15-05-1988
Los locos son esos personajes maravillosos que vienen a recordarnos de vez en cuando que la vida no es tan aburrida ni tan ficticia como se piensa de ella. Entre mis recuerdos de figuras perturbadas sobresale -no sé si por ser una de las primeras que almacenó mi memoria o porque tenía que ver con la música- el inefable "Garibaldi", afortunado poseedor de un clarinete con el que hacía las delicias de los niños de diferentes barrios de Valladolid. Como flautista de Hamelin reciclado, Garibaldi nos atraía -sus barbas, su seriedad, su melodía- y como pequeños mures formábamos una comitiva cívica e infantil que le seguía devotamente en su deambular. Era tal nuestra fidelidad hacia su tonada, que me imagino le hubiésemos acompañado hasta las alcantarillas si ese hubiese sido su propósito. Afortunadamente todo quedaba en un paseo divertido a los sones de su único repertorio que ejecutaba una y otra vez excepto cuando, posiblemente cansado de soplar o receloso de que su auditorio no hubiese identificado plenamente el título de su canción favorita, empezaba a vocear con todas sus fuerzas:
Que le quiten el tapón
que le quiten el tapón
que le quiten el tapón
al botellón al botellón...
y tras un aplauso espontáneo de sus seguidores volvía al clarinete.
De entre mis escasas e infantiles evocaciones zamoranas conservo al personaje de César, hijo de militar, quien se había obsesionado con dos actividades, ambas muy castrenses, que consistían en unos triunfales paseos a caballo y en querer ser saludado militarmente por todos los individuos uniformados que pasasen por su lado, ya fuesen simples turutas, ya sencillos y pacíficos empleados del servicio de limpieza que por aquel entonces usaban gorra de plato. Su peor "batalla", que posiblemente agravó su delirio o por primera vez le hizo padecer el sentido del ridículo, sobrevino un mal día en que, exaltado por la visión de una bella joven zamorana, quiso mostrarle lo mejor de su arte ecuestre. Por desgracia la helada nocturna había dejado secuelas sobre el pavimento empedrado, de manera que caballo y caballero vinieron a penetrar, muy en contra de su voluntad y después de unas piruetas absurdas, en uno de los retretes públicos que, afortunadamente, se hallaba en aquel momento abierto y sin usuario.
El vocabulario de este tipo de individuos siempre me ha sorprendido. Su mente produce, tanto verdades incontestables como un confuso centón de palabrejas sin sentido que bien podrían trastornar a un meticuloso filólogo. Un personaje vallisoletano recorría hasta hace bien poco las calles de la ciudad hablando sin parar en un lenguaje ininteligible en el que introducía, de vez en cuando y por sorpresa, frases como "Galerías Preciados" o "Veinte mil pesetas en pesetas", expresión que yo mismo le escuché pronunciar en la ventanilla de un banco poniendo en evidentes apuros a quien sólo pretendía atenderle amablemente. Su actuación más espectacular, sin embargo, fue la que llevó a cabo de pie en el banzo de entrada a los antiguos almacenes Olmedo hablando durante más de una hora a una familia de extranjeros -los padres y dos niños- que se había sentado en torno suyo para seguir la lección magistral con más comodidad. A ratos, el padre de familia consultaba un diccionario, pretendiendo, supongo que inútilmente, seguir el hilo argumental. Cuando me disponía a abandonar el pelotón de curiosos que se había reunido en torno a la escena me vinieron a la memoria las palabras del cura del cuento : "Orates frates, no hagan ustedes caso de disparates", pero un prudente juicio interior me dispensó de expresar en voz alta la ocurrencia.