Joaquín Díaz

IRREDUCTIBLE UTOPÍA


IRREDUCTIBLE UTOPÍA

El Norte de Castilla. Pluma de cristal

Sobre la utopía

01-05-1988



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Si debemos a Tomás Moro la invención del vocablo utopía, hay muchas más dudas sobre cómo se gestó el significado y quién decidió la aplicación adecuada de la palabra. Moro llamaba así a un país, situado precisamente en el espacio que ocupó la desaparecida Atlántida, donde todas las propiedades eran colectivas y existía el matrimonio a prueba o la eutanasia, entre otras posibilidades razonables. Sin embargo creo que el espíritu de Moro al crear la palabra fue más allá de aquellas soluciones más o menos sensatas o de un desideratum como forma de gobierno. De hecho, el término se puede traducir tanto en el sentido mencionado -"lugar que no existe" (porque es demasiado ideal, probablemente)-, como en el de "algo que sólo tiene espacio en la mente humana" (es decir, no susceptible de ser colocado en un lugar físico). En ambos casos, la idea tiene gran fuerza y representa todo aquello que la humanidad es capaz de pensar o crear con el espíritu, aunque la realidad lo limite o tergiverse posteriormente.
El siglo XX y los inicios del XXI se han visto seducidos muchas veces por la idea de poner en práctica las utopías. Lenin, Hitler, Mao, Jomeini o Castro son algunos de los personajes que imaginaron personalmente mejoras para sus pueblos, sus sociedades o sus correligionarios y sucumbieron a la tentación de hacerlas realidad para todos. Ya estamos en condiciones de juzgar los resultados de tales actuaciones. Cuando la defensa de un modelo único de religión, de nación o de raza, parece que exige eliminar por la fuerza todos los demás posibles, pierden entonces esas nobles ideas sus más elevadas propiedades porque, en nombre de algo aparentemente sagrado o venerable, se obliga al ser humano a luchar contra sus semejantes o matarlos, disfrazando un delito con el alto ropaje de argumentos más dignos.
El rey Enrique VIII quiso localizar la utopía de Tomás Moro en la cabeza de su antiguo canciller y le decapitó, pero se equivocó el Tudor al igual que lo hacen todos los que quieren reducir la grandeza del espíritu humano a un resultado material. Sólo cuando lo potencial se convierte en realidad nos damos cuenta de la pobreza de la palabra con respecto a la idea; de la innecesaria nitidez de la imagen frente a la riqueza de matices de la imaginación. Parece que una maldición ha condenado al individuo al eterno castigo de querer plasmar en realidades los sueños, esa parte tan hermosa y profunda de su personalidad.