decir, San Benito alerta acerca de la posibilidad de que no siempre se produzca una sintonía entre el espíritu y la emisión de la palabra a través de la voz.
San Jerónimo, en su Comentario a la Epístola a los Efesios, desentraña la cuestión: "Debemos cantar y salmodiar y alabar a Dios más con nuestro corazón que con nuestra voz: este es el sentido de la frase «cantad en vuestros corazones al Señor». Que todos aquellos cuyo oficio es salmodiar en la iglesia lo sepan: se debe cantar a Dios no con la voz, sino con el corazón. No como los actores de teatro, que cuidan su garganta y su faringe con pociones suavizantes para hacer escuchar melodías y cantos de teatro en el templo, sino con temor, en la práctica y conocimiento de las Escrituras. Un hombre, sea cual fuere, si está provisto de buenas obras, es un buen cantor ante Dios. Que el servidor de Cristo cante para que las palabras que lee parezcan agradables, y no su propia voz".
San Isidoro también sabía distinguir entre los cantores del teatro, que actuaban, y los cantores de la liturgia, que "vivían" esa liturgia desde su interior, y en el mismo sentido se expresaron muchos padres de la Iglesia cuya misma cabeza visible estuvo en numerosas ocasiones muy cercana a la música. No podemos olvidar la labor de papas como Vitaliano, León II, León IX, León Ostiense y Victor III, dejando para el final pero no por menor importancia a Gregorio Magno quien a comienzos del siglo VII ordenó para las Iglesias una forma de canto sin acompañamiento instrumental, denominado canto llano, determinando que los cantores tuviesen una preparación adecuada para que su interpretación elevara el sentido religioso del canto y llegara de forma más pura al pueblo. Es decir, junto a la suavidad de la melodía que sugería el propio texto, la destreza de la interpretación que pedía San Agustín.
Sabemos que los primeros cristianos de la península ibérica recitaban salmos bíblicos según una versión latina determinada que se denominó "Vetus hispana" para contraponerla a la fórmula romana conocida como "Vetus itala". Los manuscritos españoles que se conservan contienen textos de San Jerónimo y de San Agustín que ofrecen algunas precisiones sobre la recitación de esos salmos. Por otro lado, parece que antes de la implantación del octoechos o sistema de ocho modos en la música litúrgica occidental, todavía el canto de los salmos se hacía con cierta libertad que, sin depender del todo de la influencia bizantina, daba mucha importancia a la memoria, a la tradición oral y a las formas antiguas supervivientes de los cambios que ya se habían iniciado y que tomarían cuerpo en el canto francorromano. Sin embargo, antes de que el canto gregoriano, es decir el impulsado por San Gregorio, llegara a implantarse en España, se usaron todas aquellas formas que acabo de mencionar, ligadas a los hispano romanos y posteriormente a los mozárabes que les diferenciaron de otros ritos como el galicano, el ambrosiano o el bizantino.
Don Randel escribía que, dejando aparte el canto gregoriano, el repertorio musical del antiguo rito hispánico es el que más datos nos proporciona para un estudio del canto litúrgico de la Europa medieval. Los códices y fragmentos actualmente conservados pertenecientes a este rito, que datan de los siglos IX al XI, contienen mas de cinco mil melodías. Desgraciadamente todas, menos veintiuna, están escritas en notaciones que no se pueden transcribir en notación moderna. Sin embargo, su importancia para el historiador y el musicólogo es innegable. El repertorio hispánico nos ofrece la clave de muchos enigmas en torno a los demás ritos, a pesar del enigma fundamental que presenta en sí. A causa de su aislamiento geográfico-político durante la época de dominación musulmana entre el año 711 y finales del siglo XI, es el testigo más importante -en muchos sentidos el único testigo- de cómo pudiera haber sido el canto litúrgico occidental anterior a Carlomagno.
