25-04-1988
Los amantes del Humanismo, tanto los de la antigüedad griega o latina como sus continuadores del Renacimiento, solían representar al silencio -conocedores del valor y la fuerza de los símbolos- como un joven en ademán de llevarse el dedo a la boca invitando al mutismo. El sabio escritor bolonés Aquiles Bocchi, en un tratado sobre símbolos universales publicado en 1555, lo hace grabar de esta guisa, añadiendo de fondo unas ciudades para dar a entender que sólo lejos de ellas era posible aislarse del ruido o de las conversaciones excesivas. Porque hay que decir que los antiguos creían firmemente que el peor enemigo del silencio era la lengua y su uso descomedido, y por eso mismo dibujaban un albérchigo -con sus hojas en forma de lengua- como alegoría de la insonoridad. El por qué era un joven el encargado de obligar a todos a callar con su actitud, parece deberse a la convicción que tenían nuestros antepasados de que la juventud debía ser un período de reflexión interior para poder llegar a la madurez con algo que decir.
Estos días he tenido ocasión de comprobar que todo lo que hubiesen pensado o discurrido nuestros abuelos nos resbala y nos quedamos tan frescos. Ya hace años quise sugerir en un escrito (que se hace más vigente y palmario con el paso del tiempo) que nuestra sociedad -y su más conspicuo representante, el individuo- tiene miedo del silencio porque nos permitiría pensar, y ese pecado no tiene perdón; ni existe cernada que lo blanquee ni antídoto o triaca que lo remedie...
A lo que voy: he salido varios días seguidos de la paz del páramo de los Torozos en la que sobrevivo y he utilizado para desplazarme distintos vehículos de transporte público: en todos ellos he observado una auténtica obsesión por "entretener" al viajero con reclamos sonoros -cintas, radio, videos- que le impidan dormirse o simplemente abstraerse. La consigna es: "el ruido por encima de todo". La substancia de la vida parece exigir ese continuo en el que no hay más límites que el nacimiento o la muerte. Hasta la música, cuyos tratados contemplaban el silencio y lo representaban en notación, recomendando su uso para evitar la fatiga del sonido constante-, hasta la música, digo, ha sucumbido al canto de sirenas favorito de nuestra realidad cotidiana. El ruido del motor del autobús y de su calefacción hacen prácticamente inaudible cualquiera de las melodías que la radio transmite y sólo una claqueta rítmica, como acelerado pulso que altera el lago de nuestro corazón, nos recuerda que estamos vivos y no en el infierno de Dante, donde "un cuerno estrepitoso hiciera débil cualquier otro ruido".
Naturalmente, la tortura no termina al descender del autobús: los altavoces de la estación transmiten música de fondo veinticuatro horas sólo interrumpida de vez en vez por un anuncio metálico que recuerda salidas y entradas de vehículos, y si uno pretende refugiarse en la calle, allí están las bocinas, compresores, excavadoras, alarmas, sirenas (las de las furgonetas urgentes, no las de Ulises, claro) y todas las demás cosas que en un "et caetera" ensordecedor nos arrojan al negro recinto de una vida que el bueno de Alighieri ni siquiera hubiese imaginado
en la peor de sus pesadillas: Lasciate ogni speranza voi che entrate.