Joaquín Díaz

TRISTE ESPAÑA


TRISTE ESPAÑA

El Norte de Castilla. Pluma de cristal

La canción de Juan del Encina

03-02-2000



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La expresión no es mía -que no quiero acrecentar las tribulaciones e inquietudes de este comienzo de milenio-, ni siquiera es de hoy, aunque hasta en las existencias más positivas se sientan alguna vez tentaciones de pronunciarla. Con ella se lamentaba hace quinientos años Juan del Encina por la muerte del príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos, cuya pérdida dejó sumido en terrible desconsuelo a todo el reino. ¿Qué habría sucedido en nuestro país si ese heredero hubiese llegado a reinar y, como era natural, se hubiese asegurado una descendencia con la hija del Rey de Romanos, Margarita? La imaginación se excita en vano. Creo que el pueblo no quiere medianías: prefiere la alegría desbordada o la tragedia. Así, se puede decir con el cronista anónimo que "dio su muerte el mayor dolor, pérdida, tribulación y desventura que jamás dio muerte de príncipe". Vázquez de Tapia, Guillén de Avila, el comendador Román, el bachiller de la Pradilla y Constantino Lascaris, entre otros, dejaron en versos su honda pesadumbre. Y a sus trabajos se unieron composiciones anónimas que fueron creando situaciones legendarias adobadas seguramente por la sucesión de desgracias que se abatió en poco tiempo sobre los reyes Isabel y Fernando: la prematura muerte de la niña que esperaban don Juan y doña Margarita a quien su padre antes de morir ya había convertido en "legitima e universal heredera"; el fallecimiento, un año después, de la reina Isabel de Portugal, hermana de don Juan e hija de los monarcas católicos, al dar a luz al príncipe don Miguel, futuro rey de toda la Iberia; la desaparición por último a la tierna edad de dos años y medio de este niño a quien las Cortes habían jurado como príncipe de Castilla y León y al que correspondía la corona de Portugal por ser hijo legítimo de don Manuel...
Tanta desgracia acumulada, tanto destino adverso, movió probablemente a algún poeta a crear un romance que llevó a la imprenta con el cuidado de no revelar su propio nombre. Esa balada se ha conservado de boca en boca, de generación en generación, y aún se canta en tierras de España y Portugal con el lúgubre comienzo:
Tristes nuevas, tristes nuevas
que se corren por España:
La muerte del rey don Juan
que malito estaba en cama...
Cuenta el autor del romance la desesperación de los médicos por no poder aliviar la mala providencia del príncipe. Pesa veladamente sobre los versos la advertencia, de la cual se hace eco Pedro Mártir, que habían hecho los doctores y el propio rey para que el joven príncipe fuera más moderado en su vida sexual, pretensión que rechaza firme la reina alegando: "No es conveniente que los hombres separen a quienes Dios unió con el vínculo conyugal".
El pueblo entiende que don Juan ha muerto de exceso de amor -amor humano, pero amor al fin- y le compadece por boca del poeta. También se apiada de la viuda a quien el heredero de la corona de España encomienda a su propio progenitor:
Padre, mire por mi esposa
que es niña y está ocupada;
de los dones que la di,
padre, no la quite nada,
tampoco el anillo de oro
que la di de enamorada...
Pese a estar rodeado de médicos, la leyenda pone en labios del doctor de la Parra (un médico judío -¿tal vez ya un chivo expiatorio?-) la horrible verdad:
Tres horas te doy de vida
dos para estar en la cama
y una para disponer
de las cosas de tu alma...
Finalmente, y como haciendo suceder en un solo acto acontecimientos distantes entre sí, la princesa malpare y, antes de morir, augura a la criatura de sus entrañas un peregrino futuro:
Si te crías para el mundo
serás príncipe en España
y si no irás a gozar
de las bienaventuranzas.
La muerte sucesiva de todos los herederos conduciría a nuestra historia moderna por un itinerario insospechado. Por eso Juan del Encina, el soberbio poeta salmantino, se lamentaba así desconsoladamente:
Triste España sin ventura
todos te deben llorar.
Despoblada de alegría
para nunca en ti tornar...