Desde muy pronto, comienzan a usarse códices, o sea libros compuestos por varios pergaminos doblados en forma de cuadernos, de los que se ayudaban los cantores para recordar -no sólo con la memoria- las melodías que debían interpretar. Aunque muchos de los primeros códices se traían de fuera de España, en la opinión de Higinio Anglés y otros musicólogos una de las primeras muestras que podría contener música escrita es el Libellus Orationum, probablemente manuscrito en Tarragona a fines del siglo VII. Otros autores piensan que, lo que le parecían neumas -o sea notas musicales- a Anglés, podían ser en realidad pruebas de la pluma, tan frecuentes en los márgenes de los códices medievales cada vez que el copista iniciaba un párrafo y el cálamo se resistía a escribir. En cualquier caso y siguiendo a Randel, lo que tenemos son muchos aspectos sobre la estética musical pero no las melodías, que quedan reducidas al número susodicho de veintiuna. Ya en el siglo XII, y abolida la liturgia mozárabe, comienzan a penetrar en España, fundamentalmente a través del País vasco, algunos escritos con notaciones musicales para el rito romano que se conocen como "escritura aquitana", por proceder de la Aquitania. Esas notaciones vienen a poner de relieve un problema importante: hasta ese momento la transmisión de los cantos litúrgicos se hacía oralmente y dependía tanto de la memoria del cantor como del gusto para interpretar del mismo. La música litúrgica no incluía la participación del pueblo salvo en algunos momentos en que contestaba brevemente a un texto del cantor. Por tanto, y desde entonces, lo popular y lo oral van a estar ausentes de la música litúrgica medieval salvo raras excepciones y se va a fijar por escrito lo esencial del canto y sus formas en detrimento de la libertad en la interpretación y de la participación colectiva. No pensemos, sin embargo, que había desaparecido por completo el "artista", si llamamos de tal manera al creador que era capaz de sentir emoción al usar su propia voz, así como de relacionar la palabra con el sentimiento. Tenemos el ejemplo, no español, de Hildegard von Bingen, la creadora del primer lenguaje artificial de la historia, llamado Lingua ignota. Hildegard no sólo enseñó a las monjas de su monasterio a valorar elementos esenciales en la vida y en el arte como el color y la luz, sino que también les enseñó a valorar el arte musical. Muchos no entendían la importancia de la música en los ritos litúrgicos, entre ellos algunos prelados de Mainz que prohibieron usar la música en el monasterio. La prohibición provocó una respuesta escrita de Hildegard en la que exponía la relación entre la música y los estados místicos, justificando la función especulativa o práctica de las artes. Hildegard, que fue una gran compositora, se refiere a la creación musical como a una cosa extraordinaria, y escribe: "también compuse cantos y melodías en alabanza a Dios, y los salmos sin enseñanza ninguna, y los cantaba sin haber estudiado nunca los pneumas ni el canto». Hildegard enseñó a cantar y a interpretar la música a muchas mujeres y monjas de su época para acompañar el lento transcurrir de la vida del claustro.
Tras la adopción de la liturgia romana por los carolingios y la fijación por escrito del repertorio en forma de notación musical llegará una larga época del gregoriano que se mantendrá hasta nuestros días con un repertorio más o menos estable en las diversas regiones de la cristiandad. Ese proceso se inicia en el concilio de Burgos de 1081 y va a modificar la forma de rezar y de cantar orando. De hecho todavía están sin resolver algunos enigmas sobre cómo se efectuó el cambio de la liturgia mozárabe a la romana teniendo en cuenta la lentitud con la que suelen desarrollarse estas reformas y la escasa voluntad de cambio de las comunidades peninsulares. Sólo a través de la invasión cluniacense y la llegada de monjes que se incorporan a la vida de los monasterios españoles trayendo la nueva liturgia puede explicarse el paulatino pero inexorable avance del ritual centralista romano. Todo esto con matices, ya que en un par de antifonarios de los archivos capitulares de Toledo, pueden rastrearse orígenes franceses, de Cluny, transmitiendo a su manera aquella liturgia universal que la Iglesia pretendía imponer. Por tanto, cuando Fray José Sigüenza escribe que "quisieron nuestros padres y pusieron buen cuidado en ello, que el canto de nuestro coro estuviese lleno de mucha compostura, gravedad y modestia pretendiendo se hiciese más con el corazón que con la boca usando el canto que había en España, el de mejor sonido, cual era el que se usaba en la iglesia de Toledo, a quien siempre han imitado en cuanto han podido" , en esa reflexión se puede descubrir que habla no sólo de un repertorio recogido y custodiado en un manuscrito toledano desde los siglos XIII a XV, sino de una forma de presentar, cuidar y transmitir ese repertorio, que seguirían practicando algunas órdenes, como los jerónimos, hasta que fuese "litúrgicamente" posible. Hasta la reforma del canto gregoriano de los siglos XIX y XX, la tradición oral estuvo pues viva de manera muy diversa en las diferentes etapas por las que fue atravesando hasta ahora. En cualquier caso, en la Edad Media se inicia un proceso, aceptado plenamente hoy día, que confería a lo escrito la categoría de ley dándolo una credibilidad que ya no iba a tener la comunicación verbal.
