Joaquín Díaz

LA VOZ Y EL ECO


LA VOZ Y EL ECO

El Norte de Castilla. Pluma de cristal

Inventos para amplificar el volumen de la voz

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Algunos autores atribuyen a Platón la teoría según la cual la democracia entró en Grecia cuando se permitió a los ciudadanos opinar sobre las composiciones interpretadas en los conciliábulos musicales. El mismo Platón, efectivamente, había hablado en su obra Las Leyes de la influencia que el arte musical podía llegar a ejercer sobre las personas y sobre la política, al condicionar el comportamiento y los afectos del individuo. Sin duda conocía el filósofo el partido que, en el terreno práctico, le había sacado a una de las leyes musicales –la acústica- su coetáneo Dionisio de Siracusa, el célebre tirano que inventó un artefacto por medio de cuyos tubos era capaz de escuchar todo cuanto decían desde la cárcel sus prisioneros. Esa “oreja de Dionisio” –que así se bautizó en la época el invento- inspiró siglos más tarde a varios creadores un uso más social y menos inhumano de las propiedades de difusión del sonido merced a aparatos que lo transportaban desde el lugar en el que se originaba hasta la oreja humana, aunque ésta estuviese verdaderamente distante.
Uno de los más conspicuos sabios del siglo XVII, el jesuita Atanasius Kircher, inventó el “echotectonicum machinamentum”, raro espía fonocámptico que incluyó –con grabado y todo- en el segundo tomo, folio 303 de su obra Musurgia Universalis. No podríamos encontrar un precedente más similar para el popular perrito de la Voz de su amo: Un cono retorcido o “cochleantum”, lleva los sonidos y voces desde una concurrida plaza hasta los solitarios salones de un político absolutista que escucha en jarras como preguntándose ¿Será posible lo que oigo?
Eso mismo parecían preguntarse muchos españoles cuando en 1865 –años antes de la invención del fonógrafo- vieron que se exponía en muchas capitales españolas –en Valladolid estuvo concretamente en la calle Orates- una caja misteriosa que producía voz humana y contestaba a preguntas. Aunque su presencia en nuestra ciudad coincidiese con las ferias, debemos suponer que si estaba en ellas fuese más por el espectáculo que representaba ver hablar a una caja que por la falta de seriedad de su inventor. Casi dos años antes se había divulgado la noticia de que un profesor de Carabanchel había inventado un instrumento, al que llamaba Tecnofón, que imitaba con perfección todos los sonidos de la voz humana. Por medio de un sistema de teclas en el que estaban representadas las letras del alfabeto y hallándose ese teclado conectado a un montón de fuelles, tubos y conductos que acababan en una boca, una garganta y unos labios artificiales, el ingenioso profesor había cumplido una de las máximas aspiraciones del ser humano, que fue desde siempre la de reproducir facsimilarmente su propia voz. Y esto no solamente por la curiosidad de escucharse o de escuchar a otros, sino por la posibilidad de repetir varias veces lo que se habría registrado previamente.
Los lingüistas y fonetistas se habían percatado ya en el siglo XIX –ese siglo de los inventos científicos y de la obsesión por las patentes- de que el sistema de signos diacríticos de Jespersen o las aportaciones a la transcripción escrita de Fourmestraux, no eran ni exactas ni suficientes.
El primer paso hacia el tan deseado descubrimiento ya lo había dado en 1857 Edouard Leon Scott cuando presentó en la Academia de Ciencias de Paris un proyecto conteniendo los principios del Fonoautógrafo. Sin embargo el avance definitivo lo dieron, por separado, Charles Cros y Thomas Edison cuando en 1877 registraron los sistemas capaces de grabar –lateral o verticalmente- y, lo que es más importante, de reproducir exactamente lo grabado. A partir de ese instante y una vez superado el período casi infantil de las meras curiosidades (muñecas parlantes de Edison y Berliner, aparatos con funcionamiento de relojes, etc.) algunos inventores y algunas compañías emprendieron juntos la impresionante y arrolladora carrera en la que todavía estamos empeñados. Será ya en el siglo XX cuando veamos los primeros detalles y anécdotas de la nueva era fónica: por ejemplo, grabar la primera ópera completa –Hernani- o reclamar el primer artista –Tamagno- los derechos por discos vendidos.
Quedaba así abierta la posibilidad –creada y perfeccionada en sucesivas evoluciones- no sólo de grabar y reproducir la voz o cualquier instrumento, sino de almacenar y archivar todo ese material. Si el patrimonio se crea a partir de lo que uno recibe en herencia o donación de los padres y antepasados, la humanidad se enfrentaba a un extraordinario hecho –la invención y perfeccionamiento de grabadores y reproductores de sonido- que iba a generar un nuevo apartado patrimonial: el apartado fonográfico.
Y es así como, en diferentes tipos de soporte (rodillos primero y discos de baquelita –de goma laca- o de polivinilo después) va surgiendo paulatinamente una industria –esa que acabará en los discos de grabación y lectura digital- cuyo repertorio básico ha posibilitado tanto la simple diversión o el mero entretenimiento como el enriquecimiento artístico o el estudio. Todos conocemos hoy además, la posibilidad de acceder a cualquiera de esos materiales, por lejano que se halle, mediante ese arcano insondable que es Internet .
Recientemente, una gran compañía discográfica de implantación internacional me propuso reunir en una grabación antológica todas las canciones de los años 1960 y 1970 que me parecieran dignas de figurar, por intérprete o por tema, en ese catálogo de recuerdos musicales confeccionado por quienes vivimos, todavía jóvenes, aquellos esperanzadores años. No sé si es la edad o la madurez que me hace más consciente, pero me costó terminar la dichosa caja más que cualquiera de las peores tareas que me hubiesen encomendado en la vida. ¿Es esto la Historia? ¿Me toca hacer de cronista para ayudar a quienes vengan después a comprender un período de tiempo, siquiera desde el punto de vista musical? ¿O se trata sólo de esa posibilidad, negada a tanta gente, de complacerse en el recuerdo, en el eco de lo vivido? Cada vez comprendo mejor al príncipe Hamlet.