08-07-1988
Mediada la década de los setenta, y a punto de abandonar definitivamente los escenarios, recibí una invitación de Monseñor Federico Sopeña para cantar en la Academia de España en Roma ante el cuerpo diplomático acreditado en la capital italiana. Mi amistad con Sopeña había comenzado años antes, tras un artículo suyo en el diario Informaciones donde se felicitaba por haber tenido ocasión de "descubrirme" en un recital universitario y me comparaba -cosa que me pareció en aquel momento extemporánea y poco afortunada- con el cantante Raphael, contraponiendo nuestros estilos y bautizándome como el "anti-divo". Independientemente del acierto o desacierto de su texto, nuestra amistad se afianzó y su actitud llegó a crearme una deuda pues, a partir de aquellas opiniones, Sopeña no perdía oportunidad de repetir ante tirios y troyanos, en España y fuera de ella, lo cercano que se hallaba a mi manera de entender y poner en escena la música tradicional.
Acepté, pues, la invitación y aproveché para pasar unos días en el histórico palacio de San Pietro in Montorio donde tantos españoles ilustres habían llevado sus pasos y desde el que se divisa una de las panorámicas más hermosas de la ciudad eterna.
Sopeña había dado órdenes precisas para que me prepararan una de las habitaciones de invitados de su propia casa, en el tercer piso del edificio, y allí vine a instalarme después de los saludos de rigor, de una cena muy a la italiana y de una larga charla sobre música que nos mantuvo entretenidos hasta casi la media noche.
Al cerrar la puerta del dormitorio y correr el pasador del pestillo -precaución inútil en este caso pero que entra dentro del catálogo de manías que me hacen la vida más confortable desde hace tiempo- sentí una extraña sensación, podría definirse para entendernos como un escalofrío, que me obligó a levantar la vista hasta el cuadro que presidía la habitación, desde la pared frontera a la aparatosa cama con dosel en la que me había tocado dormir aquella noche. Se trataba de una réplica del lienzo de Velázquez representando a Inocencio X. La mirada dura e inquisidora del personaje me intranquilizó, y mucho tiempo después de haberme acostado seguía produciéndome un curioso malestar pues, a pesar de hallarse la habitación totalmente a oscuras (era una estancia interior, sin ventanas), me parecía seguir viendo en la penumbra el rostro del papa. Cuando el cansancio del viaje hizo al fin su efecto pasé a una inquieta duermevela de la que me sacó bruscamente la impresión de que alguien estaba haciendo girar el picaporte desde fuera.
-¿Federico?-, pregunté con un tono de voz algo ridículo.
Me levanté, no sin haber dejado que pasara un tiempo prudente para recibir alguna contestación, y atravesé la habitación hasta situarme al lado de la puerta con mi oreja pegada a la hoja. Como sólo escuchaba el latido de la sangre en la cabeza, decidí abrir y comprobar si había alguien en el exterior.
No; definitivamente, en el pasillo no había luz y al parecer nadie de la casa se hallaba por allí cerca...La sorpresa me la llevé al volver a la cama: las sábanas estaban heladas y, a mi entender, no había pasado el tiempo suficiente para que perdieran el calor que mi cuerpo debía de haberlas transmitido.
Para qué más...Insomnio total y desesperante, y un desasosiego que duró hasta que fue de día. En el desayuno traté de iniciar discretamente una conversación sobre la noche toledana:
-Oye Federico, ¿esa habitación donde he dormido...?
Sopeña, que, como bien se sabe era mitad sordo y la otra mitad la completaba cuando había algo que no le interesaba, me agarró del brazo e interrumpiéndome dijo:
-Me gustaría pedirte un favor especial...personal...
(Pensé que iba a contarme algún secreto sobre la habitación)
-Desde luego, soy todo oídos -contesté-.
-Quisiera que llevaras corbata esta noche en el concierto.
-Pues ya lo siento -respondí un poco contrariado por la salida tan sibilina del tema- pero no he traído ninguna.
-No te preocupes; puedes elegir entre las mías...
A la noche subí al escenario como a un cadalso; ahorcado con la corbata de Sopeña, si bien es cierto que aprovechando la primera ocasión para aflojar el nudo. Cuando volví la cara hacia donde estaba sentado Federico, éste reía abiertamente en conversación con el embajador español y supuse que la risa tenía algo que ver conmigo al ver la expresión de curiosidad con que el diplomático me miraba.
Cuando volvimos a casa, y con mucha discreción, el mayordomo me advirtió que había trasladado el equipaje a otro dormitorio a donde quería conducirme inmediatamente para saber si era de mi gusto...No pude evitarlo; aquella noche soñé que Inocencio X entraba en la nueva habitación y se acostaba a mi lado. Desperté empapado en sudor y puedo decir sin vergüenza que tardé muchas noches en quitarme de encima la pesadilla de aquel rostro duro, de aquellos ojos fríos. Estando de visita en la Biblioteca Vaticana aproveché para pedir un libro sobre la historia de los papas. Cuando leí el horrible final de Inocencio X y las tres noches que pasó su cadáver entre escombros, abandonado por su propia familia, casi tuve compasión del infortunado pontífice. Sin embargo, lo que son las cosas, hoy es el día en que todavía me estremezco contemplando su dichoso retrato.