La Semana Santa es un maravilloso conjunto de rituales, de signos externos, que son patrimonio de todos y, hoy más que nunca, un tesoro añadido que debemos esforzarnos en conservar. Pero además es un mundo sonoro con un característico poder ambientador; ese mundo, que ha sido creado sobre una inteligente alternancia de sonidos y silencios, nos envuelve -querámoslo o no- y condiciona nuestro estado de ánimo. En el silencio -interior y exterior- hablan las imágenes y nos comunican una doctrina antigua, a medias aprendida y a medias figurada, que con voz magistral nos manifiesta un extraordinario Misterio. En el sonido intervienen juntos ethos, el carácter, y etnos, el pueblo, creando una música o unas resonancias que provocan en el oyente una determinada disposición. La trompeta ronca o la caja destemplada, de las que tanto se habla en los libros de cofradías desde el siglo XVII, sobrecogían invitando a la meditación y a la piedad. No por casualidad los instrumentos musicales cumplían un papel importante durante los días en que la Iglesia había decidido honrar la memoria de un acontecimiento tan extraordinario. Así, las campanas enmudecían, según indica ya en el siglo XI el Ordo Romanus, desde la hora nona del Jueves Santo hasta las tres de la tarde del Sábado Santo, cuando el sacerdote pronunciaba el "Gloria in excelsis Deo"; una razón mística asistía esta antiquísima costumbre, razón que explicó Guillermo Durando a comienzos del siglo XIV alegando que así como las campanas representaban a los predicadores evangélicos y durante estos tres días los Apóstoles estuvieron escondidos y callados habiendo abandonado a Cristo que tuvo que dar él solo el testimonio de la Verdad desde el leño de la cruz con voz apagada, así sólo debían hablar los maderos. Estos maderos que sonaban de Gloria a Gloria servían para dar aviso del comienzo de los Oficios, para acompañar el Viático o tocar el Angelus y, fundamentalmente, para las Tinieblas. Me refiero a esos instrumentos de madera que crepitaban al chocar una tabla con otra (como en el caso de las tablillas), al golpear el leño con un mazo o aldaba (como en el caso de las matracas) o haciendo sonar unas lengüetas accionadas por una rueda dentada (como sucedía en las carracas). De este modo y con esos elementos, la Iglesia nos convocaba con una madera por haber muerto Cristo sobre ella y ser su símbolo. Y justamente por simbolizarle a Él, por ser su alegoría, la Iglesia permitía que estuviese en manos de todos y se hiciese vibrar por todos en los momentos de más dolor y angustia.
Durante el Oficio de Tinieblas de los tres últimos días de la Semana Santa se cantaban, ya caída la tarde, los salmos acostumbrados en las principales iglesias y templos. Delante del altar y al lado de la Epístola se colocaba el Tenebrario, candelabro triangular con quince velas, siete a derecha y siete a izquierda flanqueando a una de mayor tamaño denominada la vela María. Según se iban desgranando salmos y lecciones se iban apagando las luces por riguroso orden: La primera, la más baja del lado del Evangelio; la segunda, la inferior del lado de la Epístola; la tercera, la situada inmediatamente a la primera; la cuarta, la contigua a la segunda...y así, sucesiva y alternativamente, se iban extinguiendo todas las velas del candelero menos la vela María, continuando con los seis blandones amarillos que estaban sobre el altar y con todas las demás lámparas y luces de la iglesia. Cuando el acólito, arrodillado en las gradas del altar mayor y con la vela María entre sus manos, iba a esconderla detrás del altar en el mismo lado de la Epístola fuera del alcance de la mirada del pueblo, la oscuridad se acentuaba en la Catedral o en el templo. Expectantes, todos los fieles presentes aguardaban de rodillas a que el sacerdote entonase el "Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem". Después, escuchaban el sosegado cántico del Miserere: "Darás gozo y alegría a mis oídos y mis huesos humillados saltarán de contento". Y finalmente, al escuchar el texto añadido al salmo "Señor, conózcante justo en tus palabras y venzas cuando juzgaren de ti. Fue llevado el Señor como oveja a la víctima y no abrió su boca", el mundo parecía venirse abajo como se vino con la muerte de Cristo. Cientos de carracas, matracas y tablillas quebraban el aire reposado y silencioso de los templos para protestar por el tránsito del Salvador, para estremecerse como se estremeció el universo entero.
