Joaquín Díaz

LA NOCHE DE SAN JUAN


LA NOCHE DE SAN JUAN

El Norte de Castilla. Pluma de cristal

El solsticio de verano

11-06-1988



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Parece que una de las constantes que acompañaron al género humano desde que la memoria como grupo alcanza a recordar, es la de medir su tiempo físico por medio de divisiones que coincidieran con los ciclos establecidos por la naturaleza y los astros. Estas divisiones eran tanto más importantes cuanto más cambio trajesen, pues pasar de una estación a otra, por ejemplo, alteraba la vida de los individuos, les obligaba a vestirse de otra forma, mudar su alimentación, etc. Las religiones, tanto las paganas –muy ligadas a la naturaleza y al medio rústico- como las posteriores y entre ellas la cristiana, trataron de hacer coincidir fiestas y celebraciones con esas fechas en que se anunciaba el cambio. La Iglesia, por ejemplo, puso a San Juan, el precursor que vino a anunciar la luz, como santo que no solamente preparaba un nuevo año litúrgico sino que daba nombre propio al solsticio de verano, momento en que el sol alcanzaba su máxima latitud y la noche su mínimo dominio sobre el planeta.
Todas estas circunstancias no pasaban inadvertidas a quienes vivían de la naturaleza, la respetaban y hacían de su convivencia con ella un seguro de vida y alimentación. De este modo, confiaban en que una fecha tan importante en el ciclo anual les depararía, si se preparaban para ello, una existencia más positiva en el siguiente período. Esa es la explicación de muchas de las costumbres purificadoras que todavía se mantienen –despojadas de su simbolismo pero conservando algunos de sus principios- en el día de hoy. La lustración por el fuego o por el agua –dos poderosos elementos naturales- se efectuaba de forma personal, aunque llegase a tener importancia como rito colectivo al depender de ella la salud de los ganados, la abundancia de las cosechas y el bienestar de la propia sociedad. Al fuego se arrojaban enseres viejos y trastos inútiles, cuya destrucción parecía asegurar una vida nueva y una eliminación completa de la impureza, y el contacto con el agua –fuese con el rocío de la mañana o con la primera “flor” que aparecía en su superficie al amanecer- fortalecía la salud y daba suerte a quien lo practicaba.
Todos estos hábitos bárbaros (que quiere decir extranjeros) y paganos (que quiere decir del campo) fueron eliminándose poco a poco con la llegada de la civilización y, en España en particular, con el avance paulatino de la denominada “reconquista” y de la convivencia entre culturas, que llevaba por ejemplo a moros y cristianos a celebrar el solsticio con grandes asonadas y alardes que acababan en escaramuzas y paloteos. Nihil novum sub sole.