Joaquín Díaz

LOS ANCARES LEONESES


LOS ANCARES LEONESES

El Norte de Castilla. Pluma de cristal

La comarca de los Ancares

11-08-1988



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Los valles de los ríos Ancares y Burbia han quedado en mi memoria como unos de los parajes más hermosos que haya podido contemplar. De nada serviría describir con palabras lo que sólo se podría entender a través de los sentidos: colores, aromas, sonidos, silencios...Sin embargo me arriesgaré a compartir tres recuerdos, seleccionados entre las mil anécdotas que me sucedieron en los distintos períodos de tiempo en que recorrí aquellas benditas tierras para conocer mejor a sus gentes y su cultura.
El primero y más importante tiene que ver con una reflexión personal. Después de compartir casa, comida y conversación con algunos ancareses comencé a preguntarme si es correcto atribuir un sentido exclusivamente económico a las palabras riqueza y pobreza. Aquellas personas, aun careciendo de lo que hoy día nos parece tan natural y tan necesario para nuestras vidas, me ofrecían –como antes lo hicieron los sanabreses- una riqueza extraordinaria de lenguaje, de expresiones, de vivencias, que se interiorizaba creando unos vínculos indestructibles con el entorno, con el pasado, con la propia existencia. Había una naturalidad tan aparentemente sencilla en sus gestos y en su comportamiento que hasta a ellos mismos les resultaba difícil reconocerlo. Nada de sofisticación, ausencia de snobismo, carencia de lujo superfluo, pero cuánta generosidad en las pequeñas cosas, cuánta prodigalidad en la imaginación, en la fantasía. La vinculación cotidiana con el patrimonio familiar, con la sabiduría antigua en la que nada era prolijo ni innecesario, cambiaba el valor del tesoro, que no constituía una riqueza en sí mismo sino por el uso adecuado y moderado que se le daba. Tantas cuantas veces regreso a esta cuestión, vuelvo a preguntarme qué extraño maleficio, qué inadecuadas formas de progreso dejan indiferentes, aburridos y sin peculio lingüístico a los que denominamos habitualmente ricos, privando a los pobres de la posibilidad de envejecer dignamente conservando su acervo y su historia. ¿Será que esa riqueza suele ir unida a una imposición violenta de sus premisas y entre éstas no acostumbra a figurar la cultura? Las civilizaciones que quisieron fomentar la delicadeza y la sensibilidad en las cosas del espíritu sucumbieron a manos de otras más bárbaras y esa es la historia resumida del género humano: construir sobre la destrucción.
El segundo recuerdo tiene que ver con otra de las riquezas dilapidadas en nuestro tiempo: el silencio. Estando alojado en una casa de Burbia tuve la sensación una noche de que me había muerto, tal era la quietud y la ausencia de sonidos. Tuve que abrir la ventana, ya un poco angustiado, para convencerme de que no había pasado a lo que llaman mejor vida; el murmullo del regato que discurría por el medio de la calle me devolvió las sensaciones vitales con el mejor y más adecuado de los pensamientos: Todo fluye.
La tercera idea me ha costado muchas discusiones y no pocas controversias, pero sigo pensando que es cierta. Hoy los Ancares están mucho peor comunicados que en siglos pasados. Me explicaré. La profesión por excelencia del ancarés hasta hace un siglo tenía mucho que ver con el comercio y la arriería. Pese a las dificultades que pudieran ofrecer los caminos de herradura en los días más duros del invierno, eran más viables que las actuales carreteras que unen este territorio con el resto de la provincia de León o con Galicia. Los arrieros salían en cualquier época para vender cera o miel o castañas, o tantos otros productos que se recogían o elaboraban allí, y volvían con aquellos otros de los que carecían. Nos cuesta mucho reconocer que, en ocasiones, el progreso no tenga nada que ver con la calidad de vida.
Muchas personas y circunstancias, cuya cita haría este libro interminable o le convertiría en un catálogo subjetivo de sucedidos, toman forma ahora en la memoria agolpándose sin orden en el umbral del recuerdo. Ahí están la compostora o curandera, el madreñero, el cestero, el molinero, cada uno con la receta justa para desarrollar su oficio en beneficio de los demás. La existencia, por más que a la humanidad le parezca poco importante, sólo tiene sentido si constituye un eslabón que forma parte de una larga cadena. Esa misma cadena que por un lado nos vincula a un pasado -aunque ello sea un menoscabo para nuestra soberbia- y por el otro deja de ser asunto de nuestra incumbencia pues no nos tocará sujetar ese cabo por más que la ciencia avance.
La cultura en los Ancares leoneses es tan antigua como el tejo, ese árbol mágico que todavía subsiste en alguno de sus bosques, y tan espectacular como el canto del urogallo que aún anida en sus hayedos y robledales. No exagero si digo que la canción más hermosa que he escuchado se la oí cantar a una anciana ancaresa, que hablaba del niño Jesús en el portal como si le hubiese acompañado en tan feliz circunstancia, para captar y condensar en unas pocas notas, bellas y tiernas, la secular historia de esperanza. Tampoco miento si digo que asistí a un entierro donde, perdida ya la antigua costumbre de dar caridad, me ofrecieron cinco duros por estar y encomendar el alma del difunto. Los cuentos y las leyendas que allí escuché hablaban de abesedos y lobos como referencias familiares y hostiles, seguramente por haber sido creadas en esas épocas intermedias de la civilización en que la naturaleza y las estaciones se encargaban de convertir los aliados en enemigos y todo lo contrario.
La tentación de quedarse, que podría asaltar al entusiasmado viajero o convertirse en una posibilidad si uno va en vehículo propio, se hace realidad a menudo por la escasez de coches de línea, que nos deja como a Pulgarcito en medio del bosque, abandonados y con el único recurso de esas piedrecitas que hemos utilizado ya en algún cuento anterior con resultado positivo. Si entramos por lo legal a los Ancares, habremos de pasar por Vega de Espinareda. Si lo hacemos por alguna pista de montaña, por ejemplo desde Balboa, podremos tener la oportunidad de contemplar maravillosos paisajes o visitar alguno de esos pueblos que no vienen en el mapa. Cuando hice esa ruta descubrí Paragís, lugar en el que vivían sólo dos habitantes enfrentados. El uno creía en Dios y en los santos y el otro, para llevarle la contraria, sacaba en procesión a un satanás de retablo, medio chamuscado, al que llamaba o demín y al que aseguraba haber visto saltar –dicen las malas lenguas que tras intoxicarse previamente con algún orujo- desde las andas a los castaños y viceversa. Los ancareses son muy conscientes del valor de lo suyo, aunque sepan que anda en almoneda el arte de otros tiempos. Mucho nos costó a Concha Casado y a mí convencer en un pueblo a sus habitantes, que casi nos querían pegar por creernos periodistas, de que la intención de un artículo de Julio Llamazares en El País había sido exclusivamente descriptiva y que no les había llamado papudos. No he tenido ocasión de contárselo a Julio pero estoy seguro de que le gustará el detalle.