El canto del Miserere, por tanto, tenía una significación especial tanto desde el punto de vista de la liturgia -o sea del servicio público- como desde el punto de vista emocional, íntimo, de cada cristiano, ya que tocaba la fibra sensible y abordaba de forma emotiva y directa el tema del arrepentimiento y de la culpa. Son famosas las traducciones y glosas de Fray Luis de León, Francisco de Borja, Jorge de Montemayor, Lope de Vega, Cristóbal del Hoyo y, en particular -ya que es el tema central de esta ponencia-, la paráfrasis en décimas escrita por Manuel Azamor y Ramírez que aún se sigue cantando en muchos pueblos de España como tema popular, atribuyéndoselo en muchos casos al célebre predicador Fray Diego José de Cádiz, capuchino que recorrió el país a fines del siglo XVIII convenciendo con su verbo apasionado a miles de personas en sus famosas misiones. Tan buena acogida tuvo esa traducción (“Ten mi Dios, mi bien, mi amor, misericordia de mí...”) que hay más de 30 ediciones impresas en España y América desde la primera que apareció entre 1770 y 1780, unos años antes de que Manuel Azamor fuese propuesto para obispo de Buenos Aires por el rey Carlos III, cargo en el que fue confirmado por el Papa Pío VI. La mayor parte de esas ediciones recogen sólo el texto en castellano de las 20 glosas en décimas al texto latino del salmo. Me parece contradictorio y paradójico que el Miserere en décimas compuesto por Azamor –un obispo culto, poeta ilustrado, y con una gran biblioteca de casi mil títulos que legó a la ciudad de Buenos Aires- se haya atribuido desde comienzos del siglo XIX al enérgico Fray Diego, antiregalista convencido y autor de soflamas verbales contra el poder real, ése que, bajo capa de modernidad y progreso, trataba de introducir en España ideas reformistas. Probablemente no es casualidad que, tras la muerte del capuchino, considerado como santo en vida y a quien sus biógrafos achacan hechos considerados como milagrosos, algún seguidor fervoroso se aprovechara de la popularidad de la traducción para incluirla en la bibliografía abundante de Fray Diego ya que el texto, espiritual e inofensivo, sólo era expresión de una religiosidad sin tacha y mostraba, a través de 20 preciosas décimas, el fino sentimiento y el sincero fervor de un prelado al que las circunstancias políticas y terrenales alejaron de su propio país. Pero no me parece que una traducción tan delicada y sensible como ésta tenga que ver con el espíritu ardoroso y combativo que exhibió siempre Fray Diego. Bastaría con leer el texto El soldado católico en guerra de religión para darse cuenta de qué poco necesitaba el capuchino de Cádiz para tomar las armas y usarlas. Aunque murió joven, con tan solo 58 años, tuvo tiempo de escribir mucho, predicar más e incluso descansar entre misión y misión en el convento de Cabra a donde se retiraba para reponerse cuando la salud se lo pedía. Reconozco que un estudio profundo sobre la personalidad de Fray Diego nos llevaría a contemplar aspectos de su comportamiento que hoy entrarían dentro de los denominados trastornos narcisistas: toda su obsesión en las cartas que envía a su confesor -al que llama padre y abuelo- es hacer reiterado reconocimiento de su humildad, tanto que llega a incurrir en un exceso de preocupación por sí mismo. Independientemente de esa actitud, el capuchino fue un propagador de la veneración a la cruz y probablemente también un admirador oculto de la ternura y delicadeza -de la verdadera humildad- con que había sido escrito el Miserere de que hablamos. Describiendo a su confesor una de sus misiones, comenta:
Esta fue una función devotísima y muy solemne; es de suponer que en todo el pueblo no había una sola Cruz por las calles, plazas ni campos; esto me movió a disponer, con acuerdo del Sr. Gobernador, muy amigo mío y hombre piadosísimo, sensato, anciano, y ejemplar, el colocar la Santa Cruz en los sitios públicos. Para esto, congregados los pueblos la mañana del día 27, revestido yo con alba y capa pluvial, y acompañados de dos señores Vicarios, uno el de la misma Carolina, y otro el de Arjona llevando cada uno su cruz de madera, labrada, como de a vara, y yo otra de a dos varas y tercia de largo y de cuatro dedos de grueso, abrazado con ella, salimos de la Iglesia con repique de campanas, y fuimos en forma de procesión cantando el Rosario y nosotros tres rezando el Miserere y fuimos a un alto, como medio cuarto de legua de la población, puse mi cruz clavada en tierra, hice la bendición solemne, como la trae el Ritual Romano, y con ella las otras que traían los acompañados y otros sacerdotes, se hizo la adoración y nos volvimos al pueblo, en cuyas plazas y sitios más principales pusimos otras seis, con mucha devoción y consuelo de todos, llorando muchos de gozo y ternura. Yo estaba con una alegría y lleno interior bastantemente notable; volvimos a la Iglesia y se concluyó con el Te Deum, y a las doce subí al balcón y les hice una muy devota plática de los misterios de la Santa Cruz, de la devoción y veneración que debíamos tenerle, y de su mística inteligencia para nuestra enseñanza. Encargué se pusiesen en todos los pueblos nuevos, y además que en cada uno se pusiese la Vía-sacra, y así lo prometieron los Padres Curas y el Sr. Gobernador, etc. Dios sea glorificado por todo.
