04-08-1988
Los tiempos y los usos van modificando el lenguaje y no siempre de forma viciada. Los vocablos viajero, andador o caminante, que antaño pudieron significar lo mismo, hoy están diferenciados por la técnica locomotriz: mientras que los últimos siguen utilizando piernas y pies para el desplazamiento, el viajero utiliza como medio primario de transporte algún vehículo que le haga más llevadero el trajín.
Entre las razones que motivaron y motivan la egresión del hogar, siguen teniendo sentido e importancia las que buscan un resultado terapéutico para el cuerpo o para el espíritu, como las antiguas peregrinaciones; también aquellas otras que están originadas por la curiosidad o el deseo de conocer mejor culturas diferentes y costumbres distintas. Hoy, yo añadiría otro par de motivos nada desdeñables: la exigencia de amortizar el vehículo y convertirlo en una inversión rentable y la necesidad de abrir de par en par las ventanas de la urbe y asomarse a los aires del campo o de la montaña, de donde todos venimos. A esa aventura, cada viajero se atreve con diferente prurito: hay algunos que llevan la mente abierta y la voluntad humilde de reconocer los errores históricos cometidos en el medio rural por economías sin sentido y gobernantes incuriosos. Otros, continúan haciendo ostentación –como si de trasnochados antropólogos decimonónicos se tratara- de su educación superior; frente a la cultura viva, frente a los conocimientos cultivados e integrados en la propia existencia, exhiben estos nuevos Livingstones su sabiduría de concurso televisivo...
Afortunadamente, la admiración por el pasado monumental o la apreciación de las bellezas naturales sobrepasan y anulan cualquier falsa primacía, al tiempo que preparan al individuo para un viaje interior a sus entrañables arcanos, donde se halla lo mejor de cada uno. Así, el viaje es, no sólo un desplazamiento más o menos placentero, sino una actitud personal que se convierte en camino allanado para que transite por él la convivencia y el mejor conocimiento mutuo.