18-06-1988
Supongo que a estas alturas Miguel Delibes debe de estar harto de leer y escuchar opiniones sobre su última novela y, sin embargo, tras la lectura reiterada de sus páginas, me arriesgo a ofrecer mi propia interpretación de algunos de sus contenidos por si, además de servir de reflexión, ayudara a comprender mejor su éxito. Creo que, en ese juego de agradecimientos que se ha establecido entre el escritor y Valladolid, ésta le debe a aquél, más que el hecho de ser una referencia primordial en su obra, el haber servido de tubo de ensayo para sus experimentos lingüísticos e intelectuales.
Carlos García Gual me comentaba recientemente su admiración por el tono tan acertado de “El hereje”. Por distintos caminos llegábamos a la similar conclusión de que la novela histórica funciona mejor cuando el protagonista es un perdedor, alguien a quien las circunstancias empujan, zarandean e inmolan finalmente en las aras de lo útil, de lo conveniente o de lo necesario (léase inútil, inconveniente e innecesario). Nuestra sociedad no admite tipos así, pero los tiene a montones y no por casualidad; tampoco acepta la adicción a las drogas o la violencia y sin embargo son ahora sus principales preocupaciones si exceptuamos la pasión por “El gran hermano” que requeriría comentario aparte para el que todavía no estoy preparado. A mí me enseñaron a evitar a los borrachos, pero con los años he venido a reconocer el error de esa clase de educación que consistía en dar la espalda a los problemas o en cerrar los ojos y pensar que no existían: detrás de cada borrachera, por encima del patetismo o de la tragedia particular, hay dolor, rebeldía, timidez, torpeza o incapacidad de adaptación a las circunstancias absurdas con que nos salpica la existencia. Lo que otras especies han resuelto con el desarrollo de finos instintos, nosotros lo ahogamos en extractos esenciales. Puede que la locura de nuestros días no esté tanto en la velocidad o la prisa como en no querer reconocer que huimos constantemente de nuestros propios problemas. Por eso el prototipo de triunfador que se acepta o se soporta es aquel que se eleva por encima de sus miserias y las de los demás aunque sea a costa de sacrificar su conciencia y sus sentimientos o de destrozar a hachazos la paradoja que es y que le asusta.
Ante el espectáculo de esos triunfadores que representan su función sobre el pedestal del lujo –acaso sobre el montón de billetes de papel que ellos mismos se han encargado de fabricar e imprimir- sólo le queda al espectador de nuestros días el derecho al pataleo. La comedia es gratis y la butaca cómoda pero en el fondo no nos gusta la obra y menos aún sus protagonistas. Con pesar se soporta la imagen superficial pero necesaria –nos recuerda la levedad del ser- de actores y actrices que actúan para nosotros en papeles que nos provocan vértigo e inseguridad. Los medios de comunicación nos los presentan como campeones de lides imposibles, pero probablemente aún nos reservamos la facultad de elegir a nuestros héroes, y ahora, como hace miles de años cuando se crearon y desarrollaron los mitos, la humanidad está del lado del que sufre, del que tiene carencias, de quien pierde hasta el bien más preciado –la vida-, empujado una y otra vez por esta o aquella mano que le obligan a subir a enviones las escaleras definitivas del patíbulo.
El arquetipo está claro y el cristianismo lo confirma: Cristo es un personaje que subyuga -por más que los escenógrafos, la luminotecnia, la producción o la dirección de actores malogren el auto- y su mayor virtud está en el fracaso de su cometido que atormenta hasta el final su humanidad. En Cipriano Salcedo, protagonista de “El Hereje” (hereje significa “partidario”), estamos todos. Somos paisanos en esa tierra donde la edad es sinónimo de sabiduría y la sabiduría significa sufrimiento, pérdida. Abrazamos un partido o una idea y no tenemos brazos para otros; estamos condenados constantemente a elegir y a equivocarnos. Por eso nos solidarizamos inmediatamente con quien no es capaz de vencer a su propio destino; nos compadecemos de aquellos a quienes la ignorancia, la prepotencia o la intransigencia niegan el derecho a expresar libremente sus ideas. Lo que engrandece al ser humano frente a otras especies es su aptitud para dar valor a aquello que le daña. La diferencia entre naturaleza y cultura está ahí precisamente. Sólo al hombre se le ocurriría destruir el propio nido en el que habita, como recordó el mismo Delibes escribiendo sobre un mundo agonizante; sólo en la mente del ser humano cabría el pensamiento de matar a su semejante por miedo a que no piense como él. En la inocencia de Minervina Capa, la dulce y atractiva nodriza que aparece y desaparece de la vida de Cipriano como las hadas de los cuentos, está la contradicción de una raza que nutre a sus criaturas para después acompañarlas mansamente al quemadero.