Además de misiones como esta que acabo de recordar, centradas en la devoción a la cruz, o de ceremonias como el desenclavo, determinadas costumbres, como la de rezar en la Corona un septenario (más dos avemarías) se basaban también en piadosas creencias como la de que la Virgen vivió 72 años antes de abandonar este mundo para ser trasladada al cielo. Hay mucha discusión acerca de este punto, aunque el sabio alemán Euger, que publicó el texto árabe del Tránsito de la Bienaventurada Virgen María en 1854 tras descubrirlo en una biblioteca de Bonn, no dudaba en afirmar que la Virgen tenía 48 años en la época de la Pasión. Otros autores como Evodio, citado por Nicéforo, calculaban que tendría 57 años cuando se produjo su tránsito. San Hipólito de Tebas, decía que 59. San Epifanio sube a los 70 y Melitón, obispo de Sardis, sostiene que la Asunción tuvo lugar 21 años después de morir Cristo. La tradición franciscana aceptó los 72 basándose en relatos apócrifos como el citado y tradiciones antiguas como La Vie de trois Maries, del clérigo francés Jean Vennet, del siglo XIII, época en la que, por cierto, vive San Francisco de Asís.
Sin duda es entonces cuando se produce una renovación en el interés por llevar a cabo representaciones sobre la Pasión de Cristo. El hecho de que existan textos como el de Montecasino (casi un siglo anterior, pues es de mediados del XII) y restos de tropos más antiguos ya dialogados, refleja una tendencia a convertir los episodios evangélicos que narran la muerte de Jesús en drama litúrgico, representado generalmente dentro del templo. Así, el tropo llamado Visitatio Sepulchri se manifiesta como la primera escenificación conocida en España de tales pasajes. Que esa costumbre era ya popular en la Edad Media, se evidencia en el comentario que hace el rey sabio Alfonso X, en la primera partida, título sexto, ley trigésimo quinta, cuando dice que los clérigos no deben hacer dentro de las iglesias juegos de escarnio; y continúa: "Pero representaciones hay que pueden hacer los clérigos, como el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, y también su Resurrección, que demuestra cómo fue crucificado y resucitó al tercer día".
Esta tradición dramática se ve reforzada por autores posteriores, como Lucas Fernández, Lope de Vega y tantos otros, que elevan la costumbre a la categoría de obra de arte literaria. Todos ellos contribuyen en gran manera a lo largo de siglos con la representación de sus obras, a desarrollar facultades como la memoria o la inteligencia, y a mantener viva la fe sobre todo en el medio rural, siendo por ello elementos de verdadera civilización, como todo aquello que enseña a pensar y contribuye a ennoblecer los sentimientos. A ello dedicaron sus esfuerzos también, aunque muchas veces se excedieran en el uso de recursos dramáticos para la consecución de nobles fines, todos aquellos misioneros que predicaron durante cientos de años en el medio rural español, echando mano de misereres y cantos de perdón para cumplir mejor su cometido.
