Joaquín Díaz

EL BRAZO DE MATIAS


EL BRAZO DE MATIAS

El Norte de Castilla. Pluma de cristal

Un cuento

18-08-1988



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Llegaba con el buen tiempo. Le daba igual la estación o la fecha que fuera: en cuanto venían dos días seguidos de calor se presentaba Matías con su mercancía. Las alforjas llenas de cacharros -orzas, lebrillos, modorros, botijos, cántaros- encima de una mula a la que decía querer como a una hermana. Cuando el posadero le preguntaba si le apetecía tomar alguna cosa antes de acostarse y apiensar la caballería, Matías contestaba indefectiblemente: "Ponme a mí un par de huevos porque la mula viene cenada" Luego, con el jarro en la mano, empezaba a contar la misma historia de todos los años: cómo perdió el brazo. Porque a Matías le faltaba uno; bueno, en realidad era el antebrazo, que el muñón le llegaba al codo. Se dejaba preguntar y luego se extendía, como regodeándose en el relato.
-"Pues esto me pasó en Sanabria, subiendo de Vigo a San Martín".
Los ojos de los críos que todavía no se habían ido a la cama se abrían más y más cuando iba llegando a la escena principal. Al echarse la noche encima había tirado por aquel atajo que le enseñó el Tío Pendejo, el coplero. Le costó reconocer que se había perdido en el monte.
-"Cago en tal" -decía mirando a todos como si estuviera tratando con unos chaparros o unas matas de roble-. "Si se pierden hasta las más santas, cómo no me iba a perder yo".
Bajaba el tono de la voz y subía el dramatismo de la narración.
-"Conque en esto, oigo un chasquido detrás de mí y la mula que se me espanta".
Al llegar a ese punto sólo se escuchaba el fuego en la cocina. Matías era el dueño de la posada. Jadeando, luchando, girándose sobre la banqueta, levantaba la mano izquierda como agarrando el ronzal de la mula mientras con la derecha se defendía de los lobos. Venían a oleadas; primero uno más atrevido; luego dos o tres tirando viajes a las patas del animal, que lanzaba coces despavorido. Al final pasó lo que tenía que pasar: una loba con una boca como una cueva, de grande y de negra, le enganchó del brazo y se lo llevó. Al brazo, no a él. Él se quedó dando gritos en la oscuridad y agitando alocadamente lo que pensaba que todavía era su brazo y que, misteriosamente, había dejado de pesarle. Los lobos no volvieron a atacarle. Como pudo, y tras haber comprobado con horror que le faltaba la mano cuando quiso subirse a la caballería, llegó a San Martín. Allí le curó una compostora y le dio una dómina de San Antonio contra los lobos para otra ocasión comprometida...En ese punto de la narración Matías nos recitaba la oración y nos mandaba a todos a dormir.
En realidad no sé qué año fue, pero Matías desapareció sin dejar rastro después de que pasara por aquí aquel paisano suyo. También era trajinero. Se rió mucho cuando recordamos la historia de los lobos que todos sabíamos de memoria. Se congestionaba al reir mientras todos aguardábamos pacientemente a que explicase aquel inesperado desahogo. Cuando pudo volver a hablar nos dejó de piedra. Matías era un pájaro que se había pasado la vida dando de comer gratis a la mula. Con la excusa de que ya venía cenada, rechazaba el celemín que le ofrecían los venteros y se lo ahorraba; pero cuando todos dormían, se levantaba e iba a hurtadillas hasta el arcón donde se guardaba la cebada y llenaba una medida de las suyas de buen grano con el que alimentaba sobradamente a su "hermana". Al posadero de Torreval le engañó más de cuarenta veces. A la cuarenta y una, sin embargo, le esperó en la oscuridad de la cuadra. Y cuando Matías rellenaba confiadamente su vasija, dejó caer con todo su enorme peso la tapa del arcón, que cercenó limpiamente el brazo del infeliz.