29-07-1988
A última hora de la tarde de un día de junio atravieso el río Duero por el puente que sube a Tordesillas, rodeado por más de tres mil ovejas, cabras y carneros que se desplazan “al paso de una mujer hilando”, tal y como dicen las antiguas ordenanzas de la Mesta que debían avanzar los rebaños. A mi lado, iniciando la marcha, el “mansero”-pastor encargado de llamar al resto de sus compañeros para poner en movimiento toda esta ingente cabaña-, acaricia las testas carnerunas que tienen en él su alta referencia, su adalid más fiable. Jesús Garzón, el infatigable luchador de tantas causas justas, se nos ha adelantado para tomar una instantánea del compacto tropel ocupando por completo el puente; poco antes, pausadamente y sin perder la sonrisa, ha estado contestando a través del teléfono móvil a las preguntas que le hacían unos periodistas sobre su proyecto de la trashumancia. En sus respuestas, concretas y documentadas, palabras claves como “ecosistema”, “cultura milenaria”, “cañadas”, “desertización”... Al final, una súplica:
-Entrevistad a los pastores; ellos son los que de verdad saben de ésto.
Es evidente. En los rostros de los tres rabadanes y el “ropero” que conducen el descomunal rebaño hay una gravedad imperturbable que no se altera ni siquiera cuando un grupo de cabras decide subirse al pretil del puente. Su tez , curtida por el sol y el sudor, tiene el color de las estaciones; las arrugas de la piel semejan una escritura cuyos signos transmiten antiguos conocimientos que llegan a nosotros como las aguas de ese río que cruza perpendicularmente a nuestro paso. Su caudal viene de allá arriba; de un lugar o de un tiempo que no hemos conocido y que parece que no nos atañe al discurrir bajo nuestros pies y llevar otro rumbo. Sin embargo toda esa sabiduría se mueve y vive. Probablemente no se manifiesta con facilidad porque ahora atraviesa un país donde se hablan lenguajes altisonantes y excesivos que su parquedad no entiende. A ellos les sobra contenido y les falta la palabra; a nosotros nos abruma el verbo para no decir nada.
Precedidos de la Guardia Civil y de la curiosidad de muchos automovilistas que han tenido que detener y orillar sus vehículos, continuamos ascendiendo para enfilar el último repecho. Asomada a una alta ventana, una monja enrejada nos contempla tímida y sorprendida de su propia curiosidad. Ayer mismo observaba el tránsito de los caballeros que llegaban a ver a doña Juana y hoy otra vez tanto alboroto... Las flores de los jardines municipales se salvan gracias a la rapidez de reflejos de Jesús Garzón que utiliza su cámara como una honda para ahuyentar a las testarudas ovejas, ignorantes de la hermosura del color e indiferentes a la selección floral.
Las ovejas se mueven al ritmo de zumbos, cencerros y changarras. El pastor, que los afinó a golpes sobre el tas, sabe si éste o aquél no suenan; es capaz de distinguir, sin necesidad de mirar, que tal o cual nota están ausentes en la armonía. A su oído, el conjunto le parece un concierto tan conforme como el que pudiera interpretar una orquesta...
Tan impresionante alboroto, que nada tiene que ver con las escenas bucólicas que sugirieron a los poetas los rebaños, me obliga a reflexionar horas más tarde sobre el futuro que les aguarda en el siglo XXI a todas estas actividades agropecuarias de tradición antiquísima. El ganadero y el agricultor de hoy han perdido su independencia y su capacidad de reacción, atraídos por las subvenciones europeas u obligados a aceptarlas sin remedio aparente. ¿Es posible que no exista solución a la esclavitud económica que soporta el individuo del año 2001? ¿No es posible la vida en el planeta sin estar sujeto a economías globales? Pienso en la despoblación del medio rural en la España de los años 1960 a 1970 y no encuentro explicación razonable al hechizo que la ciudad ejerció sobre los pequeños pueblos; no me valen los casos extremos de necesidad que también existían en las grandes urbes. Me refiero al abandono compulsivo de la casa natal, de la empresa familiar creada y mejorada a lo largo de siglos, del lugar donde vieron la primera y última luz los antepasados. Creo que alguien tendrá que estudiar seriamente en este siglo que comienza, el fracaso humano de las políticas económicas de la centuria que ha terminado. No sé si servirá de enseñanza para las nuevas generaciones –me temo que no-, pero al menos será la última satisfacción que podamos ofrecer a quienes gastaron su vida e ilusiones en crear unas formas válidas de existencia de las que –injusta e innecesariamente- nos hemos estado avergonzando durante los últimos años del pasado siglo.