Espero que Dios y Fray Diego José tengan misericordia de mí por arrebatar a un beato algo que parecía suyo, pero ya estoy prácticamente seguro de que alguien -sin duda con devoción por Fray Diego- copió la versión parafraseada que hizo Azamor sobre el salmo 50 y se la atribuyó al capuchino, haciendo bueno el famoso dicho de "ser más papista que el Papa". También cabe la posibilidad de que el propio Fray Diego conociera, en sus viajes por Andalucía, alguna de las ediciones que aparecieron solamente con las siglas o sin la mención de autoría de Azamor y se apropiara él mismo de la traducción sin demasiados remilgos. O bien que conociera que era del obispo, pero al saberlo lejos, en América, no tuviera problemas de conciencia para incluirlo entre sus oraciones habituales y después de su fallecimiento se mezclara con su repertorio como una creación personal más. La atribución del texto a Fray Diego se inicia en 1818 (Madrid, Miguel de Burgos), siguiendo dos fórmulas, la que se titula "El Miserere en verso castellano..." y la que comienza "El Miserere parafraseado en décimas castellanas...", coincidiendo ambas en el subtítulo que anuncia que se publica según "el espíritu del real profeta David". La primera fórmula la siguen las ediciones de 1818 mencionada, de 1842 (Madrid, Aguado), 1844 (Madrid, Miguel de Burgos, segunda edición), 1850 (Úbeda), 1864 (México), 1867 (Lyon, Scheuring) y 1876 (San Luis Potosí). La fórmula segunda -o sea la que comienza "El miserere parafraseado"-, aparece en las ediciones de 1831 (Zaragoza), 1834 (Madrid), 1856, 1858 y 1859 (Madrid, La Esperanza), 1874 (Barcelona), 1882 (Santander) y 1889 (Málaga, Ambrosio Rubio).
Don Manuel Azamor, que tituló su texto "El salmo Miserere puesto en devotas décimas y dedicado a Jesuchristo crucificado" tiene al menos 10 ediciones conocidas del mismo en las que aparece como autor. La más antigua, que está impresa en Antequera tal vez en la década de los 80 del siglo XVIII, incluye un prologuito en el que, bajo las mismas siglas de autoría D.M.A.R (Don Manuel Azamor Ramírez) muestra una jaculatoria a una imagen de Cristo crucificado (xilografía de la cruz con unas torres y una calavera al pie), jaculatoria que se corresponde con un verso del salmo 115 "O Domine, ego servus tuus, et filius ancillae tuae". La posible fecha de impresión de esta primera edición conocida nos hace pensar en que acaso salió dicho Miserere de las prensas de Agustín Doblas, de quien sabemos que compró un establecimiento tipográfico en Antequera que había pertenecido a los hermanos López Hidalgo. La escritura de venta de esa imprenta está fechada en 1767 y en ella se reconoce que los tipos "estaban algo viejos y gastados", lo que parece coincidir con algunas de las características del librito: palabras como "bien" o "mengua" aparecen con la clásica vírgula sobre la "e" que sobreentiende la "n" -aspecto ya desusado en la época de que hablamos- y algunos acentos graves que se muestran en el texto habían comenzado a caer en desuso también a partir de la publicación de la Ortografía de la Academia de 1741. La marca de agua es una filigrana en la que aparece la cabeza de un caballo, que bien podría ser la utilizada por el fabricante valenciano de papel Barbarosa que trabajó con molino propio a partir de 1784. Si consideramos esa posibilidad, en ese arco de menos de 20 años se podría fechar la edición.
Otra opción, por la que parece se inclina el anterior propietario del librito quien anota a lápiz en la contraportada la sugerencia, es que saliera de la imprenta de Antonio de Gálvez y Padilla.
Tras esta impresión están las consabidas ediciones de Buenos Aires (1797, un año después de la muerte del obispo) y otras como las de Sevilla (Joseph Hidalgo, 1805, y Anastasio López, 1819), o la publicada en México en 1804 (León de Guanajuato, por Mariano Joseph de Zúñiga) y 1895 (Imprenta del Sagrado Corazón de Jesús). Finalmente algunas ediciones, como la de Santiago de 1829, no mencionan ningún autor aunque sin duda confirman la gran popularidad que tuvo el texto. En esta que acabo de mencionar, el Miserere aparece en la segunda parte como uno de los medios más eficaces para excitar el dolor en el cristiano, recomendando su lectura durante la misa. La traducción del obispo Azamor se presenta allí como un ideal acto de contrición al que siguen posteriormente los siete salmos penitenciales, probablemente en versos del propio autor Ramón García Montes, quien vuelve a repetir el salmo 50 en su personal transcripción, mucho más culta e imperfecta que la de Azamor, para quien he tratado de reivindicar en esta ponencia la autoría del popular texto.
