29-05-1988
El uso de los instrumentos musicales en la época de la Semana Santa tuvo siempre un sentido particular, marcado por la significación del período litúrgico; durante ese tiempo, por ejemplo, las campanas, habituales testigos del paso del tiempo y eficaces comunicadoras, quedaban mudas, mostrando así su silencioso respeto por la muerte del Salvador y haciendo buenos algunos relatos legendarios que aseguraban que en caso de ser volteadas saldrían volando.
La utilización de los instrumentos se reducía a dos funciones: dar aviso y crear música de acompañamiento para los actos litúrgicos. Para los avisos se solían utilizar carracas, mazos, matracas y tablillas, esos mismos que en las Tinieblas servían para “matar judíos” o para recordar dentro de los templos con estruendo (sólo en lo que duraba un Pater noster) el momento de la muerte de Cristo. Todos esos crepitacula lignea o instrumentos restallantes de madera, procedían de la primitiva Iglesia –después quedaron definitivamente instalados en la Iglesia Oriental- donde, en manos de canonarcas –directores de coro- o de los monjes sirvieron para dar las horas o para advertir en los monasterios del cambio de actividad. En muchas ocasiones se usaban también para recordar y venerar a través del sonido seco y duro de su madera (por ejemplo en el caso del simandrón), el sacrum lignum o leño sagrado donde murió Jesús. En cuanto a las tablillas, que habían permitido a leprosos y mendicantes pedir limosna desde lejos durante esos tiempos en que la peste y la miseria se enseñorearon de Europa, se acabaron apellidando “de San Lázaro”por ser precisamente instrumento obligado en los lazaretos.
También para dar aviso o, por utilizar un término más preciso para hacer claro o dejar paso –esto es, para advertir que llegaba una procesión y que había que despejar la plaza o calle-, se utilizaba una trompeta (generalmente propiedad de la cofradía cuyo desfile se acercaba) o un timbal con los parches destensados (esas cajas destempladas que se conocían tan bien en el mundo de la milicia y en el campo de batalla) que se cubría, por respeto, con un paño negro.
Desde el siglo XVI aparecen también los pífanos (o flautas traveseras) y las flautas para una sola mano, acompañadas por el tamboril. Los primeros, procedentes del ámbito cortesano y militar pero también presentes en las capillas de ministriles de las catedrales junto a otros instrumentos menos populares como bajones, salterios y arpas; las segundas, es decir las flautas de tres agujeros, llegadas desde el medio rural donde también servían para alegrar fiestas y bailes públicos. Todos estos instrumentos tenían su propio repertorio ya que desde el siglo XVI hasta nuestros días los Maestros de Capilla de las catedrales tuvieron como obligación de su cargo la de componer anualmente música incidental para las celebraciones de más importancia litúrgica: Navidad, Semana Santa y Pascua, y la fiesta del Corpus Christi.
En tiempos más recientes, y hablo ya de las primeras décadas del siglo XIX, las bandas de música –civiles y militares- sustituyeron a esas capillas incluyendo bugles, figles, clarinetes, tubas, bombardinos y otros instrumentos de metal e interpretando un repertorio más ecléctico -apropiado o no, según el acierto en la elección de ese repertorio- que casi ha llegado hasta nuestros días. Las dulzainas y chirimías ocuparon, asimismo, durante prolongados períodos (sobre todo en el caso de las primeras) un espacio particular entre los pasos o acompañando a los hermanos de disciplina y de luz o cera que constituyeron la espina dorsal de las cofradías rurales.