Bibliografía
-Calasanz de Llevaneras, José: Vida documentada del Beato Fray Diego José de Cádiz, misionero apostólico capuchino. Roma, tipografía de Miguel Lovesio, 1894.
-Llordén, P. Andrés: La imprenta en Málaga. Ensayo para una Tipobibliografía malagueña. Málaga, Caja de Ahorros Provincial, CSIC, 1973. 2 tomos
-Gayoso Carreira, Gonzalo: Historia del papel en España. Lugo, Diputación provincial, 2006. 3 tomos.
-Sigüenza, Fray José de: Historia de la Orden de San Jerónimo. Publicada con un elogio de_. Madrid, Bailly Bailliere, 1907.
El salmo miserere puesto en devotas décimas y dedicado a Jesuchristo crucificado
I
Ten mi Dios, mi bien, mi amor
misericordia de mí,
ya me ves postrado aquí,
con penitente dolor:
ponga fin a tu rigor
una constante concordia,
acábese la discordia,
que causó el yerro común,
y perdóname según,
tu grande misericordia.
II
Y según la multitud
de tus dulces y adorables
misericordias amables,
sácame de esclavitud.
Ya me ofrezco a la virtud,
y protesto a tu bondad,
que con letras de verdad,
caracteres de mi fe,
yo tu amor escribiré:
borra tú mi iniquidad.
III
Lávame más, buen Señor,
de mi iniquidad, porque
aun lavado, yo no sé
qué me asalta de temor.
Fuentes de mi Salvador,
que habéis al mundo regado,
a mi corazón manchado,
lavad en vuestras corrientes,
y tú dueño de estas fuentes
límpiame de mi pecado.
IV
Porque yo en mi desvarío
conozco mi iniquidad
conozco que mi maldad
atropelló a mi albedrio:
que fue doble el yerro mío.
Miré, vi, quise, caí
fui sangriento, te ofendí
no puedo ocultarlo ya.
Conozco que siempre está
mi pecado contra mí.
V
Contra ti solo pequé,
a ti sólo te ofendí,
hice delante de ti,
el mal con que te agravié:
lo confieso para que,
o bien me castigares,
o bien si me perdonares,
te justifiques Señor,
en tus palabras de amor,
y venzas cuando juzgares.
VI
Ya ves que en iniquidades
fui concebido, Señor,
¿qué quieres de un pecador
que se concibió en maldades?
Merezca ya tus piedades
quien en culpa se formó;
si esta hechura se quebró:
templa tus ojos airados,
pues en males y en pecados
mi madre me concibió.
VII
Ya ves, ¡oh Dios de mis cultos,
pues amaste la verdad,
con cuánta sinceridad
te confieso mis insultos.
Tú los inciertos y ocultos
arcanos que has reservado,
allá en el seno sagrado,
de tu alta sabiduría,
ciertos, claros como el día
me los has manifestado.
VIII
Me rociarás ¡oh bondad!,
con hisopo de tu sangre,
hasta que en fin se desangre,
la vena de mi maldad.
Me limpiaré, y tu piedad,
si sobre mí se conmueve,
y el sacro rocío llueve,
me lavarás y seré
puro, limpio quedaré,
y blanco más que la nieve.
IX
A mi oído le darás
un gran gozo y alegría,
cuando oiga anunciar el día,
en que me perdonarás.
Mis entrañas llenarás
de placer, escucharán
tu voz y te cantarán
himnos a ti consagrados,
y mis huesos humillados
de contento saltarán.
X
Aparta tu rostro ya
de mis pecados y mira,
que tu dulce vida expira
por mí, que por mí se da.
Tu sangre pidiendo está,
el perdón de mis maldades,
y para que a tus piedades,
veloz mi espíritu corra,
destruye, consume y borra
todas mis iniquidades.
XI
Un corazón limpio cría,
¡oh Dios! en mi pecho impuro,
rompe este corazón duro,
derrite esta nieve fría.
¡Ah! engañosa pasión mía,
cuán blandamente me dañas!
Tú Señor, que a nadie engañas,
dame un casto y dulce afecto,
y un noble espíritu recto
renueva tú en mis entrañas.
XII
No me arrojes enojado
de tu presencia, Señor
que esta hechura, tu dolor
y tu sangre te ha costado.
Perdí a Dios, dejé a mi amado,
y pues que yo te perdí,
deja que se anegue aquí,
mi culpa en un mar de llanto,
mas a tu Espíritu Santo,
no lo retires de mí.
XIII
Vuélveme ya la alegría
de tu salud que he perdido,
y volverá a su sentido,
y placer, el alma mía.
Venga ya el alegre día,
que ponga fin a mi mal,
y con la gracia final,
confírmame en tu afición
con un noble corazón,
y espíritu principal.
XIV
Yo mismo, yo enseñaré
a los malos tus caminos;
de sus torpes desatinos,
Señor los apartaré:
yo con tu luz guiaré
los tristes hijos de Adán,
ya que tan ciegos están
en los locos desvaríos
de su error, y los impíos
a ti se convertirán.
XV
Líbrame de sangre ajena,
¡oh Dios, Dios de mi salud!,
yerros de mi juventud
me han labrado esta cadena.
Cautivo el corazón pena,
gime, llora, y llorará,
y el mundo todo sabrá
que el mar de mis culpas mengua
con lágrimas, y mi lengua
tu justicia cantará.
XVI
Señor abrirás mis labios,
publicaré tus grandezas,
y te volveré en finezas,
cuanto te quité en agravios:
si para tus desagravios
das aliento a mi esperanza,
te entregaré sin tardanza,
este corazón de roca,
y agradecida mi boca,
anunciará tu alabanza.
XVII
Porque si hubieras querido,
sacrificio ensangrentado,
cierto que lo hubiera dado,
para aplacarte ofendido.
Pero estoy bien advertido
que al corazón miras más,
y pues lágrimas me das,
lloro mis días infaustos,
buen Dios, que en los holocaustos,
tú no te deleitarás.
XVIII
Sacrificio es para Dios,
un espíritu rendido.
atribulado, afligido,
partido de pena en dos.
Confiado llego a Vos,
resuelto a no pecar más,
que un corazón que verás
ya contrito y humillado,
arrepentido enmendado
mi Dios, no despreciarás.
XIX
Benignamente, Señor,
con vuestra dulce piedad,
y tu buena voluntad,
trata a la amada Sión.
Benigno tu corazón,
acabe de hacer también
que no tarde más mi bien,
que se enjuguen ya mis llantos,
que se edifiquen los santos
muros de Jerusalén.
XX
Entonces aceptarás
de justicia el sacrificio,
las oblaciones propicio,
y los holocaustos más.
Entonces recogerás
de montes, valles y cerros
víctimas que por sus yerros
penitentes gemirán;
entonces, Señor, pondrán,
sobre tu altar los becerros.
Algunas ediciones:
1784 (¿) D.M.A.R.
El salmo miserere puesto en devotas décimas y dedicado a Jesuchristo crucificado
Antequera
1797 Manuel de Azamor y Ramírez
El salmo miserere puesto en devotas décimas y dedicado a Jesuchristo crucificado
Buenos Aires
1805 Manuel de Azamor y Ramírez
El salmo miserere puesto en devotas décimas y dedicado a Jesuchristo crucificado
Sevilla, Imprenta de Don Joseph Hidalgo
1816 Juan Chacón
Nuevo exercicio cotidiano del cristiano que contiene quanto debe practicar desde que despierta hasta acostarse.
Madrid, Francisco Martínez Dávila
1818 Fray Diego José de Cádiz
El miserere traducido en verso castellano por el Rvmo. P. Diego José de Cádiz según el espíritu del real profeta David, a expensas de la señora Doña Manuela Gámiz de Vasallo
Madrid, Miguel de Burgos
1828 Alejandro Gómez
Nuevo devocionario. Contiene las principales devociones que debe practicar el cristiano contemplativo. Recopilado por...
Madrid, Imprenta que fue de Fuentenebro
1829 Ramón García Montes
El hijo incrédulo arrepentido y convertido por su mismo padre
Santiago, imprenta de Don Ramón Temes y Gil
1831 Fr. Diego José de Cádiz
El miserere parafraseado en décimas castellanas por el venerable capuchino y MRP---misionero apostólico
Zaragoza, Imprenta de Antonio Molina
1838 Manuel de Azamor y Rodríguez (sic)
El Salmo Miserere
Mexico Imprenta de Abadiano y Valdés
1839 Santiago Romero
Cithara sagrada de aspiraciones devotas para rezar el santo rosario, recordar la Pasión del Salvador, visitar el jubileo, meditar la misa y hacer una buena confesión y comunión.
Cádiz, Imprenta de Ñiel, hijo